En nuestra particular e individual travesía hacia la nada, principio y fin de todo, los múltiples avatares de la existencia se ven condicionados por el ritmo cíclico que marca el engranaje natural, físico y químico, del que formamos parte, queramos o no, como si todo fuera un único cuerpo, una sola entidad cósmica que deambula por el espacio infinito. Y es que, por mucho que nos esforcemos en evitarlo, nuestra peripecia vital transcurre paralela o perpendicular a la de los demás seres con quienes compartimos planeta, de ahí que nadie pueda escapar de las mutuas influencias que unos ejercen sobre otros, ni de los efectos que ciertos fenómenos espontáneos, inevitables y absolutamente incontrolables, provocan con periódica regularidad sobre la consciencia colectiva: ya se trate del movimiento rotacional de la Tierra, el subibaja de las mareas, las fases de la Luna o las crisis del Atlético de Madrid.
Con la cadencia propia de cualquiera de estos sucesos geológicos, astrofísicos o psíquicos, las distintas estaciones del año fijan el tempo de nuestras vidas con la precisión e implacabilidad de un metrónomo y condicionan, casi sin remedio, el devenir de los días, mientras apenas nos limitamos a ser poco menos que testigos, impotentes y estupefactos, del paso del tiempo. Así, poco a poco, como quien no quiere la cosa, del calendario han ido cayendo hojas muertas (como en la maravillosa canción de Jacques Prévert y Joseph Kosma) y, a este lado del Globo, ya nos encontramos a punto de entrar en el otoño. A partir de su equinoccio, las noches empezarán a resultar más largas y parecerá como si la realidad se invadiera de la atmósfera triste y brumosa de un sábado por la tarde, de calles vacías y de amores perdidos.
Septiembre es un mes que se tiñe de melancolía. Con el final del verano se nos aleja el sol y con él se marchan deseos incumplidos, propósitos no realizados, expectativas o sueños que ya no volverán o lo harán bajo otra apariencia que es siempre menos prometedora. Son estos unos días complicados: mucha gente (los más afortunados, porque cada vez son menos) retorna a sus rutinas laborales; la ciudad recupera el pulso infernal de los embotellamientos; comienza la campaña de vacunación contra la gripe (se anuncia que habrá una segunda, para paliar los posibles estragos del nuevo viejo virus) y los niños, niñas y adolescentes vuelven a las (j)aulas, custodiados por profesores y profesoras que, en la mayoría de los casos, han de renunciar a dar clase (esto es, a enseñar y compartir conocimientos) para convertirse en una especie de alguaciles, educadores y sofistas de segunda división B.
Entre los numerosos elementos que, en ordenada o confusa algarabía, se reincorporan a la realidad cotidiana durante estas semanas (la bicicleta estática del gimnasio, el pulóver, la quiniela de fútbol, los nuevos episodios de Cuéntame, las naranjas del país…) y que nos son prácticamente imposibles de eludir cobran ocasional protagonismo las colecciones de fascículos cuyas primeras entregas se amontonan y se pelean en los kioscos con tal de atraer la atención del incauto y atrevido comprador.
Todo género de libros, maquetas, vajillas, porcelana china, abanicos, miniaturas, perfumes, muñecos, láminas y un sinfín de objetos y abalorios rivalizan en ofertas y reclamos para tratar de engatusar al tímido fetichista que todos llevamos dentro.
A veces la estrategia comercial para captar clientes consiste en una simple apelación al pasado, de manera que el consumidor, en un arrebato de absurda nostalgia, se ve tentado de recuperar un recuerdo perdido que, normalmente, suele llevarle al territorio cada vez más lejano e idealizado de la infancia. Esto es lo que hace unos días me ocurrió cuando cayó en mis manos el primer tomo, en impecable tapa dura y reproducción facsímil, de las Joyas Literarias Juveniles que Planeta DeAgostini acaba de poner en circulación.
Existe una generación de lectores, los escolares que atestábamos las aulas de colegios e institutos en los setenta y principios de los ochenta, que alimentamos nuestro apetito de literatura con las adaptaciones gráficas, a todo color, de los grandes clásicos de toda la vida que aparecían en aquellos álbumes de treinta páginas, editados por Bruguera, y que ahora, treinta y tantos años después, regresan para regocijo de los que -como yo- encontrábamos en ellos un plácido, inolvidable e irrepetible entretenimiento.
En este sentido, conservo como uno de los momentos más felices de mi niñez los ratos que, en el primer curso de EGB, pasaba leyendo los tebeos de Joyas Literarias, propiedad de mi tío Anelio, a la espera de que mi abuela bajara de la azotea para servirnos la comida, al mismo tiempo que devoraba unas manzanas rojas cuyo sabor jamás he vuelto a paladear.
Iniciada en 1970, con Miguel Strogoff, al precio de quince pesetas el ejemplar y con una periodicidad quincenal, esta serie se prolongó a lo largo de unos exitosos trece años, en los que un sensacional plantel de dibujantes (Antonio Bernal, Francisco Fuentes Man, Tomás Porto, Ángel Pardo, Juan Escandell Torres, Juan García Quirós, Trini Touré, Antonio Pérez Carrillo…) y de guionistas (José Antonio Vidal Sales, Víctor Mora, Andreu Martín, Armonía Rodríguez, Juan Manuel González Cremona…) ponían lo mejor de su oficio para trasladar al expresivo y colorista lenguaje de la historieta el vasto y quimérico universo concebido por algunos de los mejores creadores de narraciones que haya proporcionado el ser humano: Julio Verne, Emilio Salgari, Karl May, Charles Dickens, Walter Scott, Arthur Conan Doyle, Robert Louis Stevenson…
La impagable labor divulgativa que esta colección de verdaderas joyas de la cultura popular desarrolló a través de una década entre el público juvenil mereció, en 1974, el Premio Nacional de Literatura y generó una deuda sentimental en sus pequeños lectores que hoy están dispuestos a devolver con leal y gozoso agradecimiento.