Al profesor Eleuterio César Herrera Hernández, compañero de fatigas escolares, amigo y gran aficionado al jazz
La leyenda cuenta que tal noche como hoy, en la tierra ocupada por una potencia extranjera, Dios se encarnó en una criatura inofensiva e inocente, llegada al mundo casi a la intemperie, en el seno de una modesta familia de perseguidos.
Veintiún siglos después, las cosas no han cambiado tanto como cabría esperar y, en el mismo planeta en el que cada día perecen más de 24.000 niños y niñas menores de cinco años, por carecer de las mínimas condiciones para sobrevivir, sigue habiendo millones de refugiados, de desplazados, de apátridas a los que nadie quiere acoger.
Resulta imposible verificar, a través de pruebas fehacientes e irrefutables, si aquel recién nacido, alumbrado en el rústico confort de un establo, era, en efecto, la versión humana de la suprema divinidad. Sin embargo, sí es fácil imaginar lo que sería de Él si, en vez de nacer en la antigua Judea, viniese al mundo hoy en cualquiera de las miserables ciudadelas y poblados cochambrosos que, como círculos de un infierno concéntrico, existen en el extrarradio de las grandes megalópolis contemporáneas.
Por ejemplo, de haber nacido en un campamento gitano, en las afueras de París, Jesucristo muy probablemente habría sido expulsado de Francia, junto a sus padres, rumbo a Rumanía, y habría emprendido un penoso deambular por toda la Tierra sin encontrar un solo lugar en el que la Sagrada Familia no fuera rechazada. Porque los gitanos de ahora son los judíos errantes del pasado, a los que nadie jamás quiso hasta que, gracias a su propio esfuerzo, a terribles sacrificios y a un formidable talento, estos ex parias se adueñaron de los principales centros de poder.
Religiones, mitos y supersticiones al margen, prefiero creer que Dios, en el hipotético (y muy remoto) caso de existir (cuestión, por otra parte, tan espinosísima como irresoluble), se encarna en todos y cada uno de nosotros (incluso en los peores de nosotros, en los más abyectos, granujas y sinvergüenzas, sí, también en Emilio Rodríguez Menéndez), pero, sobre todo, en algunos seres de naturaleza extraordinaria, angelical, que contribuyen, con su increíble valía y su insólita brillantez, a iluminar este claroscuro y corto trayecto entre tinieblas que es la existencia, en fin, la vida, Manola, la vida, que diría la inolvidable Dolores Bethencourt, prima hermana de mi abuela. Hablo de aquellos seres prodigiosos que, en sí mismos, justifican en cierta medida el hecho de que estemos aquí.
Me refiero a individuos de la talla de Jean Baptiste Django Reinhardt, quien nació en la pequeña localidad de Liberchies, Bélgica, el 23 de enero de 1910. Hijo de la bailarina y cantante Laurence Reinhardt y del violinista y guitarrista Jean-Eugene Weiss, el pequeño Django vino al mundo en una carreta, en plena tournée de sus padres, ratificando el carácter vagabundo de la etnia gitana, a la que éstos pertenecían, y preludiando la vida errante que él mismo llevó a lo largo y ancho de su vida.
A los ocho años, el clan Reinhardt se estableció en uno de los campamentos de la periferia de París y, a la pronta edad de nueve años, Django ya había ganado un premio como virtuoso del banjo de seis cuerdas y acompañaba a conocidos acordeonistas, como Fredo Gardoni, que tocaban en bailes y verbenas populares.
Con tan solo catorce años, Django Reinhardt era considerado un consumado intérprete, capaz de tocar cualquier pieza con sólo oírla una vez y capaz de alternar el banjo, la bandurria, la guitarra e incluso el violín. En 1928, a los dieciocho años, graba su primer disco, junto al cantante Poulette Castro y el guitarrista Gusti Malha, a quien muchos consideran su primer maestro.
La noche del 2 de noviembre de 1928 la fatalidad se cruza en la vida de Reinhardt, quien, a su regreso del nuevo local en el que estaba empezando a actuar, estuvo a punto de morir calcinado en un incendio que se produjo en el carromato en el que se alojaba. Su pierna derecha y los dedos índice y corazón de la mano izquierda sufrieron graves quemaduras.
Durante año y medio, el joven artista quedó al cuidado de su madre y en este periodo de convalecencia llevó a cabo una solitaria e impresionante labor de rehabilitación que le permitió seguir tocando la guitarra mediante una extraña y curiosa técnica instrumental, consistente en utilizar los dedos índice y anular.
En 1931, recuperado totalmente de las quemaduras sufridas en sus dedos, Django Reinhardt y su hermano Joseph, también guitarrista, viajaron a la Costa Azul francesa, donde llevaron una vida típicamente gitana, tocando de acá para allá, siendo acogidos en los numerosos campamentos de la zona y durmiendo al raso, cuando no quedaba otro remedio, en plena playa y bajo la luz de las estrellas.
Los dos hermanos dominaban un amplio repertorio de canciones napolitanas, españolas e incluso de piezas de música ligera para conciertos. Actuaban en toda clase de sitios: tabernas portuarias, burdeles, restaurantes de lujo y casinos. Y fue en uno de estos locales, el Café des Lions, en Toulon, donde Django conoció al pintor y fotógrafo Emile Savitry, que le puso en contacto, a través de sus discos, con la música de Louis Armstrong y Duke Ellington, que causaron una honda impresión en el guitarrista, quien pasó a convertirse en una verdadera atracción en el París de entreguerras, siendo admirado por escritores, intelectuales y artistas, como Alejo Carpentier, Anaïs Nin, Louis Aragon, Jean Cocteau, Darius Milhaud o Francis Poulenc.
Es entonces cuando se produce el encuentro decisivo que habría de cambiar para siempre la vida de Django Reinhardt: entra en contacto con el pianista y violinista parisino Stéphane Grappelli. Provisto de una nueva compañera de fatigas, una guitarra acústica confeccionada por el luthier Mario Maccaferri, Django Reinhardt se lanza a crear su propia versión del dúo italo-americano de guitarra y violín, formado por Eddie Lang y Joe Venuti, cuyos discos tanto le recordaban a la música gitana.
En Stéphane Grappelli, otro virtuoso que se había formado a sí mismo, como él, Django encuentra al cómplice perfecto y pronto no tardan en unírseles su hermano Joseph Reinhardt, Roger Chaput, también a la guitarra, y el contrabajista Louis Vola.
En septiembre de 1934, Charles Delaunay, fundador del recién creado Hot Club de Francia, escucha por vez primera a un grupo que tocaba por las tardes en el hotel Claridge: "Decidí ir porque, según me habían dicho, tocaban jazz con instrumentos asociados a la música clásica -recuerda Charles Delaunay-. Tocaban por puro placer, sin pensar en nada que no fuera disfrutar del momento, descubriéndose a cada paso. Cuando les insinué la posibilidad de grabar un disco, me encontré con una reacción enormemente hostil, como si esa proposición fuera en contra de su idea de tocar por placer".
A pesar del inicial rechazo de los propios músicos, Charles Delaunay consiguió finalmente convencer a Django Reinhardt y a Stéphane Grappelli y el quinteto del nuevo Hot Club de Francia, con el acompañamiento del cantante Bert Marshall, grabó en septiembre de 1934 su primer vinilo: una especie de maqueta presentada bajo el título de Delaunay"s Jazz, en honor al promotor del proyecto.
Sin embargo, hasta que Jean Caldariou, director de un modesto y desconocido sello discográfico, Ultraphone, aceptó producir al grupo "a fondo perdido", el conjunto de Reinhardt no encontró sino la negativa de las principales casas discográficas del país.
A pesar de tales reticencias, el quinteto del Hot Club no sólo grabó un primer disco con cuatro temas (entonces no existían los long plays) sino que también ofreció un concierto en la Escuela Normal de Música de Paris, el 2 de diciembre de 1934, que se convirtió en un verdadero acontecimiento.
En cuestión de meses, Django Reinhardt pasó a ser el músico más célebre de la capital francesa y a quien querían conocer las principales figuras del jazz que recalaban por París en aquel entonces, como el mismísimo Louis Armstrong. De hecho, Charles Delaunay, que en 1935 había creado Swing Records, la primera discográfica del mundo especializada en jazz, organizó varias sesiones de grabación junto al guitarrista con algunos de aquellos colosales solistas norteamericanos que visitaban la Ciudad de la Luz, como los saxofonistas Coleman Hawkins y Benny Carter.
La fama del quinteto del Hot Club de Francia se extendió más allá de Los Alpes y, en sus conciertos fuera de Francia, el grupo cosechaba un éxito tras otro. Por ejemplo, en enero de 1936, debutaron en Barcelona, junto al saxo alto Benny Carter, durante el III Festival de Jazz de dicha ciudad, y la respuesta entusiasta del público a los recitales del teatro Coliseum y el Palau de la Música obligó a contratar una tercera actuación del quinteto, en la sala Olimpia.
Sin embargo, pese a este triunfo constante, Stéphane Grappelli muchas veces se las veía y se las deseaba para cubrirle las espaldas a Reinhardt, que solía desaparecer sin dejar rastro, perdiéndose en los casinos, donde daba rienda suelta a su pasión por el juego, o en los parques, en cuyos bancos solía sentarse simplemente a contemplar la luna y las estrellas.
Cuando estalla la guerra, en 1939, tanto Reinhardt como Grappelli se encontraban en Londres. De forma precipitada, el guitarrista regresa a una Francia ocupada, en la que siguió manteniendo su estatus de gran estrella.
El final de la II Guerra Mundial cogió a Django Reinhardt en un nuevo periplo por la Costa Azul, donde fue contratado para actuar como solista invitado junto a la orquesta de las fuerzas armadas norteamericanas. En diciembre de 1945, su concierto al frente de la big band del Comando Aliado Aerotransportado, en la sala Pleyel, de París, marca el punto más alto de su popularidad.
El reencuentro de Django Reinhardt con Stéphane Grappelli se produjo en enero de 1946, en Londres, de donde el violinista no se había movido durante toda la guerra y donde había emprendido una nueva sociedad artística con el pianista George Shearing. Cuenta el productor Charles Delaunay, testigo de aquel momento, que los dos amigos, que llevaban cinco años sin verse, se quedaron con la boca abierta, incapaces de articular una palabra. Para romper este silencio tan incómodo, Grappelli sacó del estuche su violín y comenzó a tocar La Marsellesa y Django le siguió con su guitarra.
Hijo devoto del alegre y optimista swing de los años treinta, a finales de la década de los cuarenta, Django Reinhardt empezó a sentirse incómodo dentro de la música. El jazz se decantaba por un estilo menos melódico y más estridente, el bebop, y el genial guitarrista empezó a verse a sí mismo como un intérprete pasado de moda.
Cerró su propio local, La Roulotte, y empezó a dedicar gran parte de su tiempo a la pintura. Algo que se puso especialmente de manifiesto a raíz de su decepcionante gira por Estados Unidos, en compañía de la orquesta de Duke Ellington, porque Django se presenta en Norteamérica, donde es acogido con enorme expectación, sin su guitarra, sin ningún arreglo y con sólo la partitura de Nuages, una de sus composiciones más bellas. Además, apenas mostró interés en atender a los medios de comunicación y, en todo momento, transmitió la sensación de que aquello no iba ya con él.
En 1951, Django Reinhardt se retira a la localidad de Samois sur Seine, donde se limita a pintar y de donde apenas sale para grabar nuevos temas junto a su célebre quinteto. El 16 de mayo de 1953 fallece tras haber sufrido, días antes, una hemorragia cerebral.
Tenía cuarenta y tres años cuando dejó este mundo pero fue uno de esos escasísimos privilegiados que vivió cómo quiso y nos legó una obra imperecedera, hermosa, que es como una revelación: la promesa de una suave caricia, la prueba auténtica de que puede (y debería) haber una vida mejor para todos y la invitación abierta, sin cortapisas, a saborear cada minuto de nuestra propia existencia.