En su prólogo a la edición de 1990 de Inglaterra me hizo así, el crítico Constantino Bértolo dedicaba estas hermosas líneas al creador del citado libro: "Seguramente hay autores o novelas a las que uno les debe la vida o media vida o un poco de vida. Creo que a Graham Greene le debemos algo más importante, unas cuantas palabras indispensables". Las mismas o, cuando menos, parecidas que, a mi juicio, también merece Miguel Delibes, el último gran literato, en el sentido casi decimonónico del término, que aún le quedaba a la prosa en lengua castellana.
Uno cree que con su reciente fallecimiento, además de completarse la larga despedida que, como la sombra de su ciprés, había dado comienzo el mismo día en que el propio escritor anunció, hace ya más de un decenio, que daba por finalizada su carrera literaria, se pone el punto final a la Historia (con mayúsculas) de la narrativa española del siglo XX. O lo que es lo mismo: con el autor vallisoletano desaparece una forma de vivir en este mundo, de contemplarlo, de aprehenderlo y de reinterpretarlo. Con Delibes ha muerto también una manera de entender el hecho literario como el fruto, siempre modesto, nada pretencioso, de una labor constante, honesta, en la sombra, que convierte al escritor en un mero agricultor de la palabra, en un tímido y devoto artesano que escoge el lenguaje como un fin en sí mismo y se esmera poco a poco, día a día, en alcanzar la imposible plenitud de la obra bien hecha, sin esperar nada a cambio.
Próximo a todo lo que de verdad le importaba (su familia, sus amigos, su caza, su periódico, su ciudad), el autor de El camino fue un castellano cabal, un hombre sensato que, con la vieja astucia de los campesinos a los que tanto respetó y que tan hábilmente supo retratar con dignidad y ternura, nunca se dejó tentar por las falsas glorias de la fama y por el oropel del éxito editorial que sirven de eficaz carburante para la eterna hoguera de las vanidades. Así, en la recta final de su vida, este anciano ya octogenario había reclamado, con pudorosa discreción, a organismos e instituciones locales y nacionales que desistiesen en su inútil propósito de que la Academia Sueca le concediese el Nobel. Frente a otros colegas, que hacen de la consecución de este premio el principal motivo de su existencia, Delibes prefirió orientar sus esfuerzos por derroteros más humildes e invirtió todo su tiempo y todo su talento en la dirección de El Norte de Castilla y en la escritura lenta, concienzuda y paciente de un puñado de libros impecables, sobrios y magníficamente escritos.
En medio del espectacular aluvión de sensacionales títulos y fantásticos novelistas que irrumpieron en Europa, en la década de los sesenta, procedentes de América Latina, y en lugar de dejarse arrastrar por la onda expansiva del célebre Boom, Miguel Delibes se mantuvo fiel a sí mismo y renovó su personal apuesta por un modelo narrativo que se apoyaba en tres pilares fundamentales: un hombre, un paisaje y una historia. Y, consciente de que los contratos millonarios, los galardones y buena parte de las plazas en la muy disputada pugna por la inmortalidad literaria serían para otros, prefirió permanecer en un desapercibido segundo plano, del que apenas saldría ya, salvo que sus criaturas de ficción se rebelasen y le señalaran, unamunamente, con el dedo, tal y como sucedió en el caso de la entusiasta y unánime acogida dispensada al montaje escénico de Cinco horas con Mario, de la memorable adaptación cinematográfica de Los santos inocentes o de la excelente respuesta de la crítica y el público a El hereje, su última novela.
Al final, en una sorprendente prolongación del presumible sentimiento de abatida orfandad que ha de haber cubierto como un manto taciturno la irreal existencia de sus criaturas literarias, los lectores de Delibes, de varias generaciones, se concentraron en torno a su féretro, en una multitudinaria y emocionante muestra de respeto y afecto, que se convirtió en el homenaje espontáneo y cívico a un escritor de otro tiempo que nunca dejó de estar comprometido con su época, con los suyos y con sus semejantes.
Lástima que, en un verdadero alarde de falta de educación y de cultura, ningún representante de la Casa Real se personase en la capital castellano-leonesa para participar en tan sincera demostración de duelo y de reconocimiento popular. Curiosa condición la de esta familia que a cualquier suceso de índole doméstico le otorga el rango de acontecimiento de relevancia pública (bodas, natalicios, separaciones) y que manifiesta tan poco interés por lo que sí preocupa o, como en este caso, conmueve a la mayoría de aquellos y aquellas que con el sudor de su frente pagan el ingrato precio de su regia indiferencia.