cerrar
cerrar
Registrarse
Publicidad
El callejón
Publicidad

Pequeña gran pantalla

La insistencia de un amigo y la casualidad hicieron que hace seis meses viese esta secuencia de la serie “Los Soprano”. Después de contemplar una cosa así no me quedó más remedio que pegarme la serie entera. Les recomiendo que hagan lo mismo.

VÍCTIMA

¡Espere! Ese hombre, el de ahí al lado, anda metido en jaleos. No hace mucho estuvo relacionado con una red de pornografía infantil en Internet, o algo así. Fue condenado. Estuvo en la cárcel. Ese tipo es un indeseable. Trafica con drogas y a saber con cuántas cosas más. Por esa casa pasa toda clase de gente. Yo los he visto. A través de la mirilla. Hay veces que montan unas broncas terribles. Algunas noches se sube una o dos putas y les da unas palizas tremendas. Los golpes y los gritos se oyen en toda la escalera. Incluso he tenido que llamar a la policía alguna que otra vez. Ese hombre está de mierda hasta el cuello. La persona que busca tiene que ser él. Estoy seguro.

SICARIO

La persona que busco es usted.

 

Antonio Tabares Martín, El sicario

 

-¿Este verano has visto alguna peli que merezca la pena? -me preguntó una compañera.

-La verdad es que no. ¿Y tú?

-Es que últimamente son mis sobrinos los que deciden qué cine vemos -suspiró la profesora, un poco harta ya de transformers, cars, harrypotters y PPpitufos.

Lo cierto es que este diálogo, absolutamente verídico, refleja mucho mejor que cualquier sesudo ensayo publicado en Dirigido por la profunda, descomunal y arrolladora crisis de identidad en la que el cinematógrafo se encuentra sumergido, desde hace más de una década, como industria especializada en proporcionar un ocio de calidad digno de recibir la consideración de arte.

En los diez últimos años, en parte debido a la recesión económica que todo lo devora y en parte a causa de la competencia desleal que, al margen de toda ley y de Teddy Bautista, ejerce la piratería, el cine, que -no olvidemos- maduró a lo largo del siglo veinte como auténtico medio de comunicación de masas y como la primera manifestación artística verdaderamente popular en la Historia contemporánea, ha experimentado un imparable retroceso y una veloz degradación que lo ha reducido hoy a la condición de mero entretenimiento mayoritariamente concebido tan sólo para un público infantil y adolescente.

"[La televisión] es un medio mejor. Incluso con todas las tonterías que la rodean, sigue siendo un medio más arriesgado que el cinematográfico. Este último va fundamentalmente dirigido a niños y a adolescentes idiotas. En esencia, ése es el mundo del cine. Muy pocas personas se comprometen de un modo serio en la creación de películas reflexivas y polémicas, de medio o de bajo presupuesto, que cubran una verdadera carencia en lo que se ofrece al espectador. Todos buscan un Spiderman o un Batman o uno de éstos, y no se devanan más los sesos. Son películas divertidas y en verano los chavales van a verlas a raudales, pero a mí no me interesa hacerlas", afirma con preclara sinceridad el productor Steven Bochco, quien en los ochenta revolucionaría el medio televisivo con series emblemáticas como Canción triste de Hill Street o La ley de Los Ángeles y alcanzaría la cúspide en la década siguiente con Policías de Nueva York.

"Créeme: como guionista vas a divertirte más, a aprender más y a ser más productivo escribiendo para la televisión que para el cine. No tendrás que compartir la autoría con otros quince imbéciles -le explica Bochco a la guionista y profesora Pamela Douglas, en el esclarecedor Cómo escribir una serie dramática de televisión (Barcelona, Alba Editorial, 2011)-. No te van a insultar ni a faltar al respeto quince gilipollas trajeados que tienen demasiado tiempo libre y que sólo quieren salir a comer. La televisión es un trabajo: hay que ser constante, los guionistas escriben y lo que crean sale por la tele. Y eso es estupendo. Si tienes la suerte de participar en una serie de éxito, en dos años tendrás más guiones a tu nombre de los que la mayoría de guionistas cinematográficos consiguen en toda una vida. Para escribir es un medio que brinda mayores satisfacciones".

He leído estas lapidarias palabras hace apenas unos días y, casualmente, por las mismas fechas, el cineasta Steven Spielberg, que en los setenta reconciliaría al gran público con Hollywood, sacando a los estudios Universal de una segura bancarrota, gracias a películas francamente entretenidas, rodadas con una habilidad extraordinaria, saltaba a la palestra para vender la moto de un subproducto incalificable como Cowboys & Aliens, con lo que viene a dar la razón a Steven Bochco cuando éste descalifica al cine actual en términos tan contundentes como peyorativos.

"El cine tal y como lo conocemos está a punto de desaparecer", ha dicho el actor y director Antonio Banderas, durante la vorágine de entrevistas a las que se ha sometido con estoica paciencia para promocionar La piel que habito, última creación de Almodóvar. Y su voz se suma a un clamor que empieza a adquirir los tonos oscuros y elegíacos de una oración fúnebre.

Incapaz de sobreponerse al eterno dilema arte/negocio, que los grandes magnates del celuloide (los Samuel Goldwyn, los Louis B. Meyer, los Jack Warner, los David O. Zelnick, los Harry Cohn, los Darryl F. Zanuck) supieron sortear ágilmente con grandes dosis de intuición y toneladas de verdadero talento, invertidas a través de toda la cadena productiva, el cinematógrafo languidece en la prolongada agonía de un lenguaje fabuloso que hace tiempo agotó todas sus posibilidades.

En cambio, la televisión, que es un hijo bastardo cuya paternidad es imposible atribuir a nadie en particular, vive su época más gloriosa, ya que, en virtud de la fórmula del cable y de la diversificación de canales especializados, las series dramáticas cuentan con recursos que no dependen en exclusiva de la publicidad, por lo que el espectador no está condenado a la pertinaz tortura de los anuncios cada quince minutos y los episodios se desarrollan sin interrupción, con la fluidez y la continuidad que antes eran exclusivas del relato fílmico.

Mientras el público adulto deserta de las salas de proyección, cada vez más parecidas a lujosos barracones de feria de último diseño, instalados en enormes centros comerciales (verdaderos templos de la Iglesia del Consumo), estos espectadores, educados en una cultura audiovisual de hondas raíces literarias y no en los videojuegos, encuentran en la actual televisión a la carta el confortable y estimulante refugio que les reporta un medio en el que pueden escoger y paladear con total libertad (en la mayoría de los casos, sin la tiranía de los cortes publicitarios) dentro de un extenso catálogo de géneros y de productos de la más alta gama: desde la franquicia de los C.S.I, pasando por las exquisitas piezas de orfebrería que hallamos en House o Anatomía de Grey, hasta llegar al grado de perfección casi absoluta que alcanzan obras maestras como The Wire, Mad Men o Boardwalk Empire.

Confieso que me he resistido durante muchos años a caer en esta plácida complacencia (y dependencia) televisiva y he eludido el menor contacto con sus ficciones seriadas, que siempre observé, con cierto desdén y no pocos prejuicios, desde una más que prudente distancia. De esta manera, me privé de disfrutar de algunos de estos dramas por entregas que hoy merecen la consideración de clásicos: Urgencias, Perdidos, A dos metros bajo tierra, Expediente X, El ala oeste de la Casa Blanca, Ley y orden, 24 o la ya citada Policías de Nueva York.

Perteneciente a esta primera hornada de títulos esenciales que contribuyeron a apuntalar la nueva Edad de Oro que ahora vive la pequeña pantalla, destaca en un lugar prominente y exclusivo Los Soprano, la saga sobre una familia mafiosa de Nueva Jersey con la que la cadena por cable HBO emprendió su peculiar ascenso a la cumbre.

Mientras permaneció en antena, entre enero de 1999 y junio de 2007, nunca despertó en mí mayor interés. A pesar de la veneración que le profesaban sus fieles seguidores, entonces pensaba que ni la temática, ni el tono, ni el estilo de una serie de televisión podía igualar ni, por supuesto, superar el grado de plenitud que puede conseguir una buena película. Además, en el caso de Los Soprano, las concomitancias y el paralelismo que se podían establecer (y de hecho se establecen) con el mejor cine de mi admirado Martin Scorsese (el de Malas calles, Uno de los nuestros, Casino o Infiltrados) resultaban tan obvias y evidentes (tan es así que hasta 27 actores del elenco de Uno de los nuestros aparecen en Los Soprano) que menosprecié las presuntas virtudes del serial creado por el guionista y productor David Chase, responsable también de la deliciosa y minoritaria Doctor en Alaska.

Lo cierto es que han tenido que pasar cuatro años desde la emisión del último de sus ochenta y seis capítulos (de un total de seis temporadas) para que, gracias al DVD (junto al transistor, tal vez el más maravilloso electrodoméstico inventando nunca), haya descubierto y reconozca la sensacional contribución que Los Soprano ha supuesto no sólo para el medio televisivo sino también para la cultura (con mayúsculas) de nuestro tiempo. 

"Es una historia excelente de proporciones eminentemente griegas: una historia compleja sobre un coloso frágil, cruel y contradictorio que colapsa lenta y necesariamente, un titán desmedido, bello y repugnante que declina despacio e insonoro, imagen ralentizada y hermosa del descarrilamiento de un tren. Seamos cautos. Pese a todo, guardemos las distancias: Tony Soprano no es un héroe, desde luego, y muchísimo menos un héroe griego, pero lo cierto es que apunta maneras y, lo que es más importante, goza de aquello que convierte a los héroes mitológicos en materiales preciosos dignos de representación: una mortalidad irreversible combinada con cierto fulgor malvado, cierta apariencia de invulnerabilidad física e indestructibilidad […] Tony parece más bien una versión simultánea de Teseo y el Minotauro, un híbrido entre el héroe y el monstruo, el terror pausado y sutil del guerrero combinado con la inocencia del animal salvaje que ruge y desmembra", afirma atinadamente el profesor de Filosofía, Iván de los Ríos, en Mitología y desencanto. Una introducción a Tony Soprano, sin duda, el más interesante de los textos que figuran en el volumen de autoría colectiva Los Soprano Forever. Antimanual de una serie de culto (Madrid, Errata Naturae, 2009).

En otro pasaje de su exposición, el profesor De los Ríos recurre a Aristóteles (Poética, 1448b 4-15) para argumentar la atracción que despiertan las repulsivas criaturas que pueblan este magistral retrato de conjunto de los estratos más cutres (y horteras) del crimen organizado:

"Parecen haber dado origen a la poética fundamentalmente dos causas, y ambas naturales. El imitar, en efecto, es connatural al hombre desde la niñez, y se diferencia de los demás animales en que es muy inclinado a la imitación y por imitación adquiere sus primeros conocimientos, y también el que todos disfruten con las obras de imitación. Y es prueba de esto lo que sucede en la práctica: pues hay seres cuyo aspecto real nos molesta, pero nos gusta ver su imagen ejecutada con la mayor fidelidad posible, por ejemplo, figuras de los animales más repugnantes y de cadáveres".

Y, al tratarse de Los Soprano, imagen recreada a partir de hechos y personajes casi reales, carne y huesos, es inevitable insistir en Aristóteles y en la distinción que el discípulo de Platón establece entre los dramaturgos Sófocles y Eurípides, en el sentido de que, mientras el primero reproduce al hombre como nos gustaría que fuese, el segundo lo representa tal y como es, que es exactamente lo que David Chase y su insuperable equipo de magníficos guionistas se limitan a hacer en esta serie sobre crímenes, asesinos y castigos, proporcionándonos con ello una radiografía impecable e implacable de la perversa, desconcertante, miserable y despiadada naturaleza humana.

Muchísimos son los grandes aciertos que apreciamos en esta obra formidable (el ejemplar dominio del ritmo narrativo, la increíble utilización de la música, la escalofriante puesta en escena, la audaz e insuperable sobriedad de su realización aunque sean varios los directores que se turnen en este cometido, la hermosa textura de la fotografía, la plasticidad apabullante de los planos finales con que se cierra cada episodio, el memorable reparto o la brillantez asombrosa de los diálogos), si bien merece un elogio aparte el colosal, admirable, trabajo de composición desarrollado por su actor principal, James Gandolfini (por favor, si les entra curiosidad después de leer esto, escuchen la serie en versión original, con subtítulos), cuya interpretación llega a resultar tan intensa y su máscara tan inquietante que es inevitable seguir sus correrías por la pantalla sin que a uno le asalte, a cada paso, una extraña mezcla de escalofrío, compasión y asco a partes iguales.

"Se levanta airado de un sillón y parece que viene hacia nosotros. Emerge de su dormitorio en camiseta, en calzoncillos, descalzo, envuelto en un flojo albornoz, y su irrupción es una inmediata amenaza, una ocupación inapelable del espacio disponible, del aire que se puede respirar. Quieto, mirando de soslayo, el labio inferior ligeramente caído, emite una tensión magnética, una cruenta posibilidad de violencia que estallará ante la provocación más trivial -escribe Antonio Muñoz Molina (El País, 30 de agosto de 2004)-. Basta verlo comer para que dé miedo: el torso muy adelantado, la cabeza inclinada entre los hombros, en una actitud de embestida, los gruesos codos bien hincados sobre la mesa. La mano sujeta el tenedor como si fuera una navaja automática, el tenedor atraviesa el plato de comida con un impulso de agresión, las grandes mandíbulas mastican ejercitando la urgencia depredadora de la especie… Su presencia en la galería de los capos legendarios del cine ya es tan segura como la de Marlon Brando, Al Pacino o Robert de Niro. Sólo que ahora, acostumbrados a la vulgaridad premeditada, amenazadora y sarcástica de James Gandolfini, en estos tres actores a los que hemos admirado tanto descubrimos las costuras y las trampas de una artificiosidad que se nos vuelve incómoda".

A través de una serie de esta envergadura, que bebe además directamente de las fuentes de la tragedia clásica (y de las novelas históricas de Robert Graves sobre el emperador Claudio) y del cine de gángsters de toda la vida (aunque deba más a Wellman que a Walsh y a Scorsese más que a Coppola), la televisión adquiere definitivamente la mayoría de edad y demuestra que, al igual que la novela por entregas, lejos de sepultar al género narrativo, lo revitalizó hasta hacerlo inmensamente popular, las buenas historias tienen cabida en la pequeña pantalla pese a que hayan desaparecido de la pantalla grande.

Y, para terminar, una doble advertencia a aquellos que se atrevan a adentrarse en el fascinante universo de Los Soprano, que es una especie de purgatorio e infierno en el que no hay sitio ni para la bondad ni para la esperanza (la casi totalidad de los personajes que desfilan por aquí son seres mezquinos, crueles, enfermos o desdichados o todo en uno): esta fábula cruda y amoral crea una cierta adicción en el espectador, que avanza glotón e insaciable, capítulo tras capítulo, perdiendo la noción del espacio y del tiempo, hasta llegar al final, que recibe con asombro y estupefacción. Porque, sin lugar a dudas, lo único decepcionante en esta obra modélica (lo que precisamente saca a relucir las carencias y limitaciones no sólo del formato sino también del medio) es su fallida (y polémica) resolución. Tal vez debido a que, como apuntó en su momento Alexandra Stanley, en The New York Times, para Los Soprano, "no había un buen final posible". 

Archivado en:

Publicidad
Comentarios (0)
Publicidad

Últimas noticias

Publicidad

Lo último en blogs

Publicidad