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El callejón
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Una realidad abzurda

“Cuando hablemos de fútbol a Pelé no lo pongas nunca porque es de otro planeta”

César Luis Menotti

En su último libro, La Défaite de l’Occident, editado por Gallimard el pasado otoño y publicado en castellano por Akal en los primeros meses de este año, el polémico historiador y sociólogo Emmanuel Todd plantea sin rodeos que lo que habíamos conocido hasta antes de ayer como civilización occidental está a punto de perecer sin que, aparentemente, el suceso le importe un pepino a los principales actores implicados: la Unión Europea casi al completo y lo que este profesor califica de Americoesfera (ese trust de intereses compartidos, integrado por EE.UU., Reino Unido, Canadá, Australia y Nueva Zelanda), quienes, a su juicio, han ido vaciando de contenido a sus respectivas naciones (no hay estado sin nación ni separación de poderes), víctimas de la insaciable codicia de sus élites oligárquicas, que han degradado la democracia hasta suplantarla por una especie de plutocracia globalitaria en manos de testaferros sin escrúpulos ni carisma (seguro que se les vienen a la cabeza varios ejemplares de tales líderes y lideresas de pacotilla).

Todd (que si le quitamos la última ‘d’ es un sustantivo que en alemán significa ‘muerte’) interpreta que la destrucción del mundo que heredamos de las revoluciones liberal-burguesas del siglo XVIII ha sido progresiva e imparable debido a la nula influencia que en la vida pública (y en el comportamiento de los representantes designados para encargarse de los asuntos públicos) han ido teniendo tanto el cristianismo como el protestantismo, cuya vertiente puritana es esencial para la configuración del estado de derecho contemporáneo: conscientes de las muchas impurezas e imperfecciones que per se lastran a la naturaleza humana, los llamados padres fundadores de Estados Unidos (creyentes en un Dios benévolo e intransigente a partes iguales) optaron por acatar como verdades supremas las tesis que mucho antes habían defendido con serena vehemencia tanto Montesquieu, como Locke o su paisano Hobbes, y decidieron que el poder (para impedir su abuso por parte de unos pocos o de un hombre solo) había de dividirse en compartimentos estancos y sin puertas giratorias entre ellos (qué extraño y remoto nos resulta todo esto hoy en día, ¿verdá, José Luis Escrivá?).

A juicio de este demógrafo y politólogo francés, que saltó a la fama con apenas veinticinco años, en 1976, al predecir con inquietante precisión el derrumbe del bloque del Este en su ya célebre La chute finale: Essais sur la décomposition de la sphère soviétique (La caída final: Ensayo sobre la descomposición de la esfera soviética), el Viejo Continente y su principal ahijado (los Estados Unidos de Norteamérica) han dado la espalda a cualquier imperativo de orden religioso y moral y, entregados por entero a un capitalismo depredador y especulativo, que deprecia el trabajo y busca el éxito financiero (que es una mezcla de timo y expolio), aunque ello suponga la renuncia explícita al sector primario y al industrial (que se externalizan y se trasladan a terceros países donde se produce más y peor y con menores costes) y se potencie un mercado laboral interior marcado por la precariedad y la eventualidad en las empresas privadas y por la hipertrofia de empleados y funcionarios públicos cuya excesiva proliferación empobrecen el producto interior bruto y disparan el déficit, han sustituido la soberanía nacional por un engendro de nefastas consecuencias que atiende al sintagma de ‘gobernanza mundial’.

Esta imparable deificación del vacío, que se impone en sentido vertical (los grupos de presión fuerzan a a los gobernantes de uno y otro signo que, a su vez, difunden el nuevo evangelio laico y laxo entre una ciudadanía cada vez más distanciada y distante que ve cómo, en su realidad cotidiana, vive cada vez menos y con una calidad peor, sobre todo, a raíz de los efectos de la COVID 19, y es bombardeada continuamente por consignas -muchas de ellas, auténticas falacias- contra las que solo se oponen unas pocas voces disonantes -silenciadas cuando no estigmatizadas por una opinión pública absolutamente controlada-), termina degenerando -siempre según Emmanuel Todd- en una actitud nihilista que permite justificar lo injustificable (como la escalada armamentística en apoyo a Ucrania en su guerra imposible con Rusia, que solo beneficia al complejo industrial y militar de la OTAN -y, por tanto, insufla oxígeno a la ahogada y desastrosa economía estadounidense- y devora los bolsillos de los consumidores de los países miembros de dicha organización, que soportan desde hace más de dos años unos altos índices de inflación debido a los elevados precios de la energía) e imponer un relato, a la sociedad de masas, que en buena parte es una colección de mentiras, ya que se trata de negar la realidad. Si esto último lo expresásemos en terminología cervantina, merced a la feliz aportación de Salvador de Maradiaga, diríamos que venimos asistiendo en el último lustro a una quijotización de la humanidad; otros preferirán el pedestre y crudo término de idiotización. Porque, en esto, como en casi todo, son de aplicación infalible los versos de Ramón de Campoamor: «Y es que en el mundo traidor / nada hay verdad ni mentira: / todo es según el color / del cristal con que se mira».

A esta malévola y mal intencionada confusión, en la que se hace creer al individuo que su voluntad de ser es lo que es (en este sentido, Emmanuel Todd pone como ejemplo paradigmático la libre elección de sexo con independencia de las características fisiológicas del hombre o mujer que opta por una sexualidad opuesta a la suya propia), no es ajena la comunidad científica, cuyo prestigio y buen nombre han quedado seriamente en entredicho, en primer lugar, con el fiasco del ‘cambio climático’ (estafa de dimensiones colosales detrás de las que se oculta un negocio de proporciones fabulosas que busca la dependencia energética de estados en ruinas o en proceso de desintegración, como el nuestro, que sufren desde hace décadas una insoportable injerencia externa) y, en segundo lugar, tras la terrorífica gestión global de la pandemia, a la que no pocos disidentes (todos ellos desautorizados, naturalmente) se atreven a rebautizar como farsemia plandemia; sobre todo, si analizamos el macabro beneficio obtenido por las farmacéuticas con la universalización de sus presuntas vacunas, producidas en tiempo récord y de temibles efectos secundarios para decenas de miles de pacientes en todo el planeta.

No es de extrañar, por tanto, que en medio de esta realidad distópica, que en muchos aspectos reproduce con pasmosa exactitud la novela 1984 (aprovecho la ocasión para recomendar su lectura antes de que sea prohibida por la UNESCO, sucursal de la OTAN para la Educación, la Ciencia y la Cultura), en la que nos desenvolvemos cada día, haya sido aceptado por el común de los mortales que los medios de información sean simples instrumentos al servicio de la propaganda institucional y se limiten a repetir con insistencia machacona todo cuanto otros quieren que creas que crees, porque, además, es lo mejor para ti, para tu familia y para el resto de habitantes de la tierra (“¡Oh, qué feliz utopia!”, Homer Simpson).

Y como este proceso de ensoñación no conoce límites (que diría el ex-simio magistrado Marchena, cuya retorcida y torticera sentencia sobre el golpe de estado en Cataluña es la génesis judicial de todo el fango en el que nos estamos revolcando desde entonces), la manipulación, la intoxicación y el retorcimiento del lenguaje (que es la energía infinita por la que transita nuestro pensamiento) alcanza cotas de sublime estupidez en ámbitos tan populares como el deporte. Así, el pasado martes, minutos después de que una más que meritoria selección española de fútbol alcanzase la final del Campeonato de Europa por quinta vez en su historia (de largo ha sido el equipo que, pese a sus obvias limitaciones, tanto físicas como técnicas, ha practicado un juego más brillante y efectivo en una edición de un nivel general más bien mediocre), en su crónica para el diario Pravda, perdón, El País, el reportero titulaba: Lamine silencia a Rabiot y borra el récord de Pelé y en el subtítulo señalaba: El delantero de España rompe el récord de precocidad en marcar en un gran torneo. Y es que, al parecer, como luego se han hartado de reiterar otros tantos periodistas, el jovencísimo futbolista catalán (16 años y 362 días) había superado a Edson Arantes do Nascimiento, quien con 17 años y 244 días, en el verano de 1958, Suecia, había sido el más precoz en disputar y marcar en una semifinal de un gran torneo. Si tenemos en cuenta que este hecho ocurrió hace sesenta y seis años y que, días después, en el estadio de Sorna, Pelé habría de asombrar al mundo entero con dos tantos en la gran final, en la que Brasil (probablemente, el mejor conjunto en un siglo y medio de balompié) goleó al anfitrión y ganó su primera Copa Jules Rimet, habría que recordar que hoy, como ayer, como siempre, las comparaciones, amén de absurdas, resultan odiosas.

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