A mi primo Mel, médico experimentado, feliz padre de familia numerosa y madridista irredento en tierra hostil, en su cuadragésimo cumpleaños
"¿Te das cuenta, Benjamín? El tipo puede cambiar de todo: de cara, de casa, de familia, de novia, de religión, de dios. Pero hay una cosa que no puede cambiar, Benjamín. No puede cambiar de pasión"
El secreto de sus ojos
En la antesala de una nueva derrota a manos de nuestro más encarnizado enemigo, me siento a emborronar unas cuartillas, con cierta tranquilidad y paz de espíritu, para ver si, en el sosiego que precede a toda batalla, soy capaz de reflexionar sobre una de mis escasas aunque más virulentas animadversiones. Concretamente, en las próximas líneas, trataré de razonar, de la forma más argumentada y sensata que pueda, los motivos de mi feroz, incontenible e irremediable antimadridismo: voraz sentimiento, alimentado de odio y rencor a partes iguales, que, por ahora, carece de la menor posibilidad de cura y que, con los años, lejos de remitir, no hace sino crecer en intensidad y firmeza.
Las causas que justifican una antipatía de esta clase son de índole diversa y la suma de todas ellas debe entenderse como un único detonante que me lleva a experimentar una inequívoca mezcla de rabia e indiferencia hacia el Real Madrid Club de Fútbol. Pero, ¿por qué? ¿Cuál es la razón última de semejante encono? ¿A qué se debe tal inquina? ¿En dónde reside el origen de una fobia tan visceral?
Después de meditar sobre dichas cuestiones, se me ocurren las siguientes respuestas.
En primer lugar, aparece mi rechazo frontal a algo que bien podría definirse como totalitarismo merengue: noción de ética y política deportiva que consiste en que la gloria, el éxito o el triunfo es patrimonio exclusivo del equipo de Concha Espina, mientras que el resto de los mortales ha de conformarse con las migajas. Sin embargo, muy a su pesar, en las dos últimas décadas, el Madrid se ha visto obligado a compartir esta despótica apropiación de la victoria, que se traduce en un aplastante y abrumador palmarés de títulos nacionales, con su odiado antagonista, el Barcelona, dando lugar a un inevitable y enconado duopolio que condena a los aficionados de los demás clubes al hartazgo y al aburrimiento y a buscar el plácido consuelo de las gestas de la selección española, patria común e indivisible de todos los que amamos el buen fútbol.
En segundo lugar, la entidad que hoy vuelve a presidir, en un nuevo mandato, el próspero empresario de la construcción, Florentino Pérez Rodríguez, adolece, al igual que el Partido Popular (tan afín a la Casa Blanca), de un auténtico corpus ideológico que la sustente. Por ideario, en el caso que aquí nos ocupa, ha de entenderse una línea de conducta, unas pautas de comportamiento, que no orienten el funcionamiento del club exclusivamente a la obtención de campeonatos. Es decir, en el fondo, se trata de vencer a toda costa, sin que haya otro fin que justifique los medios empleados: ganar como una imposición absoluta, incuestionable, ya que no está permitido el fracaso.
Y es que, a pesar de que aún conserva su estatus de sociedad deportiva, este Madrid de Florentino ha seguido ahondando en su proceso de conversión en empresa privada que el máximo mandatario de ACS (Actividades de Construcción y Servicios) puso en marcha desde el primer día que pisó el palco del Bernabéu. En su particular estrategia encaminada a hacer de su equipo de fútbol una franquicia (y una máquina de hacer dinero), en aplicación de criterios de pura y dura rentabilidad económica, Pérez ha descuidado a la cadena de filiales de manera que el acceso a la primera plantilla profesional casi queda vedado para los jugadores más jóvenes. Ya que, en lugar de potenciar la cantera y reforzar así la formación deportiva como un apéndice complementario de la educativa y viceversa, a partir de unas señas de identidad comunes y de unos valores éticos (obediencia, sacrificio, humildad, compañerismo…) que concilien el juego limpio con la estética, el respeto al contrario y el buen trato al balón, a la manera del Ájax de Amsterdam (modelo que importó Johan Cruyff al Barça, en su etapa como entrenador, sembrando con ello una espléndida semilla que ahora luce sus mejores frutos), el afán mercantilista de Florentino Pérez sólo aspira a crear una marca, como CR7, combinación numérica que convierte a Cristiano Ronaldo en una sensacional jugada comercial, ejecutada con calculada precisión sobre el ajedrecístico tablero del mercado publicitario.
Precisamente, este hombre-anuncio concita buena parte de la ojeriza y del desprecio que el Real Madrid genera entre sus muchísimos detractores, que vemos en el magnífico futbolista portugués la viva encarnación de la prepotencia, de la soberbia e, incluso, de la chulería, que parecen haberse instalado en la citada institución desde que el muy moderado y gentil Luis de Carlos (sucesor del patriarca Santiago Bernabéu) entregase el testigo al cínico Ramón Mendoza, quien, en última instancia, concedió toda clase de privilegios a los hinchas más recalcitrantes, irascibles y gamberros, así como consintió que ciertas actitudes fanfarronas y provocativas fueran moneda común en el propio terreno de juego.
Además, por si fuera poco, a la extensa nómina de personajes proclives al juego sucio o a la marrullería que han militado en sus filas (Goyo Benito, Uli Stielike, Juan Gómez "Juanito", José Miguel González "Míchel", Hugo Sánchez, Francisco Buyo, Óscar Ruggeri, Fernando Hierro, Ricardo Rocha, Flavio Cannavaro…), a partir de la presente temporada, aunque, muy posiblemente, por poco tiempo, el club blanco cuenta en el banquillo con un excelente técnico pero un pésimo ejemplo de antideportividad y altanería que, sin excesiva originalidad (sus planteamientos tácticos y sus premeditadas provocaciones son una puesta al día del estilo y modus operandi, entre bronco y sutil, de Helenio Herrera), dista un mundo del "noble y bélico adalid" y "caballero del honor" que se autoproclama el Madrid en la letra de su antiguo himno.
Por último, la desvergonzada pleitesía, la completa sumisión y el enfervorizado entusiasmo con el que el Real Moudrid es venerado por un amplísimo sector de los medios de comunicación (lo que habla mucho de sus servidumbres, mezquindades y miserias múltiples) de este país, por otro lado, siempre de corazón tan blanco, tan conformista, tan dócil y tan entregado al poder, sea del signo que sea, no hace sino acrecentar, entre quienes apostamos por la disidencia y la pluralidad de opiniones y vamos en contra del pensamiento único, los síntomas de una enfermedad que, al igual que la estupidez, la bellaquería o el propio madridismo, sólo desaparecen con la muerte.