El jazz, como cualquier otra música, comenzó siendo una forma de expresión vocal y las primeras notas de algo parecido al jazz fueron escuchadas por vez primera, a finales del siglo XIX, en el sur de los Estados Unidos, concretamente, en la ciudad de Nueva Orleans, donde confluían varios géneros musicales que eran exclusivos de la población negra: entre ellos, los blues o cantos improvisados en las plantaciones de algodón y los espirituales de las iglesias evangélicas.
En 1917 los músicos de Nueva Orleans se vieron obligados a emigrar hacia las prósperas capitales del norte. Los burdeles y las salas de baile en los que trabajaban habían sido cerrados. Pero el éxodo no sólo concernía a los artistas. Desde 1914 hasta 1918 más de cuatrocientos mil ciudadanos negros habían llegado al norte del país, provenientes de los estados del sur. Se instalaban en las ciudades de Chicago, Detroit, Nueva York, Filadelfia y Washington, atraídos por las promesas de un futuro mejor. Sin embargo, lo que descubrían era una realidad bien distinta. Los sueños de muchos se evaporaban entre las pestilencias de los guetos en los que vivían hacinados.
En Chicago, la ciudad en la que -según la letra de un blues– "el dinero crecía en los árboles", el jazz creció como forma musical. Así, cuando hoy se habla de jazz de Nueva Orleans, en realidad se alude al jazz que los músicos procedentes de aquella ciudad fabricaron en Chicago. Los principales responsables de esta transición estilística fueron, en primer lugar, el trompetista Joe "King" Oliver, también el pianista Jelly Roll Morton y, sobre todo, Louis Armstrong. Asimismo, todas las grandes cantantes de blues tuvieron que cambiar de lugar de residencia, como la portentosa Bessie Smith o la denominada "Madre del Blues", Gertrude Pridgett, o sea, Ma Rainey.
La vida en las grandes ciudades del Norte tampoco fue fácil para los músicos negros. Al igual que los trabajadores, ellos también se vieron obligados a alojarse en barracas miserables y en pensiones de mala muerte. Por si esto fuera poco, el 17 de enero de 1920 entra en vigor la llamada Ley Seca, que prohibía la producción, distribución y venta de bebidas alcohólicas. En contra de lo previsto, la medida ayudó a consolidar el poder de la mafia. Y, para desgracia del jazz y de su reputación, fue esta música la que sirvió de acompañamiento sonoro a los bebederos clandestinos.
No obstante, esta música, que algunos calificaban de "degradante", "insidiosa" y "neurótica", no sólo se oía en los locales prohibidos, sino que también amenizaba los bailes estudiantiles y las fiestas de la alta sociedad. No en vano, al referirse a la década de los años veinte, el novelista Francis Scott Fitzgerald acuñó el feliz término de Era del Jazz.
El 5 de diciembre de 1933, después de catorce años de absurdas restricciones, se legalizaba el consumo y venta de alcohol en EE.UU. Dicha medida originó la rápida apertura de infinidad de locales nocturnos a lo largo y ancho del país y esta nueva situación repercutió en el jazz. Éste pasó a convertirse en la música que bailaban las multitudes. Nacidas apenas unos años antes, las grandes orquestas serían las reinas del jazz en la década de los treinta y muchas de estas big bands contarían con una cantante. Y, de entre todas ellas, ninguna brilló con mayor luz que Billie Holiday.
Nacida en 1915, Eleanor Gough McKay, con tan sólo diecinueve años y dotada de una voz áspera y expresiva, sedujo al clarinetista Benny Goodman, quien la contrató como solista. De temperamento apasionado, esta sobresaliente intérprete de blues se hizo pronto con un espacio propio dentro de una orquesta especializada en swing.
Rebautizada artísticamente como Billie Holiday, esta cantante desarrolló sus excelentes dotes en distintas bandas. Así, en sucesivas etapas, trabajó junto a las formaciones lideradas por Count Basie, Teddy Wilson, Arti Shaw o Cozy Cole. Ya sea en estas orquestas o en sus propios conjuntos, Holiday mostraba una nueva concepción de la voz en el jazz. Y es que Billie se había separado de los habituales cánones de la tradición del blues para desarrollar una sintaxis musical innovadora, llena de originalidad, que la convierte en la mejor cantante que el jazz haya tenido. No en balde, uno de sus colegas dijo: "Lady Day no necesita instrumentos de viento. Suena como uno de ellos".
De entre el aluvión de big bands que recalaron en Nueva York a principios de los años treinta llamaba la atención, por su entusiasmo y vigor, la orquesta liderada por el percusionista Chick Webb. Este estupendo intérprete, famoso por su diminuta estatura y su aspecto deforme, innovó la forma de tocar la batería, estableciendo un nuevo método de ejecución. Webb dirigía la banda del Savoy Ballroom, un local conocido como el "Hogar de los pies felices".
En 1935, Chick Webb, a quien todos aclamaban como el "Rey de Harlem", descubrió en un concurso para aficionados a una aspirante a bailarina que no cantaba mal. Webb la convenció para que aprovechase su voz. Así fue como Ella Fitzgerald entró en el mundo de la música. Como aún era menor de edad, el pequeño batería ejerció una especie de tutoría sobre Ella. Al morir en 1939, Chick Webb le dejó la orquesta en herencia.
Unánimemente considerada una de las más grandes cantantes de todos los tiempos, Ella Fitzgerald fue una de las primeras vocalistas del jazz en cantar sin tener en cuenta la letra. Ella acostumbraba a improvisar una serie de onomatopeyas silábicas carentes de sentido en lo que, técnicamente, se denomina scat. Esta curiosa habilidad caracteriza a los solistas del bebop, la modalidad del jazz dominante en los años cuarenta.
En la década de los cincuenta, las grandes orquestas de jazz empiezan a tener serios problemas para sobrevivir y esto afectó también a las cantantes, que se vieron obligadas a adaptarse a repertorios más convencionales. Una de las grandes estrellas de esta época es Dinah Washington, nombre artístico de Ruth Jones. Nacida en 1924, en Tuscaloosa, una pequeña población de Alabama, Ruth demostró tener desde niña un precoz talento para la música. Con quince años ganó un concurso para aficionados y, durante su adolescencia, esta fornida muchacha negra simultaneaba las actuaciones en clubes de Chicago con su labor como pianista y cantante en el coro de la iglesia de Salle Martin"s. Hasta que en 1943 el vibrafonista Lionel Hampton la escucha en una audición. Hampton quedó impresionado y enseguida le ofreció a la joven Ruth la oportunidad de unirse a su banda. Acababa de descubrir a Dinah Washington.
Washington estuvo en la orquesta de Lionel Hampton tres años. Cuando decidió marcharse, en 1946, ya era una cantante hecha, provista de una voz penetrante, con una vocalización cristalina y un increíble sentido dramático. Dotada por igual para interpretar tanto canciones tristes como temas llenos de ritmo, su ex director, Lionel Hampton, reconoció en una ocasión: "Teníamos una banda de ensueño, pero Dinah sola era capaz de levantar al público de sus asientos".
A principios de los años cincuenta, en las salas y clubs nocturnos de Río de Janeiro, se fue gestando un cóctel de jazz y samba que surgía de una práctica musical muy intimista; casi como si se tratara de música de cámara. Aquel experimento, que derivaba directamente del cool jazz o jazz frío californiano, se caracterizaba por su marcado perfeccionismo formal. En este nuevo estilo los distintos elementos musicales se conciben como un todo: melodía, armonía, ritmo y contrapunto. Mientras, el canto fluye como en una conversación, estableciéndose una estrecha relación entre texto y música. Nos estamos refiriendo a un movimiento que marcaría un antes y un después dentro de la música contemporánea: la bossa nova.
De ser influidos por el jazz, los músicos brasileños pasaron en poco tiempo a influir en el jazz. Mientras que la mayor parte de las modas musicales se ven relegadas al olvido tras un año de esplendor, la bossa nova prosperó y conservaría intacto su gran atractivo comercial hasta bien entrados los años sesenta. Este éxito obligaría a los artistas de mayor renombre de Brasil a trasladarse a Estados Unidos. Como fue el caso de Joao Gilberto, Luiz Bonfá o Antonio Carlos Jobim. Por su parte, los músicos y cantantes de jazz norteamericanos incluirían en sus repertorios sus propias versiones de clásicos de la bossa nova, conocidos en todo el mundo.
La increíble repercusión de este género musical fue la ola que catapultó sin pretenderlo la carrera de la cantante Astrud Gilberto, esposa del cantante y guitarrista Joao Gilberto, que grabó la versión en inglés de La chica de Ipanema, junto al saxofonista Stan Getz, el compositor Antonio Carlos Jobim y el propio Joao Gilberto, porque ella era la única de la sección brasileña que hablaba este idioma.
Una vez enterrados los fantasmas de la II Guerra Mundial y después de la bonanza económica de los cincuenta, la década de los sesenta es la década de los cambios. El mundo nunca ha vuelto a vivir tan deprisa como lo hizo entonces. En apenas diez años, el fenómeno del rock and roll derivó en el pop y los Beatles tomaron el relevo de Elvis Presley. La intervención norteamericana en Vietnam encontraba un fuerte rechazo entre los jóvenes, que preferían hacer el amor y no la guerra y sustituían a John Wayne por Bob Dylan. Ernesto Guevara moría fusilado en Bolivia y con ello nacía el mito. Y el consumo de drogas se asociaba a la experimentación sensorial y a la búsqueda de uno mismo.
El devenir caótico de los acontecimientos tiene su reflejo en el jazz. En un breve período de tiempo surgen diferentes tendencias que corren paralelas a la reivindicación de los derechos civiles de la comunidad afroamericana. De entre las numerosas corrientes que se desarrollarían en aquel entonces fue el soul la que captaría la atención del gran público.
Emanado directamente del hard bop de los cincuenta, el soul jazz significaba una especie de retorno a las raíces de la música negra. Es decir: al canto religioso o gospel y al blues. Dicha fórmula sería explotada con éxito por muchos solistas y conjuntos. Al igual que las grandes estrellas de la música soul, como Sam Cooke, Aretha Franklin, Billy Preston, Ray Charles o James Brown, también la maravillosa cantante de jazz, Sarah Vaughan, provenía de un ambiente religioso. No en balde se había educado en los coros de las iglesias evangélicas, cuyos miembros cantan gospel al ritmo de sus animosas palmadas y del sonido de un piano, de una guitarra, de una batería y, sobre todo, del instrumento principal: el órgano.
En la década de los años setenta, el jazz recurrió a la fusión para aguantar el tirón comercial de los grandes monstruos del rock y del pop, en una batalla que tenía perdida de antemano. La idea de mezclar el jazz con el rock no tardó en dar síntomas de un rápido e inevitable agotamiento. Así que, a mediados de este decenio, los grupos que habían sido creados bajo los auspicios de dicha fórmula comenzaron a disolverse.
Con la excepción de la banda Weather Report, que vivía entonces su mejor época, el resto de conjuntos desaparecerían con la misma fugacidad con la que habían emergido. Ocurrió con Return to forever, que lideraba el pianista Chick Corea, y con la numerosa Mahavishnu Orchestra, del guitarrista John McLaughlin, quien seguiría explorando la música indú por otros derroteros y en otras formaciones.
Tal y como había predicho el vibrafonista Gary Burton en 1969, el "jazz-rock resultaría muy poco importante para el futuro de la música". A su juicio, esto se debe a que en la música rock "el énfasis se pone en el carisma y no en el contenido". Y, naturalmente, el público pronto se cansó de oír un sonido que ya no transmitía, ni estimulaba nada.
Si el jazz-rock había recuperado al jazz para el gran público, en los años setenta el jazz retornaría a las pistas de baile, casi tres décadas después del auge de las bandas de swing, de la mano de otro híbrido musical: el jazz-funk.
Este género tendría su origen en la música con la que arrasaban en las discotecas las estrellas negras del soul. O sea: James Brown, The Temptations, Marvin Gaye, Earth Wind and Fire o Curtis Mayfield. Preocupados por ofrecer una música intermedia entre el rock de corte tradicional y el soul, una serie de intérpretes de jazz que, por otra parte se sentían comprometidos con los problemas de la población de color, decidieron fundir ambas corrientes en un nuevo cóctel, el jazz-funk, que gozaría de una popularidad inmediata.
Considerada la indiscutible reina del soul, Aretha Franklin es, sin duda, una de las cantantes más queridas y admiradas del último siglo, gracias a su asombrosa voz y a su total dominio del ritmo.
Con la entrada en los años ochenta, la música experimentaría importantes cambios. La generalización de los ordenadores como herramientas de trabajo se tradujo en el tecno pop, un híbrido sonoro en el que desempeñaba un papel decisivo el sintetizador digital. Al inicio de esta década el jazz llevaba casi un siglo de larga andadura. Había evolucionado desde la ya remota Nueva Orleans hasta convertirse en una música multiétnica, imposible de calificar y clasificar.
Los músicos de jazz optaron por volver sobre los pasos ya dados y, olvidando por un momento los ecos del rock y del funk, regresaron a las principales corrientes: el swing de los años treinta, el bebop de los cuarenta y el free de los sesenta. Sin embargo, el estilo que terminaría imponiéndose como mayoritario en los ochenta sería una revisión del hard bop, surgido treinta años antes.
Frente a esta corriente principal, representada por los hermanos Wynton (trompetista) y Bradford Marsalis (saxofonista), otros músicos empezaron a hacerse eco del rap y del hip hop, mezclando la música de la calle con los viejos estilos más genuinamente jazzísticos.
Ése fue el caso del colectivo M-Base, abreviatura de Macro-Basic Array of Structured Extemporization. Una banda creada en 1981, bajo el liderazgo común del saxo alto Steve Coleman y del trompetista Graham Haynes, que intentó crear un sonido que sirviese de respuesta al jazz más convencional. Uno de los componentes originales de M-Base fue la cantante Cassandra Wilson, quien con posterioridad ha seguido una notable carrera por su cuenta y riesgo. En la actualidad, Wilson pasa por ser la vocalista de jazz más relevante de las dos últimas décadas y la más digna heredera de la fabulosa estirpe de cantantes extraordinarias de las que hemos venido hablando hasta ahora.
Mención aparte merecen aquellas pianistas que han acompañado y aún acompañan con su voz al sonido de su propio piano, mientras interpretan música escrita por otros o por ellas mismas. La larga historia del jazz ha conocido a muchas de estas magníficas cantantes-pianistas (Nina Simone, Diane Schuur, Eliane Elías, Norah Jones) pero pocas han tenido tanto éxito como la canadiense Diana Krall. De voz más bien discreta y de técnica eficaz pero sin alardes, esta bella mujer destaca por una ejecución limpia y un tono cálido y sugerente que agrada a todos los públicos.
Precisamente, la búsqueda de la aceptación unánime por parte de los aficionados, del respaldo mayoritario de la crítica o del patronazgo de las grandes compañías de la industria discográfica nunca fueron el objetivo de Abbey Lincoln, cantante y compositora de jazz, fallecida el pasado 14 de agosto, en Nueva York, a la edad de ochenta años.
Esta mujer, de cuya muerte, sorprendentemente, se hicieron eco los principales medios de comunicación de este país, renunció a una presumible carrera de estrella atractiva y edulcorada, de rostro bonito y sugerente y de voz resultona, para tratar de encontrar su propio lugar en la música, en un mundo convulso.
Anne Maria Woolridge (Chicago, 1930) iba camino de convertirse en una figura sofisticada dentro de los escenarios norteamericanos cuando, en 1962, conoció al batería Max Roach, con quien estuvo casada hasta 1970 y junto al que emprendería un cambio absolutamente radical no sólo desde el punto de vista artístico sino también personal. Inmersa en la consecución de un estilo propio, Abbey Lincoln, décima de una familia de doce hermanos, procedente del área rural de Michigan, empezó su carrera a la edad de diecinueve años en Los Ángeles, a donde se trasladó para ser una figura de relumbrón. Sin embargo, de la mano de su primer marido, terminaría adentrándose en la música y el folclore africano y reivindicando el tono declamatorio de los actores y actrices de raza negra del teatro norteamericano. Ella misma intervino en varias películas como Nothing but a man o For Love of Ivy (1968), donde compartía protagonismo con Sidney Poitier.
Gracias a su conocimiento de los géneros del canto africano, Lincoln logró una inusual conciliación entre la letra y la música, ya que dentro del jazz la mayor parte de los cantantes trabajan su fraseo de forma instrumental. Fruto directo de aquellos años turbulentos y repletos de conflictos son sus grabaciones para el sello independiente Candid, creado por el crítico Nat Hentoff, donde, en 1960, vio la luz la explosiva suite We Insist! Freedom Now, un desesperado grito contra la discriminación racial, escrito por Max Roach y Oscar Brown, al que Abbey Lincoln aportó toda su violenta energía en un soberbio ejercicio de tensión contenida.
Durante años se mantuvo alejada de los estudios de grabación ya que prefería la calidez del directo y actuar en pequeños clubes. Mientras, mantuvo incesante su militancia, a través de su colaboración con toda clase de asociaciones y organismos en defensa de la dignidad de la minoría afroamericana y, dentro de ella, de la mujer negra. Poco a poco, a partir de la década de los ochenta, su música se fue apaciguando, sin llegar nunca a renunciar a sus particulares caballos de batalla, para desembocar en un repertorio predominantemente baladístico, en el que brillaba su creatividad como compositora (su Throw it away, Deshazte de eso, ha pasado a formar parte de la selecta colección de clásicos del jazz contemporáneo) así como su evidente devoción por Billie Holiday. Principio y fin de esta y otras historias.