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El callejón
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Réquiem por un campeón

Aquí tienen, en su integridad, el documental “Thriller en Manila” (2008). Realizado por John Dower, es la sobrecogedora crónica del tercer y último combate entre Muhammad Alí y el recientemente fallecido Joe Frazier, celebrado en 1975.

Casi al mismo tiempo que los líderes de las dos principales fuerzas parlamentarias de este país escenificaban el simulacro de un combate dialéctico, en la antesala de las inminentes elecciones generales, que reunió todos los rasgos propios del tongo (donde el presunto intercambio de golpes no deja de ser un juego teatral e incruento de gestos histriónicos, falsas escaramuzas y descalificaciones pactadas de antemano), el ex campeón mundial de los pesos pesados, Joe Frazier, agonizaba en la cama de un hospicio de Filadelfia, a los sesenta y siete años de edad, devorado por un cáncer de hígado, después de haber sido medalla de oro en las Olimpiadas de Tokio, de haber ganado treinta y dos de sus treinta y siete peleas como profesional, de ser el primer púgil en derrotar al más increíble boxeador que haya conocido la historia contemporánea, de haber alcanzado la cima dentro de su especialidad deportiva con la visión dañada de uno de sus ojos, de haber engendrado nueve hijos y de consumir sus últimos años durmiendo en un cuchitril, en la parte alta de su propio gimnasio, donde, hasta casi el final, estuvo dando lecciones a chicos de clase humilde que, como él, tratan de ganarse su propio lugar en el mundo a puñetazos.

A pesar de su innegable brutalidad, que merece la repulsa y condena de cualquier ser humano dotado de un mínimo raciocinio, el boxeo conserva intacta algo de su pureza y honestidad originarias, de la fuerza irresistible que nos recuerda quiénes somos y de dónde venimos. Por eso, el pugilismo, como práctica profesional legalizada, resulta mucho más respetado (y respetable) que la política, ya que su naturaleza destructiva está íntima y estrechamente relacionada con la innata condición depredadora del hombre.

El boxeador hace uso reglamentado de la violencia como una respuesta instintiva y guiado por el impulso primario de supervivencia. Sin embargo, por término medio (es decir, salvo contadas excepciones), el político, si bien es una forma mucho más evolucionada y en un estadio muy superior del mono que aún llevamos dentro, resulta bastante más perjudicial, nocivo y peligroso para la sociedad y su ansia (insaciable) de dominio, de poder y de control sobre los demás (que lo llevan a anteponer este único fin a cualquier clase de medios empleados para lograrlo) pervierten el ejercicio de un cargo público hasta hacer de ello una actividad especialmente amoral, insidiosa e innoble.

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