A Valentín Jorge Sánchez, Robi, a su esposa e hijos
El pasado miércoles, mientras contemplaba con desabrido aburrimiento el devenir, entre previsible y soporífero, de los dos últimos encuentros de cuartos de final de la Copa de Europa (eso de Liga de Campeones suena tan fatuo y vacío como los comentarios de Jorge Valdano, en los que aprecio tantas propiedades narcóticas y terapéuticas como al lorazepam), la realidad me mordisqueó los dedos de la mano con la precisión de un arácnido y la pantalla del móvil me dio la mala nueva, no por esperada, menos dolorosa: había fallecido Valentín Jorge Sánchez, ‘Robi’, ex-jugador del Atlético de Madrid, a quien tuve el honor de conocer, por mediación de su hijo Luis Jorge Benesey, el sábado 24 de mayo de 2014.
Una semana antes, el Atleti se había proclamado campeón de Liga por décima vez en su historia, al empatar a uno en el Camp Nou, contra el mejor Barcelona de la historia reciente, en un emocionante duelo al que llegábamos con tres puntos de ventaja sobre la temible escuadra local. La testa de Godín, al inicio del segundo tiempo, había neutralizado el golazo anterior, anotado por el chileno Alexis a la media hora de partido. Aquello fue el brillante (y agónico) colofón a la segunda temporada completa en la que Diego Pablo Simeone dirigía al cuadro colchonero.
Había sido el desenlace feliz y merecido a un año fantástico e irrepetible que tendría como inmejorable guinda la celebración en Lisboa, siete días después, de la final de la Copa de Europa frente a… Pero no quiero que me lleven los demonios, ya que hoy solo quiero hablar de buena gente, de gente sufrida (a la que nadie regaló nunca nada), de gente solidaria y leal (que arropa a los suyos aunque pinten bastos y lluevan piedras).
Valentín Jorge Sánchez (Granada, 9 de enero de 1951), centrocampista de baja estatura pero robusta consistencia, se personó en el Vicente Calderón la mañana del 14 de mayo de 1976 para ser presentado a sus nuevos compañeros y a su entrenador, Luis Aragonés, quien, al final de esa sesión preparatoria, dio la lista de convocados para el inminente duelo liguero contra el Madrid.
Conocido familiarmente como Robi, Valentín Jorge recaló en la rivera del Manzanares procedente de la Unión Deportiva Salamanca, donde, durante cuatro años, contribuyó con su fútbol de garra, entrega, velocidad y buen disparo a la imparable progresión de un club modesto que había pasado en tan corto período de tiempo de Tercera a Primera División.
Robi, que, como Del Bosque (salmantino de cuna) o el propio Luis, perteneció a la cadena de filiales del Real Madrid y pasó por varias cesiones, se había emancipado de la casa blanca la temporada anterior, era hijo y sobrino de futbolistas: su padre, conocido con el apelativo de Sosa, jugó varios años en el Granada, y dos tíos paternos suyos, identificados por su primer apellido, Jorge, militaron en las plantillas, respectivamente, del Atlético de Madrid y del Español. Con cuatro años la familia de Robi se trasladó a vivir a Tenerife y en la isla el chico aprendió a jugar a la pelota.
Robi, por el que el Atlético había pagado al Salamanca la nada despreciable cantidad de 23 millones de pesetas de 1976, recaló en el equipo rojiblanco para afrontar la complicadísima empresa de hacer olvidar a Adelardo Rodríguez, eterno capitán de las huestes rojiblancas y jugador que durante décadas ostentó el récord de haber sido quien más veces se enfundó la camisola de las rayas canallas: quinientas cincuenta y una, en diecisiete temporadas [hazaña solo superada este mismo año por el primer capitán de la actual plantilla, el vallecano Jorge ‘Koke’ Resurrección]. Y, a su manera, con su estilo aguerrido aunque no exento de técnica, Valentín Jorge cumplió con creces. Permaneció cinco años en el Atleti, jugó ciento nueve partidos, anotó siete goles y participó en la consecución de la última Copa del Generalísimo (en 1976) y del campeonato nacional de Liga de 1977, obtenido matemáticamente tras cosechar un empate en el feudo del eterno rival el 15 de mayo, en un domingo en el que el Atlético presentó esta alineación, en la que Robi fue titular, luciendo el número 6 a la espalda: Pacheco, Marcelino, Benegas, Pereira, Capón, Robi, Alberto, Leal, Ayala, Rubén Cano y Bermejo.
En 1981, a pesar de haberse reencontrado con su mentor deportivo, José Luis García Traid, el Atlético estaba sumido en las convulsas aguas del nefasto periodo presidencial de Alfonso Cabeza y el futbolista granadino, hijo de un tinerfeño emigrado a Andalucía en los años del hambre, emprendió un peregrinaje personal que lo llevó de equipo menor en equipo menor y, una vez colgadas las botas, a una errante trayectoria como entrenador de segunda fila que hubo de buscarse los garbanzos en la Tercera División catalana hasta que retornó a la Isla Picuda.
Aquí, en su tierra de adopción, Robi vivió su periplo más feliz en los banquillos, justo al frente del juvenil del Club Deportivo Tenerife: estamos en la época más gloriosa de los blanquiazules, cuando a mediados de los noventa disputaron la semifinal de la Copa de la UEFA contra el Schalke 04 y su fútbol de toque y vertiginoso (muy pocos reconocen el mérito indiscutible de Jupp Heynckes) enamoraba a propios y extraños. Pero ese tiempo de esplendor en la hierba también tenía fecha de caducidad y al bueno de Robi, en mayo de 1999, le tocó el ingrato papel de comandar una nave que, en la recta final del campeonato, estaba condenada al naufragio.
Valentín Jorge Sánchez hizo lo que pudo pero el Tete se fue al infierno de Segunda, del que apenas ha vuelto a sacar la cabeza en un par de ocasiones fugaces, en los últimos veintidós años, como si se tratara de un Sísifo en versión chicharrera, resignado a consolarse con breves treguas durante la eterna tortura de su condena.
Sin embargo, la vida le deparó a Robi un tormento aún peor y más cruel. El último tramo de su vida fue víctima de un proceso irreversible de deterioro cognitivo que lo fue consumiendo en una delgadez imparable (que convirtió en una sombra su estampa de potente centrocampista de esfuerzos titánicos y de un coraje a prueba de golpes y de conmociones cerebrales: sufrió varias de ellas a lo largo de su trayectoria profesional) y, lo que es peor, le fue borrando los recuerdos, le fue arrinconando en una estancia cada vez más aislada de su mente, hasta la que llegaban, como tenues e intensos fogonazos de luz, los cuidados constantes de su esposa (profesora de Secundaria, a quien Robi conoció y de la que se enamoró sin remedio durante su glorioso periplo en el Salamanca) y del cariño de sus dos hijos y nietos.
A Robi lo visité en su casa de El Sauzal la mañana del día en que su ex-equipo afrontaba la segunda final de la Copa de Europa en su historia. Sobra recalcar que aquel encuentro resultó, a la larga, el más hermoso y emocionante pasaje vivido en todo el día. Como fue constatar la naturaleza rebelde e inconformista de un hombre que jamás se plegó a las exigencias caprichosas de nadie (lo que le costó no ir convocado al Mundial de Argentina, en 1978, cuando se había ganado el puesto) y que fue de los primeros jugadores en reivindicar mejoras económicas en la España postfranquista, en la que los clubs, en muchos aspectos, funcionaban como auténticas compañías negreras (o negreiras, como lo prefieran).
Cinco años después de aquella visita, cuando pisé por ver primera (y hasta hoy última) el Nuevo Metropolitano, me vi a mí mismo como una especie de Elie Walach, en bermudas y veraniego, recorriendo con la misma enloquecida ansiedad que él, entre las tumbas de Sad Hill, al final de El bueno, el feo y el malo, mientras buscaba el nombre de Robi (y el de Miguel González, ‘Fife’), entre las placas que alfombran el Paseo de las Leyendas, en la avenida Luis Aragonés (¿Quién si no, eh?).
Como escribí entonces y vuelvo a hacer ahora: te recuerdo, Robi.
Descansa en paz, junto a tus ex compañeros y tus ex entrenadores, en el Tercer Anfiteatro del Vicente Calderón, que es como un tercer peldaño, modesto y apacible, que lleva a la eternidad.