El pasado jueves, día en que se celebró la tradicional Danza de los Enanos, se cumplió el cuarto aniversario del fallecimiento de Francisco Concepción Pérez (Santa Cruz de La Palma, 25 de diciembre de 1929-15 de julio de 2006). Su muerte se produjo antes de tiempo y sorprendió a quien trató siempre de llevar una existencia ajena a la dictadura del reloj. Sin embargo, por uno de esos designios que tanto nos cuesta aceptar, su adiós fue de los que dejan un sabor incómodo en el alma y nos enfrentan cara a cara con nuestra condición de criaturas perecederas.
Y así el destino determinó que nos dejara antes de que ni siquiera nos diésemos cuenta de que estaba empezando a marcharse. Él, que apenas un año antes se me quejaba del vértigo de multitudes en que se han convertido las fiestas en honor de la Virgen de Las Nieves. "¿Tú crees que yo pude disfrutar de los Enanos? Con tanto rebujón no ves ni Enanos ni nada…", me decía a las puertas de la sede del Centro Asociado de la UNED, donde estuvo exponiendo puntualmente, cada cinco años, en las tres últimas décadas de su vida. Lamentablemente, ésa sería la última vez que compartiese con sus hijos Carlos, Francisco y Gonzalo, también artistas, las dependencias de dicho inmueble en una exhibición que había adquirido el carácter de cita tradicional en el programa de actos.
No obstante, a pesar de lo precipitado de su fallecimiento (el margen inicial de unos meses que le habían dado los médicos se redujo por último a unas pocas semanas), los que tuvimos la fortuna de tratarlo podemos afirmar, sin miedo a equivocarnos, que, en general, Francisco Concepción vivió una existencia dichosa y casi plena. Salvo dolorosos episodios (como el cautiverio de su padre, el tabaquero Pancho "Gibrán", en Fyffes, debido a sus simpatías con la República; la pérdida de su hermano pequeño o el percance sufrido por su hijo Luis, con apenas seis años, a quien las prodigiosas manos del doctor Amílcar Morera arrancaron de las mismas garras de la muerte), la vida de tío Quico transcurrió en medio de un apacible clima de felicidad; entregado a aquello que amaba por encima de todo: su esposa Maribel y sus ocho hijos, los amigos y la pintura.
Francisco Concepción Pérez, el menor de los tres hermanos de mi abuela Manola que llegaron a edad adulta, encarnaba valores muy diversos que hacían de él alguien peculiar, irrepetible, dotado de una energía enriquecedora. Libre de frustraciones, prejuicios, complejos o de cualquier otra clase de demonios interiores, Quico era de naturaleza bondadosa y compasiva y un artista modesto, que no se permitía delirios de grandeza ni en los mejores momentos de su fecunda carrera profesional. Sinceramente, dudo mucho que alguna vez mi tío le hubiese hecho daño a otra persona, al menos de una manera consciente. Despreocupado, cariñoso, tierno, Quico Concepción era, en el fondo y en la superficie de sí mismo, un ingenuo que rebosaba de buen humor; chistoso, ocurrente, con la gracia siempre lista en la punta de la lengua.
Si como individuo militó durante toda su vida, con escasísimos lapsos, en el bando de aquellos que escogen la región de la luz y eluden con atinada precaución la zona donde habitan las sombras, como artista su obra es la plasmación de su carácter. A nadie le ha de extrañar, por lo tanto, que en ella predominen la luminosidad y la riqueza cromática. Frente a otros artistas, que dan la impresión de sentir y percibir la realidad desde el blanco y negro (y su infinito espectro de grises), en el caso de Francisco Concepción, el proceso creativo no podía ser impermeable a la pacífica y grata trayectoria vital de quien estuvo llamado a ponerlo en marcha.
Atraído por el dibujo desde su niñez, el pintor palmero, que compaginó el bachillerato con las enseñanzas del maestro Félix Martín Pérez, en la vieja Escuela de Artes y Oficios de su ciudad natal, escogió el camino de la pintura como medio para ganarse la vida tras conocer, en 1946, al acuarelista Antonio González Suárez. Aunque intentó complacer el deseo paterno de cursar Arquitectura Técnica, estudios superiores que inició en 1949, un año después ingresa en la Escuela de Bellas Artes de la Academia de San Fernando, en Madrid. Etapa de formación académica que finaliza en 1955, cuando ya había realizado sus dos primeras exposiciones individuales: en el Círculo de Bellas Artes de Santa Cruz de Tenerife y en el Instituto de Estudios Hispánicos del Puerto de la Cruz. Precisamente, fue de la mano de su amigo y maestro, González Suárez, y del también pintor Mario Baudet, con quienes Quico Concepción pinta sus primeras obras al aire libre y entra, en 1947, por vez primera en un espacio natural al que va a permanecer ligado por el resto de su vida: la Caldera de Taburiente. Enclave que visitaba al menos dos veces al año, en estancias de diez a quince días, y donde pintaba dos cuadros cada jornada, uno por la mañana y otro por la tarde.
En cierto sentido, la relación que Francisco Concepción ha mantenido con este emblemático paraje recuerda al vínculo que el extraordinario fotógrafo norteamericano Ansel Adams mantuvo durante toda su carrera con las montañas del Valle Yosemite, parque nacional situado en California. Además del admirable dominio técnico de sus respectivos lenguajes, ambos artistas coinciden en otro rasgo no menos importante: el conocimiento amplio, exhaustivo, del terreno. Al igual que Adams, que pasaba largas temporadas, en completa soledad, viviendo, recorriendo y fotografiando cada recodo de Yosemite como si fuera un habitante más de aquellas laderas, Concepción hizo de la Caldera su principal fuente de inspiración, llegando a alcanzar una perfecta simbiosis con el paisaje retratado, lugar que verdaderamente amaba y cuya belleza supo reinterpretar con devota y sincera fidelidad a lo largo de cincuenta y nueve años:
"Cada vez que cambia la atmósfera, es diferente. Si se nubla, los riscos de la Caldera no existen, sólo el agua y los rincones. El sol te da los violetas y los azules. Otro año se meten nubes viajeras. Pero siempre encuentro qué pintar, hasta lloviendo y nevando o con viento, que es mi peor enemigo para la pintura. Lo cierto es que en la Caldera me transformo. Siempre voy a pintar, nunca he ido de excursión. He ido con pintores a la Caldera y no han pintado, y para mí eso es un pecado".
Sólo desde esta mezcla de respeto y fascinación ante el milagro cotidiano de la naturaleza misma, el artista puede reflejar lo que Cristino de Vera define como "la energía creadora del universo infinito, la energía que crea los ponientes y las albas de la Tierra". Y, al contemplar con detenimiento cualquiera de los lienzos de Francisco Concepción realizados a cielo abierto, inmerso en la silenciosa e insólita grandeza del cráter de Taburiente, el espectador percibe que, en efecto, toda esa energía está ahí, al alcance de sus ojos, manifiesta a través de la pincelada limpia y de las tonalidades en su punto justo, las cuales nos devuelven a la pureza originaria del edén perdido, acaso origen y final de todo.
No obstante, su paleta, lejos de complacerse en una especie de ensimismamiento perezoso, siempre estuvo dispuesta a beber de otras fuentes, a inspirarse en otros motivos. "Porque no sólo de Calderas vive el hombre", comentaba con su habitual sorna al periodista David Sanz, en abril de 2003, en una entrevista concedida a Diario de Avisos, a raíz de la exposición antológica y de la publicación de la primera monografía sobre su obra, realizadas ambas bajo los auspicios del Cabildo de La Palma. En consonancia con la anterior afirmación, Francisco Concepción puso su estilo, muy en la línea impresionista o posimpresionista, como prefería calificarlo él, a disposición de una variada temática paisajística, siempre captada al natural: "Porque consigues un vigor, una rapidez de ejecución y claridad de ideas que es imposible lograr en el estudio", declaraba. "Lo que es verdad es que nunca he pintado para hacer negocio, ni cuando voy a pintar estoy pensando que lo voy a vender; lo que siempre busco son los temas más difíciles, los ángulos más inverosímiles. No voy a buscar el tema para la pintura comercial", aseguraba el pintor palmero en la citada entrevista.
Autor de una extensa obra, a Francisco Concepción nunca le faltó público ni galerías (en Canarias, en Venezuela o en la Península) y recibió numerosos encargos de instituciones públicas, de entre los que destaca el lienzo de grandes dimensiones (siete metros de ancho por tres metros de alto) que hoy preside el Salón de Plenos del Cabildo Insular de La Palma. Se trata de una espectacular panorámica de la Caldera que el artista tuvo que ejecutar in situ, al no existir una tela ni bastidor de semejante tamaño, a partir de una serie de cuadros suyos, de pequeño formato, pintados previamente al aire libre.
A pesar de sus exageradas proporciones, la obra conserva intacta la frescura y la brillantez característica de sus óleos y la enorme superficie seduce al observador con una fuerza conmovedora. El efecto recuerda un poco al capítulo sobre la Guerra Civil que John Ford dirigió para la película La conquista del Oeste (1962). La hueca aparatosidad del Cinerama, sistema de filmación que multiplicaba la pantalla de proyección hasta límites inadmisibles, fue incapaz entonces de ahogar el firme pulso narrativo y la secreta poesía que el gran cineasta norteamericano imprimía en cada trozo de celuloide. Devoto aficionado al cine de siempre (los acomodadores de los multicines Avenida lo recuerdan en muchas sesiones como el único espectador de la sala), tío Quico compartía con John Ford, quien por cierto prefería rodar sus westerns en los espectaculares parajes del Monument Valley, ciertas cosas que hoy se estiman impagables, tales como un cierto sentido arcaico del honor o la amistad entendida como una forma gozosa de camaradería.
Mientras que en Ford la presencia de colegas durante los rodajes venía justificada por el hecho de que muchos de ellos cumplían dentro del film un cometido profesional, ya fuera como actores o como técnicos, muy pocos de los amigos que acompañaban a Quico Concepción en sus sesiones al aire libre de todos los sábados (La Sabatina) iban a pintar, como él. En realidad, la pintura se convertía en un pretexto para la simple celebración de la vida, de una vida en la frontera con el arte, de una frontera en la que ningún recién llegado se sentía forastero.
Ese componente humano de compañía, de permanente presencia de los demás, ha sido el vértice en torno al cual Francisco Concepción fue construyendo, día a día, su pintura: "Pintar con placer por el placer de hacerlo. Invertir el tiempo en la pintura para llegar a hacer de la pintura el tiempo, de la vida el paisaje, de la amistad el destino de compartir ese placer de seguir pintando" (Luis Mateo Díez).
Y es que no se entiende la labor artística de Francisco Concepción sin la mirada del otro, sin el apoyo y el aliento de cuantos formaron parte de su vida. Como cualquier creador, una gran parte de su trabajo transcurrió en el severo aislamiento del estudio. Luego está esa otra parte del tiempo que el artista dedica a entrar en contacto con el mundo, a comunicarse con sus semejantes. En el pintor palmero esta faceta de su personalidad estaba tan estrechamente unida a la otra, a la del creador enfrentado a la soledad del lienzo en blanco, que en él no cabe hablar de máscaras ni de existencias paralelas. En él la vida no era vida sin el arte y el arte no era arte sin la vida. Cuando salía cada sábado de excursión a un rincón diferente de la geografía de su tierra, rodeado de una corte de discípulos y cómplices, iban Quico y Francisco Concepción, uno junto al otro, uno dentro del otro.
El puro placer de sentirse vivos, a través de contar y escuchar historias, de cantar viejas canciones, de disfrutar de una agradable comida preparada a fuego lento o de los puros confeccionados sin premuras por Tomás "Pintito", se simultaneaba con la necesidad de mirar y de crear. Nunca, ni una sola vez en todas las innumerables ocasiones que, en sus últimos treinta y cinco años de singladura vital, mi tío salió cada sábado con su grupo de amigos, que hoy lamentan su ausencia con el inconsolable dolor de toda orfandad, volvió a casa con las manos vacías. Rejuvenecido el espíritu con el calor de la fraternidad, Quico retornaba con la felicidad del que quiere y es querido, mientras que Francisco Concepción había obrado el prodigio de pintar otro cuadro y así ganar una nueva partida al tiempo. Son precisamente estos cuadros, concebidos a partir del diálogo con la naturaleza y del encuentro con los demás, los que más se aproximan a la "mirada primera", cuyo eco el profesor y escritor Anelio Rodríguez percibe en la obra del pintor palmero: "Trasunto de una experiencia común, íntima, remota y absoluta, como la mirada primera, la única que en rigor anuncia, sin romperlo, el misterio de la plenitud".
Con algo de incomodidad y sorpresa ("A lo mejor se están pasando conmigo"), tío Quico asistió entre abrumado y profundamente agradecido a los homenajes que le rindieron en los últimos años. Aunque ninguno le hizo tanta ilusión como la fiesta que sus conciudadanos le tributaron en la antigua calle Vendaval el 21 de diciembre de 2002, después de que el Ayuntamiento de Santa Cruz de La Palma en pleno decidiera poner su nombre (Pintor Francisco Concepción) al lugar donde transcurriera su infancia y su juventud. Ese día inolvidable no faltaron a la cita ni la banda de tambores y cornetas de la Gaifa ni los tradicionales mascarones Biscuí y la Luna de Valencia. Emocionado, sin poder contener las lágrimas, quizá tío Quico fue consciente por primera vez en su vida de que la honestidad y la honradez de una carrera profesional llevada sin aspavientos ni petulancias también merecen reconocimiento.
Como no podía ser de otra manera, La Palma y los palmeros salpicaron y salpimentaron la última conversación que tuvimos el 20 de junio de hace cuatro años, cuando de forma fortuita topé con él en la esquina de la santacrucera calle de Jesús y María, muy cerca de la casa donde viven su hija Paola y su yerno Rodolfo, con dos de sus nietos. Acababa de llegar a Tenerife para someterse a unos análisis. Estaba preocupado, temeroso, porque en el fondo presentía que "esta vez la cosa va en serio". Nos sentamos en la barra de La Frasca y nos tomamos un par de cervezas sin alcohol. Me confesó que llevaba varios días sin poder dormir: "No he hecho otra cosa que recorrer esos espantosos pasillos del hospital. Son como un laberinto que no conduce a ninguna parte". Yo, sin embargo, lo encontré con un aspecto inmejorable. Se lo dije. "Sí, pero la procesión va por dentro", respondió.
Entonces, como quien no quiere la cosa, para distraerlo de las preocupaciones, le cambié de tema y le conté que había escrito la primera versión de un guión de mediometraje basado en el célebre incidente de la fuga y posterior cacería de un león del Circo Yugoeslavo, acaecida en Santa Cruz de La Palma en 1935 y que su querido sobrino Anelio había recreado en un precioso relato (El león de Míster Sabas). Acogió el proyecto con interés, luego pasó a contarme otras anécdotas y recuperó el divertido y punzante sentido del humor que siempre le conocí. Fue una charla chispeante, deliciosa, como todas las suyas.
Su muerte llegó semanas después. Impotente, tras recibir el mazazo que mi madre me dio por teléfono, a la tristeza de la noticia se unió la imposibilidad física de poderme desplazar a La Palma para asistir a su entierro. Confieso que durante los días siguientes, mientras descubría con admiración la fabulosa belleza de los paisajes del sur de Alemania, no pude quitármelo de la cabeza y en cada rincón de aquellas montañas alpinas, en cada reflejo de aquellos lagos entre azules y verdes, casi irreales, hallaba inconscientemente un motivo que él hubiese podido pintar con esa maestría innata, espontánea, tan fácil (sólo en apariencia), tan suya.
Siempre lamentaré de todo corazón no haber podido estar allí para decirle adiós. Para mostrarle mi afecto: a él, a Maribel y a sus hijos. Me queda la pena irremediable, la magua clavada como la punta de un alfiler. Pero también queda el recuerdo alegre de su sonrisa burlona, la satisfacción de haberle escrito unas cuantas líneas para dos dípticos de sus exposiciones, el placer imperecedero de contemplar su obra. Un poco más adentro, en ese espacio recóndito e inaccesible en el que guardamos nuestros miedos y nuestras esperanzas más secretas, una parte de mí desea que ahora mismo tío Quico esté frente algún paisaje luminoso, de pie, a la sombra de un árbol y delante de un caballete. Me lo imagino, pincel en mano, tratando de dar forma en su lienzo a la serena belleza de la eternidad. Porque, de ser así, de encontrarse en este preciso instante en los mismos o en parecidos escenarios a los que tan maravillosamente retrató a lo largo de su vida, Francisco Concepción nos volvería a hacer felices una vez más, ya que esa sería la prueba fehaciente e irrefutable de que en realidad el paraíso existe, de que aún no se ha ido, de que siempre permanecerá con nosotros.