cerrar
cerrar
Registrarse
Publicidad
El callejón
Publicidad

Haidar

Un año después de su detención, Rosa Parks pudo por fin sentarse en el autobús sin que nadie la obligase a levantarse, debido al color de su piel. Ocurrió en diciembre de 1956. Tras ella, en esta histórica foto de United Press, aparece un periodista.

El 1 de diciembre de 1955 una costurera negra, de 42 años de edad, llamada Rosa Parks, se negó a ceder su sitio a un pasajero de raza blanca, en el autobús que había de llevarla de regreso a su casa, en el centro de Montgomery, Alabama, contraviniendo así la legislación estatal que obligaba a los ciudadanos negros a colocarse siempre en la parte de atrás de las guaguas del servicio público de transportes. Parks, que no había sido ni la primera ni la última mujer de raza negra que dijo "no" a semejante e intolerable forma de segregación, fue detenida por alterar el orden público y pasó a disposición judicial. Tiempo después, la Corte Suprema de los Estados Unidos falló a su favor y declaró que dicho trato discriminatorio atentaba contra la Constitución y contra la Declaración de Derechos de Virginia (1776), texto fundacional de la nación norteamericana, en el que se proclama que todos los hombres han sido creados por Dios a su imagen y semejanza y son, por naturaleza, "igualmente libres e independientes, y tienen ciertos derechos inherentes, de los cuales, cuando entran en un estado de sociedad, no pueden ser privados o postergados".

Varios años antes de decir "no", Rosa Parks se había inscrito como secretaria en la Asociación Nacional para el Avance del Pueblo de Color, una plataforma que habría de desempeñar un papel decisivo en el Movimiento por los Derechos Civiles, que por aquel entonces empezaba a liderar el pastor bautista Martin Luther King, un brillante orador que combatía la discriminación racial desde postulados pacifistas, directamente inspirados por el Evangelio y por el abogado, pensador y político indio Mohandas Karamchand Gandhi.

Lamentablemente, Parks, fallecida el 24 de octubre de 2005, tras recibir en vida las más altas distinciones y honores (como la Medalla de Oro del Congreso de EE.UU.), otorgados en reconocimiento a su defensa de una causa justa, no pudo ver hecho realidad el sueño del reverendo King y el suyo propio, cuando el pasado mes de enero, en el Capitolio de Washington, ante la estatua sedente de Abraham Lincoln, un ciudadano de raza negra tomó posesión de su cargo como presidente de la primera democracia del planeta.

No obstante, es de suponer que, donde quiera que ambos se encuentren en estos momentos, King y Parks no habrán recibido con igual agrado algunas de las últimas actuaciones, ciertamente discutibles, protagonizadas por el flamante Nobel de la Paz. A saber: la decisión de enviar treinta mil soldados más a Afganistán, lo que se justifica en aras de preparar la retirada definitiva de las tropas estadounidenses, mientras el país recupera la normalidad perdida hace décadas; la recuperación de la retórica militarista del siglo IV después de Cristo (el Si vis pacem, para bellum, de Flavius Renatus Vegetius), durante su discurso de aceptación del citado premio, delante de la plana mayor de la Academia Sueca, y la diplomática abstención de lavarse las manos como Pilatos en el conflictivo y espinoso asunto de Aminatu Haidar, quien, por mucho que le pese al gobierno marroquí, no es más que otra mujer que, simplemente, dice "no".

Admirable e insensata a partes iguales, esta frágil activista saharaui, elevada a la categoría de heroína y mártir por unos y otros, víctimas y verdugos, desenmascara con su suicida determinación a todos los turbios personajes con aviesas intenciones que asisten, entre estupefactos e impotentes, a tan macabra representación: los esbirros de la execrable monarquía medieval que en su día se apropió de una tierra que no le pertenece, con el beneplácito cobarde de quienes prefirieron y aún siguen prefiriendo mirar hacia otro lado; los fanáticos partidarios de una reivindicación legítima que están dispuestos al más atroz e innecesario de los sacrificios; los intelectuales que enarbolan la bandera de los derechos humanos según sople el viento de la ideología que más les interesa defender; los actores y actrices, prestos siempre a conseguir un primer plano, y los políticos de turno, cómicos y cómicas de segunda fila, ávidos de focos y raudos a la hora de subirse los primeros al carro de la farsa.

Y, en medio de esta escenificación, que sería grotesca y esperpéntica (como el frustrado intento de traslado en avioneta de hace una semana, cuya responsabilidad nadie quiere asumir) si sobre ella no se cerniesen, inexorables, las sombras de lo funesto y de una realidad agónica, cruel y desesperante, resulta al menos paradójica la solicitud de mediación por parte del Rey, cursada desde las filas de Izquierda Unida. Tan urgente e insólito llamamiento sólo se explica porque, con él, los descendientes de Lenin, Stalin, Trotsky e Ibarruri, han pretendido demostrar, de la forma más cínica y retorcida, hasta qué punto la figura del monarca Borbón es un simple, frívolo y oneroso elemento decorativo dentro de nuestra democracia representativa, en la que su libertad de movimientos es tan amplia y limitada como la de su homólogo en el tablero de ajedrez.

Archivado en:

Publicidad
Comentarios (0)
Publicidad

Últimas noticias

Publicidad

Lo último en blogs

Publicidad