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El callejón
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Mutis por el foro

Su octogenaria figura, renqueante, desguarniada, maltrecha, apunta a la sombra de quien fue distinguido con la corona de una estirpe frecuentada por la enfermedad, la ineptitud, la promiscuidad y la estupidez.

Vivió una infancia de exilio y estrecheces, manchada por la tragedia, que no ha de faltar en ninguna dinastía que se precie de alcanzar el poder y la gloria a través de la endogamia y la intervención de la Divina Providencia.

La guerra civil lo condenó a destronar al padre antes de tiempo y el dictador, que jamás aceptó entregar el testigo a su progenitor, hijo, nieto y bisnieto de reyes, lo adoptó como el vástago que nunca tuvo.

Sucedió al tirano en vida de éste y fue debidamente aleccionado para garantizar (y blindar) la presencia de su familia dentro de una democracia parlamentaria.

Él, que no se fio de nadie porque acaso sabe con certeza que la suya es una casta condenada a desaparecer en el polvo de la Historia, prolongó hasta lo indecible (y lo aconsejable) su permanencia en el trono y, en el lapso de cuatro décadas (infinito tiempo para la corta existencia de cualquier hombre, apenas un parpadeo en el devenir de la humanidad), ha acumulado (fuera de su reino) propiedades y riquezas que impedirán que sus hijos y los hijos de sus hijos emprendan la huida con una mano delante y otra detrás, como sí les ocurrió a sus padres.

Hoy, desprovisto de la corona y de la dignidad y pleitesía que a ésta se le brindan, el rey Juan Carlos es un anciano, triste, decrépito y con el corazón remendado, que hace meses abandonó el escenario sin mascullar ni tan siquiera unas pocas palabras con la torpe dicción que lo hiciera tan parodiable y a la vez tan popular, ya que nada resulta tan merecedor de lástima de sus súbditos como un monarca que, como él, no ha hecho nunca el menor esfuerzo por aparentar que lo es.

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