A Benito Mussolini le esperaba un giro imprevisto del destino, en un paso montañoso, en las proximidades del pueblo de Dongo, cuando pretendía huir a Suiza. Viajaba de incógnito, uniformado de soldado alemán, en el interior de un vehículo de transporte de tropas. El convoy fue interceptado por un grupo de partisanos de la Brigada Garibaldi. Estamos en las primeras horas del 27 de abril de 1945 y la derrota del III Reich es cuestión de días. Así que los combatientes de ambos bandos llegan a ese punto de hartazgo en que la muerte carece ya por completo de sentido. Los guerrilleros comunistas permitieron marcharse a los militares germanos a cambio de que dejasen en tierra a todos los italianos que viajaban camuflados entre ellos. Al descubrir la presencia del Duce, los partisanos pidieron instrucciones al comando más próximo, situado en Milán. En cuestión de horas, se presentan en el pueblo de Dongo unos cuantos mandos intermedios que llegan con la orden de fusilar a Mussolini lo antes posible. Por expresa voluntad propia, la amante de éste, Clara Petacci, decidió reunirse con el líder fascista poco antes de que lo trasladasen a una finca, en Giulino di Mezzegra, donde la mañana del 28 de abril el ex maestro de escuela fue ametrallado junto a la única mujer a la que quizá amó en toda su convulsa existencia.
El verdadero motivo de la fulminante ejecución de tan feroz fantoche y de su concubina hay que buscarlo en el hecho de que los partisanos temían, no sin razón, que la entrega de Mussolini para su posterior procesamiento ante un tribunal internacional (lo que hubiera sido del gusto de las potencias aliadas) supondría, a la larga, la imposibilidad física y jurídica de que éste reparase siquiera una mínima parte del daño causado al país y a sus paisanos.
Al día siguiente de su muerte, los cadáveres de Mussolini y Petacci fueron llevados a Milán en cuya plaza Loreto quedaron expuestos a la furia salvaje y resentida de una turba incontrolada que, al cobijo del anonimato de la multitud, dejó los cuerpos irreconocibles: cosidos a golpes y escupitajos. Luego, las improvisadas fuerzas del orden procedieron a colgarlos bocabajo del techo de una gasolinera, igual que si se tratara de reses tumefactas.
Nada más enterarse del infeliz desenlace de su colega, Adolf Hitler tomó la firme determinación de que tanto él como Eva Braun no serían capturados con vida por las fuerzas enemigas y ordenó que ambos fuesen incinerados después de ingerir unas dosis letales de cianuro (ella) y de descerrajarse un tiro en la sien (él). Algo que sus ayudantes cumplieron meticulosamente, mientras las huestes del Ejército Rojo de Stalin tomaban Berlín a sangre y fuego.
Resulta inevitable que tales episodios históricos vuelvan a la memoria, como la huella borrosa de una atroz pesadilla, mientras uno contempla, entre la repugnancia y una inevitable compasión, el terrible linchamiento de Muamar Gadafi que, a punto de ser sacrificado en el altar de la Bestia, muge con un hilo de voz, de cochino que siente la punta de la navaja del matarife, y reclama inútilmente piedad. "Tened clemencia. ¿No conocéis la clemencia?", susurra, encarnecido y humillado, apenas audible, mientras las fieras de la jauría le gritan, le golpean, le sodomizan, en el eterno ritual de la barbarie, principio y fin de casi toda tiranía, sobre el que se asienta esta especie humana tan repulsiva, tan depravada, tan nuestra.