Cuando el pasado 12 de septiembre, en el aeródromo de Armilla, bajo un cielo azul limpísimo y un sol espléndido, Francisco Márquez Sánchez (Alpandeire, Málaga, 1864-Granada, 1956) fue beatificado, según lo dispuesto por el Papa Benedicto XVI, sentí que asistía, entre la incredulidad y la conmoción, a la clausura de uno de esos círculos concéntricos en los que converge la vida como si se tratase del tronco de un árbol. Ese fin de semana, once miembros de la familia Carrillo Trujillo nos habíamos desplazado hasta la capital granadina para presenciar el desenlace de una historia que se empezó a escribir cuarenta años antes.
Si se me permite el guiño literario, se puede decir, sin riesgo de que nos tilden de exagerados, que, por aquel entonces, Santa Cruz de La Palma era una pequeña ciudad portuaria con un buen puñado de casas blancas y una veintena de edificios, construidos a la orilla de un mar de aguas diáfanas, que bañaban un lecho de piedras volcánicas, negras, abruptas y domesticadas. El mundo seguía siendo tan reciente que muchas cosas carecían de nombre. Y a ese mundo, que se acababa de incorporar al progreso después de la larga posguerra del hambre y del racionamiento, recaló muy a finales de la década de los sesenta un fraile capuchino, natural de La Rambla, Córdoba.
Como quiera que nuestro monje, ataviado con el preceptivo hábito y las sandalias, se presentó en la capital palmera en los primeros días de febrero, coincidiendo con los Carnavales (llamados eufemísticamente Fiestas de Invierno), fue regado con los correspondientes polvos de talco, ya que más de un despreocupado parroquiano pensó que lo suyo era un excelente y atrevido disfraz, que incluía una barba por completo natural. Una vez aclarada la confusión y debidamente desempolvado, fray Damián, que vivía junto a otros hermanos en un modesto piso de Las Palmas de Gran Canaria, comenzó su trabajoso y duro peregrinaje, casa por casa, puerta por puerta, por todos los pueblos de la Isla Bonita.
Su paciente y constante postulación consistía en divulgar la palabra de Dios a través de la obra (y milagros) de fray Leopoldo de Alpandeire: un religioso de origen humilde que, durante casi cincuenta años, ejerció el oficio de limosnero en Granada, donde adquirió notoria fama por su discreción, su humildad y su cristiana solidaridad con los más desamparados. Hombre comprensivo, de mentalidad austera, de escasa cultura pero dotado de un gran corazón y de un incontestable sentido común, fray Leopoldo, que recuerda un poco al anciano monje Zosima, de Los hermanos Karamázov, falleció nonagenario y fue venerado en vida como si fuese un auténtico santo, a quien se le empezaban a atribuir ciertos prodigios. Uno de sus discípulos, que se encargó de cuidarle y atenderle en sus últimos años, con otros compañeros de la congregación, se personó en el domicilio de mis abuelos paternos en febrero de 1969.
Visiblemente cansado, algo hambriento y sin techo bajo el que cobijarse, fray Damián de La Rambla aceptó encantado el gentil ofrecimiento de hospedaje de tan hospitalaria pareja e inició una entrañable amistad con José Amaro y María Jesús que no pudo romper ni siquiera la muerte de ambos, ya que el vínculo con la familia se ha seguido manteniendo todos estos años en la persona de sus hijas, mis tías Florinda y Nena, cuyo marido, José María Rivera, granadino, conoció a fray Leopoldo cuando era niño y rememora su sencillez de viejo tímido, que huía de la fama, del reconocimiento público y de la comodidad del sillón y que se sentaba, durante sus visitas por las casas, en las sillas más incómodas.
En medio del previsible trasiego que, en torno a la figura del nuevo beato de Alpandeire, se suscitó en Granada en esos días de septiembre, no esperábamos reencontrarnos con fray Damián, al que buscamos sin éxito en la residencia oficial de los capuchinos. Habíamos abandonado toda posibilidad de verle cuando, inesperadamente, nos topamos con él en plena Gran Vía. A pesar de que ha rebasado los ochenta años, de que ha ganado algo de peso con la edad y de que sus andares no son los mismos (¿cuántos miles de kilómetros acumularán esas piernas?, me pregunto), lo reconocimos enseguida.
Mantenía el tono nasal y agudo de su voz y se mostró tan cariñoso como lo recordaba hace treinta años, cuando se reía con una carcajada limpia y contenida con las ocurrencias que le largaba mi padre a modo de pícaras provocaciones nunca malintencionadas. Nos confesó que dejó el tabaco hace tiempo y que le sigue gustando el cine. Afición de la que puede dar fe mi tío Carlos que, en una demostración de su peculiar sentido del humor, lo invitó y acompañó en su día al estreno, en Santa Cruz de Tenerife, de El último tango en París.
Nos despedimos de él, no sin antes sacarnos la fotografía de rigor. Al día siguiente, en el curso de la ceremonia de beatificación, a la que había acudido envuelto en un agnosticismo esperanzado (feliz término, acuñado por el maestro Luis Alemany), al descubrir que era fray Damián quien portaba las reliquias de Francisco Márquez Sánchez hasta el altar, no pude evitar que un nudo de emoción se me formase en la garganta y plantearme que, al fin y al cabo, tal vez haya algo de verdad en todo esto.