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El callejón
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La gran bufonada

Desde tiempo inmemorial (ahora que la memoria se legisla, lo que es pretensión similar a regular vía decreto el amor o el tedio, que, por otra parte, es la forma de vacío habitual en la que desemboca el odio; amor y odio: rostros ambivalentes de la misma luna) siempre se dijo que la gran virtud del diablo es hacer creer que no existe. A contrario sensu habría que reconocer que el defecto principal de Dios es no mover un solo dedo (esa divina pereza dominical) para mostrar su existencia (a tal efecto, a muchos nos valdría con que alzase incluso el medio). Y entre ambas paradojas (que son como las luces de localización de un Lada de segunda mano en mitad de un túnel de dirección única, envuelto en la niebla) transita indecisa, nerviosa, expectante, la vida humana hasta que la cuerda se rompe y dejamos de funcionar como un simple muñeco en manos de la fatalidad o del destino, que para eso son primos hermanos al compartir raíz etimológica.

Quienes no tenemos otro remedio que ganarnos el pan con el sudor de nuestra frente (solo unos pocos se enriquecen a costa del sudor de los demás) y lo hacemos en un país que lleva varios siglos intentando con denuedo destruirse a sí mismo (al principio por ignorancia, más tarde por insensatez y en las dos últimas décadas por verdadera idiocia) nos encontramos condenados a la melancolía, al desaliento y a la absoluta convicción de que los asuntos públicos (o de interés general) han permanecido demasiado tiempo en las pezuñas de auténticos acémilas (en el más benévolo de los casos) cuando no de genuinos puercos (en el peor y más orwelliano de los supuestos).

Sin embargo, basta con echar un vistazo a la foto de familia de la reunión de líderes mundiales del denominado G-7 para caer en la cuenta, en la siniestra y cruel cuenta, de que, quizá por primera vez en su ya milenaria historia, España no está sola en el escenario internacional de la infamia. El constante y pertinaz ridículo que protagonizan día sí y día también la selecta pléyade de cretinos, corruptos e incompetentes miembros y miembras de su gobierno encuentra fraternal acomodo entre el actual panorama de presidentes y primeros ministros de las principales potencias, ya que parecen literalmente sacados de un guion escrito por Rafael Azcona (con resaca) y perpetrado (como muchos de sus filmes, que no se dirigen ni se realizan: se perpetran) por Marco Ferreri.

Además, para darle la pizca justa de impudor e irreverencia, la semana pasada no faltaron a la cita en Borgo Egnazia, Fasano, ni el Papa Pancho, a bordo de una silla de ruedas (en un guiño entrañable a José Isbert en El cochecito); ni su diminuto e iracundo compatriota (hobbit con patillas, ojos canijos, cabellera leonina y lengua encendida); ni Emmanuel Macron, vanirroto con alzas, nieto de su mujer y ahijado de los Rothschild, estirpe de origen centroeuropeo enriquecida generación tras generación gracias a que financia a los contendientes de todas las guerras; ni el británico Rishi Sunak, un inepto gobernante con menos de dos años en el cargo y una esposa que ha quintuplicado su fortuna familiar merced a la información privilegiada que maneja su marido en el número 10 de Downing Street; ni Justin Trudeau, otro insigne mamarracho a sueldo de organismos y corporaciones que hacen de Canadá un sayo a su medida; ni la pérfida y despiadada Úrsula von der Leyen, responsable máxima, entre otros desastres, de la catastrófica política europea frente a la Covid-19 y lacaya de lujo de la industria farmacéutica (con sus milagrosas, inservibles y fatídicas vacunas) para la que, curiosamente, trabaja su esposo; ni, por supuesto, Joe Biden, cuya estampa de anciano ausente, aturdido como un púgil grogui en el ring, despertó la piadosa conmiseración de la anfitriona, Giorgia Meloni, quien tomó la gelida manina del carcamal, mientras el resto de la troupe pasaba olímpicamente del viejo, que apenas es ya un espantajo, envoltorio de huesos con pañales, un depravado esqueleto a quien sostienen, ocultos siempre entre bastidores, unos miserables tan monstruosos como él y, como él, habitantes de esa zona en penumbra, de esa oquedad funesta, donde se mueven con total impunidad las cucarachas y los traidores.

A semejante cuadro, tan grotesco como esperpéntico si en el fondo no fuera un siniestro coro de seres mezquinos y deleznables, le faltó el toque distinguido de un soberano o soberana para completar la bufonada aunque, en honor a la verdad, ninguno de ellos ni de ellas estaba invitado a la cita (no así a la última sesión a puerta cerrada del Club Bilderberg, a la que asistió, entre otros, otras y otres, Felpudo VI, justo en el décimo aniversario de su reinado), porque estas quedadas del G7-Las Palmas 2 no pasan de mera representación, de función de puro teatro (del malo), de farsa plebeya y sin gracia, montada para indignación y repudio de los desgraciados que aún depositamos la papeleta en una urna porque, ilusos de nosotros, confiamos en elegir, errónea y trágicamente, a aquellos y aquellas que nos representan para gestionar nuestros comunes intereses cuando, en realidad, tales sujetos y sujetas solo obedecen a los mismos amos, que, en la sombra, sirven a su vez a aquel del que hablábamos al principio: el que malvive gracias a hacer creer que no existe. Del otro, de su Antagonista, seguimos sin noticias y parece que la cosa va para largo.

Hay quien comienza a anhelar la caída de un nuevo meteorito. Aunque, por mi parte, tengo fundadas sospechas de que ni por esas conseguiríamos librarnos de Antonio. Ese repugnante individuo acéfalo, lamelibranquio, más molusco que vertebrado, huésped parasitario que se adhiere a democracias débiles y anémicas y las exprime hasta transformarlas en una cáscara vacía, terminará por enterrarnos a todos, todas y todes. Tiempo al tiempo.

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