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El callejón
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Zombieland

No es una terrorífica cinta sobre zombis de George A. Romero. Es la estremecedora realidad cotidiana que se reproduce durante las noches de cualquier fin de semana, en la línea de metro ligero, entre Santa Cruz de Tenerife y La Laguna.

A George Orwell, que predijo con exactitud la clase de inmundo zoo en que vivimos* 

Hace veinte años, durante mi primer curso en la Universidad, leí uno de esos tres o cuatro libros esenciales que te ayudan a entender mejor la vida. Era esa clase de lecturas que, al igual que determinadas experiencias, marcan un antes y un después. Publicada tras la hecatombe de la II Guerra Mundial, que había sacado a la luz lo más perverso y monstruoso de la naturaleza humana y había dejado un mínimo, casi inexistente, resquicio para la esperanza, La peste, de Albert Camus, no sólo es una parábola acerca del cruel holocausto en el que acababan de perecer millones de personas, exterminadas muchísimas de ellas como ratas, también constituye el relato aleccionador de la lucha del hombre ante la adversidad, de su entrega solidaria, de su coraje sin límites; de su resistencia heroica al dolor, a la soledad y a la condena de vivir una existencia absurda en la que Dios carece de sentido.

Tanto en su dimensión literaria como filosófica, la novela de Camus, que describe con una admirable economía de medios el devenir de una epidemia que asola la ciudad de Orán y la resistencia de quienes sufren y combaten las indiscriminadas acometidas del feroz y terrible bacilo, supera en calidad e intensidad a su modelo, que no fue otro que Diario del año de la peste (1722), de Daniel Defoe, crónica, mucho más libérrima que rigurosa, de los hechos acaecidos en la capital londinense en 1665. Curioso antecedente del tipo de periodismo que habrá de consolidarse con gran éxito editorial en la década de los sesenta, a partir de A sangre fría, de Truman Capote, este primitivo trabajo del autor de Las aventuras de Robinson Crusoe (en las que también mezclaba ficción y realidad a partes iguales) resulta un interesante ejercicio de alquimia narrativa donde los límites entre los géneros se desvanecen y, por momentos, uno, como lector, no sabe si a través de sus páginas transita por el reportaje, el ensayo, el relato de costumbres o el sermón eclesiástico.

En cualquier caso, debemos sentirnos agradecidos a Defoe, ya que, sin su Diario, muy probablemente a Albert Camus nunca se le hubiese ocurrido escribir su obra maestra, que viene a ser el reverso positivo, esperanzado y luminoso, de El extranjero, donde el retrato del ser humano es excesivamente fatalista y demoledor.

Si pasamos por alto las muy socorridas (y poco leídas) Un mundo feliz (1932), de Aldous Huxley, y 1984 (1949), de George Orwell, pocos han sido los autores de prestigio que, antes y después de la publicación de La peste, en 1947, se han aventurado a conjeturar, en medio de escenarios marcados por la destrucción y el caos y sirviéndose de relatos de similar trasfondo simbólico, en torno a la verosimilitud que encierra una realidad increíble y a la falsedad que alberga una ficción verdadera.

En este sentido, la especulación literaria sobre el futuro, creada desde la deconstrucción del presente, ha quedado prácticamente en manos de escritores de escaso renombre, que han agotado su ingenio y su talento al servicio de la llamada literatura popular, aquella que adopta los rasgos, las convenciones y las servidumbres de un determinado subgénero: ya sea el terror o la ciencia ficción. Así, en uno y en otro ámbito, ha habido numerosos ejemplos durante la segunda mitad del siglo veinte, que, con mayor o menor puntería, reinciden en el desolador paisaje que de la especie humana ofrecen dos de los tres títulos anteriormente citados.

A mitad de camino entre lo macabro y lo fantástico, habría que incluir dentro de este repertorio de novelas de anticipación a El día de los trífidos (1951), del británico John Wyndham, que comienza cuando su protagonista, un biólogo, despierta en el hospital y descubre, con horror, que la mayoría de la población ha caído en una extraña pérdida total de visión, víctima de lo que parece una invasión alienígena. Despreocupada precursora de la muy sobrevalorada y algo plúmbea Ensayo sobre la ceguera (1995), de José Saramago, la fábula de Wyndham, autor también de la inquietante Los cuclillos de Midwich (llevada al cine como El pueblo de los malditos, en 1960), es una aguda y, a veces, irónica reflexión sobre el mantenimiento de las estructuras de poder justo cuando todo se ha ido al garete. No deja de resultar curioso que el escritor adopte aquí el tono y la estética de una literatura mal llamada menor para hablar de cuestiones de alto calado intelectual, planteadas a partir de graves situaciones extremas, que guardan un claro paralelismo con las que experimentó en carne propia, cuando participó como soldado en el Desembarco de Normandía y en otras escaramuzas bélicas durante la II Guerra Mundial.

Con anterioridad al relato de Wyndham, en 1945, se publican las Crónicas Marcianas, de Ray Bradbury, quizás el más lúcido, poético y original estudio antropológico que se haya trazado nunca y que fue presentado bajo la inofensiva apariencia de la ficción científica. Sin embargo, el acierto de Bradbury, que es uno de los más grandes escritores de la literatura contemporánea, reside en que fue capaz, con prodigiosa sencillez, de trascender de la simple anécdota (la supuesta recreación de la conquista del Planeta Rojo) para mostrar a colonos y nativos como personalidades contrapuestas de una misma criatura: frágil, temerosa y solitaria.

Ocho años después de esta elegía antimilitarista, que le valió los elogios de un crítico tan severo e implacable como Jorge Luis Borges, quien prologó su edición en castellano ("Toda literatura -me atrevo a contestar- es simbólica; hay unas pocas experiencias fundamentales y es indiferente que un escritor, para transmitirlas, recurra a lo fantástico o a lo real, a Macbeth o a Raskolnikov, a la invasión de Bélgica en agosto de 1914 o a una invasión de Marte"), Bradbury presentó Fahrenheit 451, su particular Armagedón, en la que un mundo altamente tecnificado, en permanente vigilancia policial y donde las relaciones interpersonales se ven reemplazadas por la televisión interactiva, cuenta con un cuerpo de bomberos exclusivamente dedicados a la quema sistemática de toda clase de libros, ya que la lectura se ha convertido en delito.

Analizada hoy, transcurrido más de medio siglo desde su aparición, Fahrenheit podría parecerle una ingenua hipótesis a la actual generación del ebook, del ipad y de wikileaks. No obstante, conviene recordar que, por los años en los que esta pieza magistral salió a la calle, Estados Unidos atravesaba el periodo más oscuro y obsceno del macartismo y el país vivía en una constante psicosis colectiva motivada por el pánico a la guerra nuclear. En plena era de los cosmonautas y de los spunitks, Bradbury reconducía su mirada, puertas adentro, hacia una Norteamérica que ya no se reconocía a sí misma y los hombres-libro con que concluye su siniestra profecía detentan el noble estatus de últimos baluartes de la cultura y del conocimiento de una especie en vías de extinción.

El marcado acento humanista que alienta las mejores obras de este polifacético escritor (también dramaturgo, guionista y diseñador) se aprecia en la trayectoria paralela de su colega Richard Matheson, por quien el propio Bradbury profesa una abierta admiración. Aunque haya invertido gran parte de su caudal creativo en la escritura de libretos para películas de segunda fila (sobre todo, a raíz de vender a los estudios Universal los derechos de su cuarta novela, la magnífica fantasía de corte kafkiano El increíble hombre menguante), Matheson es un extraordinario narrador y un consumado maestro dentro del género del horror psicológico, cuyos cuentos son un recomendable banquete de deliciosa literatura (en España, Valdemar editó, en 2003, una soberbia antología bajo el rótulo de Pesadilla a 20.000 pies y otros relatos insólitos y terroríficos), y además cuenta en su haber con un puñado de novelas de notable calidad pese a que nunca sean citadas en los suplementos culturales de El País o del ABC. Entre ellas destaca Soy leyenda, la que mayor fama y dinero le ha reportado a su creador, pese a que no haya tenido ninguna suerte en sus tres versiones cinematográficas reconocidas.

Publicada en 1954, se trata de una auténtica joya para los amantes de la lectura placentera, sin prejuicios ni etiquetas. De nuevo con el temor al holocausto nuclear como fobia subyacente, la Tierra es presentada aquí como un erial ruinoso cuya población ha sido infectada por un anómalo virus que transforma a hombres y mujeres en vampiros. En un hábil giro argumental, el único ser humano no contagiado, Robert Neville, termina siendo el monstruo horrendo que debe ser aniquilado para proteger a la nueva sociedad. Con una asombrosa sencillez, esta historia sin pretensiones aborda el complejo concepto de la ambigüedad moral y demuestra, en vísperas de la revolución política, social y sexual que se produciría en la década siguiente, qué vulnerables resultan las convicciones sobre las que se cimienta el edificio de la civilización.

"Empecé a escribir un relato y, casi sin darme cuenta, me encontré con algo mucho más grande. Durante dos años disfruté como un niño al destruir a la raza humana", con estas palabras explica Stephen King el proceso de gestación de Apocalipsis (1978), su novela más voluminosa. Discípulo aventajado de Richard Matheson, a quien reconoce como uno de sus progenitores literarios, probablemente King sea el escritor vivo más célebre en todo el mundo. Jamás obtendrá el reconocimiento de la Academia Sueca, pero eso le trae sin cuidado a alguien que sólo en concepto de derechos de autor ingresa cada año más dinero que el que pueda llegar a sumar Teddy Bautista al frente de la SGAE cuando llegue el lejano día en que obtenga su tan envidiable jubilación. De King se han divulgado toda suerte de rumores y leyendas (que si tiene reclutada una tropa de negros, como Alejandro Dumas; que firma libros que escribe otro tipo, en la sombra; que es en realidad un extraterrestre…), pero lo único cierto es que nos hallamos ante un hombre dotado de unas sensacionales aptitudes para ganarse la vida haciendo aquello que más le satisface.

Mucho mejor escritor de lo que, en principio, se puede esperar de quien, en plenitud de sus facultades y en el esplendor de su carrera, tuvo que inventarse un pseudónimo (Richard Bachman) para hacerse la competencia a sí mismo y poder publicar todo el material inédito que le rechazaron antes de que la editorial Dobleday le pagara, en 1973, un talón de 2.500 dólares como anticipo de Carrie, su primera novela, gracias a la cual su familia pudo abandonar la caravana en la que malvivía y así tener casa propia, Stephen King se define a sí mismo como un autor que es a la literatura norteamericana lo que McDonald"s a la alta cocina.

Escrita en el tramo más febril de su fructífera trayectoria, Apocalipsis es una apabullante montaña rusa de más de mil quinientas páginas que relata los devastadores efectos de una pandemia provocada por un agente patógeno creado en un laboratorio militar. Narrada a partir de lo que le sucede a una docena de personajes, al estilo de las películas de catástrofes que se pusieron de moda en los años setenta, en virtud del abrumador triunfo de El coloso en llamas, este novelón, que causa en el lector una irresistible adicción, es la cima que se espera que un escritor como King pueda alcanzar, mientras que otros autores se proponen retos como La montaña mágica o El arco iris de la gravedad.

El indiscutible rey del miedo no volvió a plantear la destrucción del planeta a sus muchísimos lectores hasta casi treinta años después, cuando en 2006 publica Cell, con la que Apocalipsis guarda una muy vaga similitud. Un mal día, sin venir a cuento, se desata una especie de trastorno masivo de la conducta, generado a través del teléfono móvil, que, en cuestión de segundos, reduce a los sujetos a su mera condición animal. El fenómeno, denominado Pulso en la novela, supone un instantáneo proceso de involución que transforma a los seres humanos en zombis furiosos e irracionales, sometidos a sus instintos primarios de violencia y depredación.

En el fondo, King, que este año ha reaparecido en las librerías españolas con otra mastodóntica pesadilla, La Cúpula, una gigantesca paella de horror y ciencia ficción con la que pretende complacer la insaciable glotonería de sus fans, no se considera otra cosa que un buen escritor de segunda categoría que trata de contar historias cotidianas, protagonizadas por gente corriente, aunque, para ello, utilice las señas de estilo del género de terror. Así, en Cell, que no deja de ser un truculento entretenimiento para mentes ociosas con ganas de emociones fuertes, relata la espeluznante odisea de un padre que atraviesa el país para reencontrarse con su hijo. Línea argumental que recuerda mucho a la aclamada La carretera, publicada en 2006 y premiada con el Pulitzer. Y es que, prejuicios al margen, con esta novela corta, a ratos espléndida y ciertamente sobrecogedora, Cormac McCarthy se ha atrevido a entrar en el vituperado y marginal ámbito de una literatura que siempre ha sido maltratada y menospreciada por la crítica.

En este texto, que hubiera pasado desapercibido para todos aquellos que lo han encumbrado como uno de los mejores títulos de los últimos tiempos de no haber llevado la firma de su autor, se repiten muchas de las constantes de las que hemos venido hablando hasta ahora: la acción transcurre en un mundo devastado por un cataclismo de dimensiones colosales, el caos se ha adueñado de la realidad y los escasos supervivientes sobrellevan el peso de este abominable purgatorio desde las filas de la compasión o de la barbarie, representada aquí por bandas incontroladas de desalmados que se entregan a la antropofagia.

Precisamente, el canibalismo y, más concretamente, los zombis o muertos vivientes, que han tenido escasa fortuna en el universo literario (a excepción de unos pocos relatos de Edgar Allan Poe, Ambrose Bierce y Howard Phillips Lovecraft), han alimentado una amplia filmografía de celuloide cutre y rancio, cuya pieza fundacional fue La noche de los muertos vivientes (1968), un engendro rodado en blanco y negro, con un presupuesto mínimo, bajo la dirección del hábil e ingenioso George A. Romero y que fijó los patrones de conducta de estas criaturas, que luego han sido respetados al pie de la letra no sólo por todos los filmes posteriores (tal vez 28 Días después, del británico Danny Boyle, y la divertida Zombieland, de Ruben Fleischer, sean los productos de mayor calidad) sino también por todas las series de videojuegos, videoclips (¿se acuerdan de Thriller, de Michael Jackson?) y cómics (como la interesante The Walking Dead, original de Robert Kirkman y adaptada este mismo año a la televisión, con enorme éxito, por el excelente guionista y director Frank Darabont) que han querido explotar esta primitiva forma de horror autoinducido.

Con sus andares torpes, su incesante sed de sangre fresca, sus carnívoras intenciones y su cerebro funcionando al mínimo rendimiento, los zombis de la ficción son grotescas caricaturas, tenebrosas marionetas que, en la mayoría de los casos, despiertan más risa que espanto, más conmiseración que asco. Sin embargo, no sucede lo mismo con sus réplicas en el mundo real. Me refiero a los monstruos agresivos, incívicos y peligrosos que pueblan nuestras vidas y que todos, con nuestra pasividad e indiferencia, hemos contribuido a crear: en nuestra propia casa, en el hogar de al lado, en la oficina, en la calle y en los despachos donde se toman las más importantes decisiones.

 

* A todos aquellos a quienes les parezca exagerada esta apreciación les pediría que me explicasen si se les ocurre otra forma mejor de definir un mundo en el que, según denuncia Amnistía Internacional, se siguen cometiendo constantes abusos y violaciones de los derechos humanos.

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