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El callejón
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La jauría vuelve a la calle

La jauría de analfabestias que abusaron de una muchacha de diecinueve años, en un portal, con nocturnidad y alevosía, en el transcurso de las fiestas de San Fermín, logró, finalmente y con el beneplácito de dos jueces incalificables y de un tercero que mostró total indiferencia ante la consumación de unos hechos tan viles como asquerosos, eludir, por ahora, la condena privativa de libertad, arguyendo en su defensa (¿) poco menos que la víctima fue partícipe complacida y complaciente de su propia violación.

La jauría intenta justificar lo que no sigue mereciendo sino desprecio y debía haber recibido la mayor y más severa de las penas.

La jauría es una vergüenza, un oprobio, una deshonra para quienes concibieron, gestaron, parieron, criaron y comparten ADN con semejante escoria.

La jauría es un forúnculo miserable, de carne tumefacta y despreciable, que tendría que ser expurgado e incinerado, después de borrar todo su rastro de basura de la faz de la tierra.

Sin embargo, tristemente, nada de esto sucederá.

Porque, en el fondo, tal y como ha quedado demostrado en la sentencia y en la reciente puesta en libertad de esta panda de indeseables, en el oscuro pozo de tinieblas, que es la maldita simiente de nuestra desgraciada especie, anida un autodestructivo instinto de serpiente, el estigma de Caín, el aliento pútrido de una raza degenerada y sin esperanza alguna de salvación.

La jauría (y con ellos todos quienes los amparan, absuelven y aplauden) nos define.

Nos retrata.

Nos señala con ese dedo repugnante, que no se sabe si es aguijón, garra o zarpa, que acaba de dejar su hedionda huella en la cochambrosa toga con la que hoy la Justicia española trata de ocultar inútilmente su vergüenza. 

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