En memoria de Enrique Jardiel Poncela
Papa Pancho, Papa Pancho,
tú, que adoras las hamacas,
y el mate, y el juicio ancho,
recibes ahora, en plenas resacas
de pútridas olas y a deshoras,
a nuestro Sanchísimo lebrancho,
que (como tú) es otro heraldo de Cuba y Caracas:
el infecto ensueño en que moras
mientras mueves las maracas
y rezas tan pancho
¿a quién, Papa Pancho?
¿Quién te sirve el rancho?
¿Quién es tu dueño?
¿Cuál tu empeño,
Papa Pancho?
Papa Pancho, ¿arrugas el ceño?
Menos humos y fumatas,
que ante Dios (?), cual ratas,
todo hombre es pequeño,
que tanto Él como vos
(incluso Sánchez, ese leño)
sois un sueño,
que tú como (yo o) tu dueño sos
el sueño de una sombra,
que es de la nada alfombra,
Papa Pancho,
como tu amigo Sancho,
ese fantoche, ese tirano chancho,
ese mendrugo,
aprendiz de verdugo,
ese elegante tarugo
que no ha leído ni a Víctor Hugo,
que es de la mentira engrudo
y del globalismo felpudo.
Qué par, qué dos, y falta El Chepudo
para cerrar el nudo
gordiano de esta trinidad fatal,
de tan infernal embudo,
que el verbo se hizo carne letal
y el porvenir se traga crudo
y que de todo bien nos libra
para perpetuar el mal.