A diferencia de Barcelona, ciudad portuaria, cosmopolita y algo prostibularia, como todas aquellas capitales que crecen, introspectivamente, de fuera a adentro, a partir de un muelle, y cuya burguesía, comerciante, trabajadora y provinciana, veía en la celebración de los Juegos Olímpicos la oportunidad histórica de situar su patria chica en el mapamundi de la postmodernidad, Madrid no necesita del COI para conseguir un espejo en el que proyectar la mejor versión de sí misma. Desde hace más de un siglo, esta población, que empezó siendo un asentamiento árabe en plena meseta castellana, a seiscientos cincuenta y cinco metros sobre el nivel del mar y tan lejos de la costa, no siente la necesidad de reinventarse porque ya está inventada. La crean y la destruyen cada día los más tres millones de cadáveres que la habitan, según el célebre verso de Dámaso Alonso.
Parada y fonda del viajante, refugio de poetas vagabundos, corte de monarcas y bufones, sede parlamentaria de charlatanes, granujas, aduladores y unos pocos justos, enfermiza trasnochadora insomne, Madrid es el escenario real donde se volatilizan los sueños y se consumen las peores pesadillas; paraíso e infierno, eterna alcahueta, todos los caminos conducen a esta ciudad santa de los ateos, los agnósticos y los ángeles caídos en desgracia; no en vano, es una de las poquísimas capitales del planeta (si no, la única) en la que Lucifer cuenta con plaza propia.
Al igual que el cuerpo de una mujer deseable, Madrid posee infinidad de recovecos y rincones en los que a uno le encanta perderse y que no le encuentren: están las callejuelas galdosianas que rodean la Plaza Mayor, con su irresistible vaho a tabernas y a mala buena vida; la simetría neoclásica de los jardines del Palacio Real; los callejones añejos y melancólicos por los que transitaron Quevedo, Góngora, Lope, Calderón y Cervantes; la cervecería Los Gatos, que aún conserva la silla de barbero donde solía sentarse, con metódica y palmera fidelidad, el pintor Francisco Concepción; los discretos bancos del Retiro, donde las señoras estupendas se sientan a retocarse, vestidas con sus galas de domingo, antes de que Mingote las inmortalice en sus dibujos; el Café Central, junto a la Plaza de Santa Ana, en el que todavía, de vez en cuando, el maestro Pedro Iturralde te pone los pelos de punta al escuchar el limpio, nítido, puro y hermoso sonido que saca de la chistera de su saxofón; o, más al sur, en la ribera del Manzanares, una visita esporádica al Vicente Calderón te devuelve al niño que, cada vez más en el fondo de ti mismo, nunca has dejado de ser.
Pisé Madrid por vez primera quizás un poco tarde. Pero, desde entonces, intento pasar por allí siempre que el bolsillo me lo permite. Porque, con la conversión al euro y la instauración del gallardonato, la capital de España ha pasado a ser una de las metrópolis menos económicas de la Europa comunitaria.
En aquel primer viaje, además de las consabidas visitas y excursiones, mi objetivo prioritario era conocer de primera mano e in situ la principal causa por la que antepongo esta ciudad a cualquier otra, a la hora de elegir un destino predilecto para pasar unos días sin despertador y sin calendario: el Museo Nacional del Prado, la más increíble y fabulosa pinacoteca del mundo. Sí, es cierto que existen otras magníficas y extraordinarias galerías en París, Londres, Florencia, Amsterdam, San Petersburgo, Munich o Nueva York. Sin embargo, en ninguna de ellas se puede encontrar, dentro de la misma superficie de metros cuadrados, lo más selecto de El Bosco, Rubens, Velázquez, Tiziano o Goya. Por citar sólo a cinco de los numerosos genios indiscutibles cuya obra se exhibe de forma permanente en las paredes de este edificio mandado a construir, a finales del siglo XVIII, por el rey Carlos III, sin duda, el alcalde más popular de Madrid hasta la llegada de Enrique Tierno Galván.
Aunque, por si esto fuera poco, desde 1992, la capital madrileña cuenta con el Museo Nacional Centro de Arte Reina Sofía, que alberga, entre otras obras maestras del siglo pasado, el Guernica, y dispone también del Museo Thyssen-Bornemisza, que ofrece al público la mayor parte de las pinturas pertenecientes a una de las colecciones privadas más valiosas.
Ubicados en las proximidades del Paseo del Prado y equidistantes entre sí tan sólo unos cientos de metros, los tres museos, a los que hay que añadir el CaixaForum, una imponente sala de exposiciones inaugurada en 2008, forman el denominado Triángulo del Arte, un área urbanística imaginaria que, a semejanza de la Isla de los Museos de Berlín, atrae cada año a cerca de cinco millones de visitantes.
Fue en mi primera estancia en el Thyssen, hace ya una década, cuando descubrí a un pintor que desconocía casi por completo. Se trata del norteamericano Edward Hopper (1882-1967). Artista de formación clásica, a principios del siglo XX vino en varias ocasiones a Europa con el propósito de empaparse de la técnica revolucionaria empleada por los impresionistas, que empezaban entonces a ser desplazados de la primera línea de vanguardia por fauvistas y cubistas. Atraído por el estilo de gente como Degas, Manet, Pissarro, Monet, Sisley, Courbet, Daumier o Toulouse-Lautrec, Hopper residió temporalmente en París y recaló también en España, donde se sintió sorprendido ante el peculiar y desconcertante universo creado por Goya.
Después de una breve etapa profesional como ilustrador y tras cosechar algunos galardones y premios nacionales por su labor en la disciplina del grabado, en la década de los veinte, Edward Hopper se centró en la realización de acuarelas y lienzos y terminó por encontrar su impronta personal, una forma de expresión que ya no abandonaría, consistente en un realismo de cuidadosa y esmerada composición, en el que los colores, cálidos y debidamente atenuados, recrean situaciones extraídas de la vida cotidiana. La presencia humana en estas estampas, normalmente reducida a una o dos figuras, por lo general enfatiza en el espectador la sensación de íntima soledad o de incomunicación que cualquiera de nosotros experimentaría si, por unos instantes, pusiera su atención en escenas aisladas de la realidad urbana que tenemos enfrente y que, no obstante, somos incapaces de ver.
En este sentido, podemos afirmar sin temor a equivocarnos que, por encima incluso de sus formidables condiciones como artista, Hopper es un prodigioso narrador de historias, apenas sugeridas, cuyo entramado argumental ha de ser desentrañado por el espectador quien, intrigado por el misterio de lo que ve y, sobre todo, de lo que no se muestra, contempla sus cuadros desde la prudente distancia del voyeur, pero con la extraña sensación de culpa de quien profana los secretos e interioridades de las vidas ajenas, alimentado por la irrefrenable pulsión de la curiosidad.
Buena prueba de la magnética seducción que despiertan las obras de este pintor norteamericano es el poemario Cuadros de Hopper, donde el escritor y cineasta Nicolás Melini encara la observación de la cotidianeidad bajo una idéntica mirada: distante, contenida, pudorosa y compasiva.
El primer lienzo de este artista peculiar que recuerdo haber contemplado fue Habitación de hotel (1931) y pertenece a la colección permanente del Museo Thyssen. En él, una anónima joven permanece sentada, en ropa interior, al borde de una cama. La ventana de la parte derecha del cuadro permite saber que es de noche. La chica está cansada. Se ha quitado el sombrero, el vestido y los zapatos y echa un vistazo a un tríptico que parece el horario de una línea de trenes o de autobuses. O tal vez sea una carta. La vulnerabilidad de la figura femenina, sola e indefensa, se ve aquí intensificada por la frialdad del cuarto, en el que destacan las líneas rectas y los colores brillantes y planos, cuyo efecto aumenta debido al fuerte foco de luz que si sitúa fuera del encuadre, en el techo. Uno no sabe muy bien por qué pero la escena desprende un halo de palpable tristeza. Casi se puede percibir la decepción, el desencanto, la orfandad sin consuelo de los sueños rotos. Y uno no puede evitar plantearse ciertas preguntas: ¿quién es esta mujer? ¿a qué se dedica? ¿qué la trajo hasta ese lugar, en mitad de ningún sitio? ¿ha perdido la esperanza o tan sólo ha hecho un alto en el camino?
Durante años he estado formulándome estas y parecidas incógnitas y no había dado con ninguna respuesta convincente hasta que, por casualidad, hace unos meses, en una papelería de un centro comercial, encontré en el expositor de libros de bolsillo un ejemplar de El autobús perdido (The wayward bus), una novela del también norteamericano John Steinbeck, publicada en 1947 y que Punto de Lectura editó en español, por primera vez, sesenta años después.
Nunca antes había leído a este autor, tradicionalmente vinculado a la "generación perdida", junto a Dos Passos, Pound, Scott Fitzgerald, Hemingway y Faulkner, que renovaron la narrativa en lengua inglesa, de acuerdo a los cambios suscitados por el Ulises de Joyce y las audaces fórmulas puestas en práctica por Virginia Wolf.
Hasta ahora mi conocimiento de la obra de Steinbeck (1902-1968) se limitaba al visionado de las excelentes adaptaciones cinematográficas de sus relatos (Tortilla Flat, La perla, Al este del Edén) y, en especial, de Las uvas de la ira, estremecedora y sublime joya del séptimo arte, y de ¡Viva Zapata!, cuyo guión, salido directamente de la pluma del escritor californiano, ofrece tal vez la más impresionante reflexión sobre la naturaleza perversa del poder político y sus nefastas consecuencias que uno recuerda haber visto jamás en la pantalla.
Steinbeck, que recibió el Nobel en 1962, cuando ya nadie daba un duro por él, forma parte de pleno derecho de una vieja estirpe de narradores clásicos que, curtidos en el periodismo y en el reporterismo (el autor de De ratones y hombres acompañó, en calidad de corresponsal, a las tropas del Ejército estadounidense en Italia, durante la II Guerra Mundial), dan prioridad a la fuerza y el vigor de la historia y la hondura humana de los personajes antes que a cualquier experimentación de tipo formal.
En El autobús perdido, Steinbeck, al igual que había hecho en el cuento que dio pie a la imprescindible Náufragos, de Alfred Hitchcock, confina a un puñado de caracteres universales en un espacio reducido; en este caso, dos polvorientas estaciones de servicio, en el accidentado trayecto de una línea de guaguas, entre las localidades californianas de Rebel Corners y San Juan de La Cruz.
Embarcados en un destartalado vehículo, conducido por un mexicano que nunca ha dejado de sentirse extraño en un país que no es el suyo, los pasajeros reproducen en este apretado e incómodo microcosmos los diferentes rostros del fracaso, encarnados aquí por el propio chófer, casado con una mujer infeliz que busca consuelo en la bebida; por un empresario, en edad madura, que va unos días de vacaciones a México, acompañado a regañadientes por una esposa y una hija que detestan esta aventura; por un anciano enfermo e impertinente; por un joven mozo de taller, tímido y acomplejado; por un avispado vendedor de artículos de broma, consciente de lo patética que resulta su existencia, y por dos jóvenes muchachas que se dirigen a Los Ángeles, desde caminos opuestos, para intentar vivir el cuento de Cenicienta, en Hollywood.
Cualesquiera de estas dos chicas podría ser la protagonista del cuadro de Hopper. Como cualquiera de nosotros podría tener un billete para viajar en ese autobús que, al final, no lleva a ninguna parte.