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El callejón
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El ídolo caído

“David Millar: pedaleando en la oscuridad” es el título del reportaje emitido dentro del programa “Informe Robinson”, el pasado mes de septiembre, donde el ciclista escocés relata su ascenso y caída (y posterior recuperación) a causa del dopaje.

A mi hermano Míguel, ciclista aficionado, ciclista de verdad

Con una puesta en escena tan solo al alcance de las grandes celebridades de Hollywood, el mea culpa entonado la semana pasada por el ex ciclista Lance Armstrong, ante la mirada, entre inquisitorial y compasiva, de Oprah Winfrey (que es una especie de María Teresa Campos afronorteamericana, aunque mejor actriz y con muchísimo más dinero), fue el epílogo bochornoso y sonrojante (con lagrimitas de cocodrilo incluidas) a uno de los mayores fraudes que haya conocido el deporte profesional desde el ascenso (meticulosamente calculado) del gigantesco (y grotesco) Primo Carnera de hombre forzudo de circo de segunda a la cúspide de los pesos pesados del boxeo en la década de los treinta del pasado siglo.

En el caso de Armstrong, nadie pone en duda las excelentes cualidades físicas que éste poseía antes de que, en octubre de 1996, se le diagnosticase el cáncer que lo apartó de la alta competición durante un par de años. De hecho, en 1993, en Oslo, bajo una intensa lluvia, el tejano se alzó con el campeonato del mundo de fondo en carretera y se impuso en la meta sobre Miguel Induráin, quien entonces dominaba el ciclismo con una superioridad incontestable, absoluta aunque no absolutista. No obstante, es más que probable que ya entonces Armstrong se dopara, como lo hacían la mayoría de corredores en el pelotón internacional, incluyendo al coloso de Villaba, que siempre ha mantenido un discreto y significativo silencio al respecto.

Obligados a realizar proezas fuera del alcance del resto de los humanos, los ciclistas (casi todos) han tenido que recurrir a la ayuda extra que brinda la farmacopea con el fin de mejorar su rendimiento. Ningún campeón está libre de sospecha y el que presuma de lo contrario o miente con descaro o ignora cómo se las gastan los patrocinadores, ciertos directores deportivos (desaprensivos e inmorales, como la inmensa mayoría de políticos en ejercicio), determinados médicos que se descojonan literalmente del juramento hipocrático y los propios organizadores de las carreras, que necesitan de las jeringas y de los esteroides para inflar de épica y leyenda una práctica deportiva que agoniza por carecer de un mínimo de integridad y de escrúpulos.

Hace demasiado tiempo que el ciclismo se convirtió en una versión siniestra del circo romano, herido de muerte por la ambición monetaria y por los ingresos publicitarios, que es lo que, en definitiva, ha terminado desenmascarando a Lance Armstrong: un gladiador de pega, un superhéroe de cómic postizo, un ídolo caído, al que, al final, le pasó factura su enfermizo afán de protagonismo, su desmedida sed de gloria ("La victoria y el fracaso son dos impostores", como diría Kipling) y la carencia de generosidad con sus propios compañeros (que lo han apuñalado con vileza y cobardía después de ser partícipes de la farsa) y con sus rivales, con los que nunca quiso compartir ni siquiera las migajas del triunfo.

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