Reza el refranero que “no hay mejor desprecio que no hacer aprecio”, proverbio apoyado en la convicción popular de que la indiferencia mostrada hacia algo o alguien es tal vez la manera más efectiva para expresar nuestro rechazo. Y esta fórmula, que no deja de ser elegante en el continente y efectista en el contenido, fue la adoptada por algunos integrantes de la selección campeona de Europa, durante la recepción oficial en el palacio de La Moncloa, en la que todos ellos fueron agasajados por el presidente del gobierno. El gélido saludo con que varios internacionales respondieron a la bienvenida protocolaria de su anfitrión (más lustroso que ilustre), al que estrecharon la mano con mucha menos estima y afecto que si se tratase del aparcacoches del campo de entrenamiento al que acuden cada día, prueba que, a la hora de la la verdad, cuando no median filtros ni sobres de dinero, el respaldo ciudadano al sujeto aquí ninguneado es inversamente proporcional a la representatividad que este mismo individuo se ha arrogado, principalmente, a través de toda suerte añagazas de embustero, ardides de tramposo y alianzas infames y a costa de provocar discordia, resucitar el guerracivilismo y azuzar a sus huestes lobotomizadas y pumpidescas con el espectro del franquismo, cuya principal figura solo él y nadie más que él ha devuelto a la escena política, cual Nosferatu de estraperlo, en una fatal combinación de necrofilia, estupidez supina y temeridad absoluta.
Al parecer, hartos del desmedido afán de protagonismo de este mentecato, los capitanes del combinado español rechazaron la visita al vestuario del pelmazo, a la finalización del encuentro del pasado domingo, y solo consintieron en recibir al jefe del estado y a la menor de sus hijas, quienes habían presenciado el encuentro en el palco del mismo estadio en el que hace casi un siglo Adolf Hitler hubo de reconocer la apabullante superioridad del entonces cuatro veces campeón olímpico, Jessie Owens, merecedor de mucho más respeto por parte del régimen nazi que de la opinión pública de su propio país.
De todas formas, a la hora de hablar de desplantes, ningún futbolista llegará más lejos que el inolvidable Carlos Caszely, delantero del Colo-Colo, Levante y Español, quien siendo muy joven se vio obligado a asistir al Palacio de La Moneda, en Santiago de Chile, antes de partir para la República Federal Alemana, donde su selección nacional había de disputar la décima edición del Campeonato del Mundo. De profundas convicciones democráticas (jamás ha militado en ningún partido), Caszely fue el único integrante de aquella delegación que se quedó en su sitio, inmóvil, cabizbajo, mientras el general Augusto Pinochet (aupado al poder tras un sangriento golpe de estado auspiciado por la CIA) le tendía inútilmente la mano durante unos pocos e interminables segundos.
Y es que los que siembran vientos cosechan tempestades o, como en estos casos, gestos destemplados.