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Sexo, corazón y vida
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¡Queremos un cuento!

                                             A la memoria de mi padre

Yo nací en un mundo donde las olas del mar estaban tan cerca que podía sentirlas, separar su espuma y huir de los hados enemigos que enlazaban los hielos. Y soñaba, y soñaba siempre gracias al resplandor de los fuegos artificiales que encendía mi padre a través de los cuentos.

Sí, él llenó mi infancia y madurez de destellos, chispas y cometas de colores. Por eso siempre he rechazado la tentación de emigrar de aquel universo de murmullos, de fantasías, de amores y de lamentos principescos.

En ese periodo de mi niñez conocí a todas las celebridades de la literatura infantil: A Pulgarcita, aquella niña tan pequeña que dormía en una cáscara de nuez y un día fue raptada por un sapo, al Patito Feo que recibía picotazos por ser diferente, a Karen, a quien sus zapatillas rojas le condenaron a bailar sin descanso… Así cruzaba el umbral y me ceñía el gorro de Caperucita Roja o me calzaba el zapatito de cristal de la Cenicienta.

Recuerdo que cuando anochecía los reflejos misteriosos, los techos altos y las cortinas oscuras transformaban, como por arte de magia, el hogar de aquellas casas antiguas, y la energía y el griterío diurno se tornaban en voces íntimas, suaves y tranquilas, y en nuestras almas se cruzaban el eco del océano, la voz de sus olas, su frescura y sus aromas.

Y al llegar la hora de ir a dormir, la hora que mis amigos debían volver a sus casas nos sublevábamos contra la autoridad maternal, y nos negábamos a ir a la cama. Sabíamos que teníamos que invocar la protección de Dios, pero exigíamos que fuera con la ayuda de un cuento. Entonces para convencer a mi padre le halábamos las ropas, nos agarrábamos a sus secretos, aniquilábamos su voluntad, casi le arrancábamos la lengua de cuajo. Y todos al son del tam-tam de nuestras palmas, con los rostros quebrados, las sonrisas desmoronadas y fingiendo estar hundidos en lágrimas, gritábamos al unísono:

¡Queremos un cuento! ¡Queremos un cuento!

Así convencíamos al narrador para que atravesara los pasadizos de la luz, el hechizo invisible, para que eternizara el instante…

Su fantasía hacía surgir a la escena fábulas y moralejas: moscas, serpientes, el lobo y la oveja… Todos abandonaban su tierra natal para buscar refugio en nuestro universo, en el de mi padre, en el misterio que nos sacaba de la realidad durante algún tiempo. Que nos salvaba.

Sus poderes de interpretación y el ardor de su aliento le aseguraban a la palabra un ritual. Y todos a su alrededor escuchaban con los ojos muy abiertos, mientras él envuelto en un halo de resplandor hacía hablar a todos sus personajes.

Muchas de las historias que nos contaba no eran conocidas a través de la escritura sino que estaban diseminadas en su mente. Cantaba la conquista de reyes y princesas iluminadas con diademas, coronas y vestidos engalanados con flores de lis. Exhalaba las hazañas de héroes y fomentaba el mundo fantasioso de aquellos niños, que no abrigaban dudas sobre la verdad de las epopeyas. Ascendíamos o descendíamos con la astuta bruja o el gigante de un solo ojo que ardía con un olor desagradable.

Nuestro narrador entraba en todos los rostros, se  detenía, los examinaba,  los miraba con lentitud, simulaba no recordar cómo seguía el cuento. Entonces el auditorio se batía en duelo, en voces y chillidos, y de una forma desenfrenada referían toda la historia al dedillo, desconcertando totalmente al cuenta cuentos.

Yo, me sumergía en la mirada de mi padre: unas veces soñadora, otras inquietante o seductora, en muchas ocasiones tierna e inocente. Me sumergía en la profundidad de sus palabras, en los cuentos que nos relataba, descubríamos las emociones y las alegrías, el dolor y los miedos. Las historias sacadas de su imaginación, de esos libros que ha ido fraguando en los corazones y las culturas a través del tiempo. Escuchaba los movimientos del mar, cómo navegaban, y en secreto viajaba con la pleamar y la bajamar hasta perder totalmente la conciencia.

Con los años el asfalto se ha multiplicado, la casa ya no existe, el mar no se oye, mis amigos atravesaron los recuerdos salinos, mis hermanos moldean aquellos sueños. Pero yo sigo evocando el recuerdo de cuando mi padre nos contaba un cuento.

                                                    Feliz Feria del Libro

www.rosariovalcarcel.com 

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