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El callejón
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Dios bendiga a América

Al contrario de lo dicho por Obama, el guionista Aaron Sorkin no cree que EE.UU. sea el mejor país del mundo. Así lo expresa con rotundidad, a través del periodista Will McAvoy (Jeff Daniels), en el primer capítulo de la excelente serie “The Newsroom”.

Hace cuatro años las ilimitadas expectativas de que, por vez primera, un ciudadano de raza negra ocupara el despacho Oval de la Casa Blanca despertaron una enfebrecida ola de optimismo en todo el planeta que ahora, reventada por completo la burbuja de falsa prosperidad que el neocapitalismo había inflado con créditos e hipotecas basura y con el apetito insaciable de los grupos de poder que, en el fondo, rigen nuestros destinos, ha convertido la reelección de ese mismo hombre en una noticia previsible, carente del aura trascendental e histórica que se le otorgó a su primer nombramiento.

            Respaldado por un triunfo incontestable, Obama volvió a comparecer ante la multitud con su longilínea prestancia de líder sereno, firme, feliz. Y pronunció, de nuevo, otro discurso perfecto, magníficamente interpretado, ante un auditorio rendido a sus pies y deseoso de que todas y cada una de las palabras que saliesen de sus labios merecieran ser esculpidas en el mármol pétreo de la posteridad.

            Sin embargo, la deslumbrante y sobria puesta en escena (en la que no faltaron ni el habitual confeti ni los acordes del We take care of our own, de Bruce Springsteen) no pudo hacer olvidar los claroscuros de un mandato en el que el presidente demócrata apenas puede presumir de una tibia reforma sanitaria, del rescate bancario (que, en esencia, consiste en ayudar a aquellos que más han contribuido a provocar el peor desastre financiero después de la Gran Depresión) y de la captura y ejecución de Osama Bin Laden (operación secreta que tanto recuerda a una película de Chuck Norris y sus entrañables Delta Force).

            Tan paupérrimo balance (no creo que sea menester incluir aquí el Nobel de la Paz que los suecos le concedieron por motivos que ni el difunto Ingmar Bergman entendería) sobrevoló como una sombra incómoda el discurso (excelso en la forma y huero en el fondo) con que Barack Obama asumió el pasado martes la concesión de una segunda legislatura porque así lo han querido las urnas. Tal vez insatisfecho de su labor en estos últimos cuatro años, el ex senador norteamericano se mostró conciliador, tendió la mano a sus rivales republicanos (que encarnan el lado más oscuro de la Fuerza, como diría George Lucas), trató de transmitir ilusión ("Lo mejor está por venir", llegó a afirmar el presidente electo), invocó el espíritu de JFK ("No se trata de esperar lo que el país pueda hacer por ti, sino de ver lo que tú puedes hacer por tu país") y, por supuesto, insistió en reclamar la ayuda de Dios para que lo libre de todo mal, después de proclamar, sin rubor (ni pudor) alguno, que EE.UU. sigue siendo la nación "más grande del mundo". Desmedida hipérbole -pensará Más de uno- ya que tal supremacía corresponde por derecho propio a Cataluña.

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