Con cariño, dedicado a mi ahijada María Zurita Carreño, en su decimoséptimo cumpleaños
Si hacemos caso al socorrido aserto de Rainer María Rilke de que la patria de uno es su infancia, en tal caso mi única patria se amontonaría en los recuerdos de los nueve años de mi vida que transcurrieron en Santa Cruz de La Palma, desde 1977 a 1986. Con anterioridad había vivido en Puerto del Rosario y Arrecife, entonces meros pueblitos, no mayores ni menos inhóspitos a como los habían encontrado en su momento Unamuno y Aldecoa, hoy sin embargo reconvertidos en modernos núcleos urbanos, gracias a la locomotora -feroz, implacable e imparable- del progreso que en estas islas constituye el turismo.
De Fuerteventura recuerdo sus generosas, por infinitas, playas de arena blanca, las más hermosas de cuantas he pisado. De Lanzarote aún permanece en mi retina la estampa del charco de San Ginés, que hoy ya no existe, en cuya orilla estaba ubicada la escuela a la que acudía cada mañana a descubrir el mundo. Tampoco puedo olvidar el espectral paisaje de la isla, que recorrimos mil veces en coche, porque había que enseñárselo en toda su ampulosa aridez a los familiares de turno. Y es que a Lanzarote la evoco así, como la isla de las excursiones, con su sinfín de visitantes curiosos por metro cuadrado y siempre despertando el interés del viajero voyeur, del aventurero insaciable, del explorador errante y del poeta solitario/solidario, desde Jean de Béthencourt a José Saramago.
No obstante, he de reconocer que La Palma es un capítulo absolutamente diferente en el libro de mi vida. Allí pasé algunos de los mejores momentos de los que tengo memoria y allí aguarda para siempre la infancia, la patria, un apretado poso de experiencias que ayudaron a configurar lo que soy y lo que seguiré siendo.
Durante nueve años transité por eso que llaman niñez, y que nunca abandonamos del todo, luego alcancé la pubertad para, posteriormente, recalar en la adolescencia, en ese proceso en el que un descubrimiento lleva a otro, mientras crecemos sin apenas darnos cuenta, dejando atrás capas de piel que, a medida que caen, nos trasmutan poco a poco en una nueva versión de nosotros mismos.
Ya por entonces, con diez u once años, sabía que quería dedicarme al periodismo. Algo que empecé a barruntar allá en el Grupo Escolar Sector Sur, cuando nuestra principal preocupación consistía en preparar el siguiente partido de fútbol, cualquiera que fuese el escenario elegido para la confrontación: la plaza de Santo Domingo, que usábamos como el patio de recreo que nunca tuvimos; el arenal del muelle; el descampado del barranco de la avenida El Puente… Por aquel entonces, entre paradas y regates, entre chutes y partigazos, por mi cabeza ya rondaba la idea de dedicarme a contar historias.
Recuerdo incluso los programas de radio con los que amenizaba la oscuridad de nuestro cuarto, antes de que a mi hermano Míguel y a mí nos atrapase el sueño. En aquellas ficciones radiofónicas, en las que al mismo tiempo intercambiaba el papel de presentador con el de entrevistado y el de realizador con el de intérprete musical, repasaba la actualidad informativa -deportiva, por supuesto- de cada jornada, ya que para nosotros todos los días eran domingo o -mejor dicho- en todos los recreos había partido.
Sin embargo, si me pregunto cuál era la verdadera razón de aquella peculiar llamada del instinto, soy incapaz de responder. En mi casa soy el primer periodista en una singladura de generaciones que se remontan hasta los primeros acompañantes del Adelantado Alonso Fernández de Lugo. Eso sí, en el seno de mi clan subsiste algo imperecedero y atemporal que se ha transmitido como un mandato tribal de unos a otros: la narración de anécdotas. En mi familia -como creo que en casi todas- hay fabulosos contadores de historias. Y, en cierta forma, si un rasgo caracteriza a la especie humana es precisamente la necesidad común de ser embaucada con la magia de los cuentos. Nos enternece, nos conmueve, nos divierte. Hay un millar de anécdotas que merecen ser relatadas y siempre hay alguien dispuesto a hacerlo.
Tal vez ese gusto por la narración, emanado desde la narración misma como una fuente primigenia, lleve consigo el porqué de mi vocación periodística. No lo sé. Lo cierto es que, en septiembre de 1989, no me pensé dos veces el matricularme, una vez acabado el instituto, en la recién creada Facultad de Ciencias de la Información de la Universidad de La Laguna, aunque para ello también tuve que inscribirme en otra carrera. La condición era ésa: simultanear estudios o, de lo contrario, marcharme fuera. Y opté por lo primero. Sabe Dios que nunca me arrepentiré de haber estudiado Periodismo, pero también Él sabe cuánto he lamentado haber empezado la otra titulación, de cuyo nombre no me queda más remedio que acordarme y cuyos sinsabores y amarguras habrán de acompañarme hasta la tumba.
Recuerdo mi primer día en el Seminario Diocesano, las intervenciones del decano y del director del Departamento. A mi lado se encontraba un amable compañero, más viejo que yo -la verdad es que los de mi edad no sólo éramos minoría, sino que en potencia podíamos ser hijos y hasta nietos de algunos alumnos-, a quien reconocí por la voz. Él mismo, con la modestia que jamás ha perdido, se identificó como alguien que trabajaba en Radio Club. Luego me enteré de que ese alguien es Zenaido Hernández. Fue nuestro delegado de clase, sigue siendo un excelente periodista y una persona siempre afable, como pocas he conocido en este oficio tan propenso a traiciones, intrusos y brutos (en el sentido menos shakespeariano de la expresión).
Fue aquel un curso de iniciación -por primera vez entraba en la Universidad, por primera vez compartía aula con gente adulta, tan distante a mis preocupaciones y expectativas, y por primera vez haría periodismo de verdad-, y no faltaron en él los consabidos contratiempos de la inexperiencia, la novedad, el deseo de hallazgos y la llegada de los desengaños primeros. No obstante, y en relación con lo que hoy me ha traído hasta esta pantalla de ordenador, no olvidaré dos hechos: mi relación con el primer decano de la Facultad de Ciencias de la Información de La Laguna, el catedrático Manuel Fernández Areal, y mis prácticas en verano, en radio primero, y en prensa después.
Con Areal llegué a alcanzar cierto grado de confidencialidad. Creo que me terminó tomando afecto, porque tiempo más tarde dio muestras de ello, cuando yo había abandonado los estudios y él estaba a punto de irse a otra parte. En Manuel Fernández encontré la bonhomía del profesor que sabe escuchar y aconsejar. Yo le hablé de mis sueños y él no les puso amarras; me animaba desde su imperturbable prudencia, desde su sabiduría discreta de gallego que nunca tiene un "no" por respuesta. Areal me enseñó que en este trabajo hay ciertos límites que jamás deben franquearse y que, antes que nada, el periodista es un ser humano que ha de tener en consideración de tal a sus semejantes. Ése el principio de todo principio, sin el cual su labor deviene en eco que rebota en el vacío.
El otro hecho que no olvidaré de aquel primer curso, dentro de mi quehacer periodístico, fueron las prácticas realizadas ese mismo verano en dos empresas informativas tan disímiles como Radio Nacional de España y Canaria de Avisos, editora de Diario de Avisos. Experiencias que no hubieran sido posibles sin la mediación del entonces director del Departamento de la Facultad, el también catedrático Ricardo Acirón Royo, quien, en primer persona, se encargó de coordinar toda la tramitación precisa para que los alumnos que quisiésemos pudiésemos ya, desde el primer año, entrar en contacto con la realidad profesional de los medios, que -como en todas las profesiones- poco tiene que ver con la realidad científica de las aulas, tal y como tuve ocasión de comprobar.
De esta forma, allá por el mes de julio, terminados mis exámenes de primero de Derecho, cogí las maletas con dirección a La Palma (mi infancia) y esta vez no con la intención de pasar un tiempo de ocio vacacional, sino con el decidido propósito de hacer valer mis primeras armas como periodista, aunque fuese con el entrecomillado de trabajar con contrato de prácticas.
El niño que, noche tras noche, inventaba programas radiofónicos que sólo existían en su mente tenía ante sí la oportunidad de conectar con alguien más que con su hermano, compañero de dormitorio.
Pisé suelo palmero en plena celebración de las Fiestas Lustrales. Durante unas semanas, y gracias al bullicio que traen consigo emigrados e hijos de emigrados, visitantes ocasionales y turistas venidos desde todos los puntos cardinales, Santa Cruz de La Palma pierde su aspecto de apacible ciudad costera del siglo XVIII o XIX, para desbordarse en una representación insólita de sí misma. Es como si se volviera del revés y la sobria fachada de sus edificios señeros se convirtiese a la religión de vivir el presente. En esos días, la capital palmera es un desconcertante aquelarre de verbenas, puestos y ventorrillos, exposiciones, presentaciones, conferencias y conciertos, que se prolonga a través de sus calles, habitualmente desiertas a partir de las diez de la noche, y que en esos días rebosan humanidad y jolgorio hasta bien entrada la mañana.
Esa es la Santa Cruz de La Palma que encontré aquel seis de julio de 1990. Sin embargo, yo no había llegado para divertirme. Al día siguiente me puse a las órdenes del director de Radio Nacional, el serio y sereno Julio Marante, quien me encomendó sustituir a una compañera -también estudiante de Periodismo en La Laguna-, que estaba a punto de concluir su período de prácticas. Me incorporé entonces al equipo del programa Buenas tardes, tarde, que era el título del espacio que para toda la provincia presentaba en Frecuencia Modulada, desde los estudios de la calle de La Marina, Fabriciano Díaz, el gran Fabri Díaz, a diario, de cuatro a siete.
El programa realizado en La Palma era similar al emitido desde Tenerife, además, y con motivo de las fiestas, cada tarde se producía una conexión de unos veinte minutos con el estudio capitalino, con lo que se daba cumplida información a los oyentes del Archipiélago de cuanto sucedía con motivo de la Bajada de la Virgen. Precisamente, mi primer cometido, en mi primer contacto profesional con la radio, consistió en llamar, fuera de antena, al alcalde de Santa Cruz de La Palma -Antonio Sanjuán- para que interviniese en directo en ambos programas y fuese entrevistado por el propio Fabri Díaz y por Amado González -director del espacio en La Palma-. Recuerdo la sensación de ridículo que experimenté cuando, al contestarme al teléfono, le respondí al edil con un "Buenas tardes. Soy de Buenas tardes, tarde".
Durante unos días apenas hice poco más que esa llamada telefónica. Sin embargo, todo cambió después de ese fin de semana, que además coincidió con la celebración de la Danza de los Enanos. Fue el sábado 9 de julio. Ese día, por encargo de mi "jefe", Amado González, cubrí mi primer reportaje. Se trataba de un recital de poesía celebrado en la Casa Salazar. Fueron más de tres horas largas de lírica para todos los gustos. Pasaron por allí poetas y poetisas, que entonaron versos más o menos inspirados, más o menos intimistas, exaltados algunos, lacónicos otros, que atrajeron la atención del público en orden inverso al tiempo transcurrido. Así, al concluir la reunión, a eso de las nueve de la noche, sólo quedaban allí el último rapsoda, un grupo reducido de cuatro o cinco intervinientes y este periodista en prácticas, a la búsqueda y captura de alguien entrevistable.
Todo cambió a partir del lunes siguiente. Con la marcha del conductor del programa para disfrutar de sus vacaciones, comencé a trabajar con otra periodista. Y digo bien: comencé a trabajar. Porque lo que a partir de ese momento viví no tuvo nada que ver con lo hecho hasta entonces y con lo que habría de hacer después. De chico de los recados pasé a ser coordinador, redactor, locutor y hasta presentador de un programa de radio. El motivo de semejante tránsito no debe anotarse en el haber de mis facultades sino en la generosidad mostrada por la profesional a quien tenía que ayudar cada tarde, en mi calidad de estudiante en prácticas, María Pilar Fernández, Maripi. Enviada desde Madrid, había recalado en La Palma, vía Tenerife, por voluntad propia y por cierto afán aventurero. No obstante, cuando la conocí, Maripi ya había dejado muy atrás el entusiasmo inicial y empezaba a apuntar ciertos síntomas de nostalgia que, unidas al desencanto y a la desmotivación profesional, fueron corroyéndola por dentro hasta el día en que por fin decidió regresar al continente.
Con Maripi, a la que no podré estar nunca del todo agradecido, pude hacer realidad por fin mi sueño. La mañana que, ya muy tarde, casi a la hora de comer, María Pilar llamó a la emisora para decirle a Marante que no podía ir esa tarde porque se encontraba indispuesta, yo sentí un mezcla de angustia y excitación. Había hecho los programas a su lado, le había conseguido entrevistas, le había llevado invitados al estudio, sugerido temas, pero en ningún caso me veía lo suficientemente preparado para dar el gran salto: casi tres horas en antena y solo, completamente solo, ante el micrófono.
Solventé la papeleta con aciertos y errores y despedí el programa con la sensación irrepetible del trabajo cumplido. Lo cierto es que aquellas dos horas y pico fueron el producto de un proceso de aprendizaje que se fue gestando meses atrás, semana a semana, en el locutorio entrañable de Radio Norte, en Tacoronte, junto a mi amigo David Cánovas, cómplice en tantas cosas, y en las tardes en que disfruté y aprendí al lado de un ser humano complejo y atractivo, de una periodista magnífica y de una persona encantadora: gracias, Maripi, de no ser por ti, no hubiera sido capaz. A este conjunto de circunstancias hay que añadir el apoyo que recibí desde el primero al último día, y en especial aquel viernes por la tarde, del ex director de Radio Nacional en La Palma, Julio Marante, y de la realización, paciente, casi ceremoniosa, tan palmera, del técnico Pepe Díaz padre.
De las dos semanas largas de estancia en los estudios de Santa Cruz de La Palma quedarán grabados en mi memoria, entre las varias entrevistas y reportajes que contribuí a elaborar, dos pasajes inolvidables: la interviú a un escultor local que me reconoció, grabadora en mano, que había montado en apenas dos semanas una exposición de figuras de cerámica elaboradas y pintadas a mano porque quería ganar dinero para "darse un viaje" y en la que afirmaba que estudiar Bellas Artes era perder el tiempo; y la entrevista que realicé al director de la Glenn Miller Orquesta, Al Porcino, un trompetista de jazz, que había tocado junto a Frank Sinatra, en los comienzos de ambos. Casi tan pintoresco como aquel italoamericano rubio, de gafas horribles y modales maravillosos, era el señor que me sirvió de intérprete, Freddy Álvarez, un palmero emigrado a Cuba, que huyó de ésta a la llegada de Fidel y que tenía un bufete cerca de Central Park, en cuyos jardines estuvo a punto de liarse a piñas con Dustin Hoffman por culpa de un quítame de delante a tu perro.
Como inolvidables fueron también las tertulias en compañía de Maripi, Carlos Hernández -confidente, compañero- y Clemente González -buen colega, trabajador incansable-. En esas conversaciones radiografiábamos a la profesión y Maripi nos encandilaba con sus anécdotas de cuando era redactora en El Caso.
Los días de radio pasaron tan deprisa que casi me olvidé de que tenía que regresar a Tenerife. Me esperaban otras historias, otros compañeros, otro lugar de trabajo. Otra forma de entender el periodismo y la vida. Dejé con tristeza los estudios de la Avenida Marítima. Tardé nueve años en volver a ponerme delante de un micrófono.
El primer día que entré en la redacción de un periódico, el Diario de Avisos, el jueves 2 de agosto de 1990, en calidad de alumno en prácticas, fue horas después de producirse la invasión de Kuwait por carros de combate del ejército iraquí. Lo que significa que, durante los sesenta días posteriores, éste iba a ser el tema sobre el que versaría el noventa y cinco por ciento de los papeles que se amontonaban en mi mesa.
Cada tarde, a partir de las cinco, la sala era un hervidero en el que flotaban los humos de los cigarrillos, el zumbido constante de los teléfonos, las conversaciones entrecruzadas y las órdenes esporádicas que, entre impasible y tímido, el subdirector del periódico, Manuel Iglesias, encomendaba a los redactores:
-¡Consígueme a ese negro! -fue la consigna que lanzó a uno de ellos, para entrevistar como fuera o fuese a un polizón liberiano que había sido arrojado al mar, junto a otros dos compañeros, del buque en el que los tres habían huido de la guerra civil que asolaba a su país como la peor de las epidemias. Los otros dos fugitivos habían perecido ahogados.
En medio de ese fragor, mi cometido durante los dos meses siguientes de aquel verano, que transcurrirían en un rincón -y sobre una mesa de despacho que fue sin duda la sensación en el diseño de muebles de oficina en la década de los sesenta-, próximo al cuarto refrigerado -en el que los teletipos y la telefoto no paraban de vomitar pulpa de celulosa-, consistió en seleccionar aquellas noticias que ocupaban las páginas dedicadas a la información internacional. Esta labor, como la de cualquier manipulador de materias -al fin y al cabo se dice que la información es mercancía y no se dice en vano- o la de un operario en una cadena de montaje, no estaba exenta de riesgos y además poseía ciertas -aunque muy reducidas- dosis de creatividad.
En el interminable proceso de elección de productos, el operario puede incurrir en el error de aceptar alguno que no cumpla los mínimos de calidad exigidos o bien de rechazar otro que en cambio los observa rigurosamente. Y, créanme, sé muy bien de lo que hablo, porque en mi período de prácticas caí en uno de esos típicos errores de novato. En mi caso se trataba de una información sobre la visita oficial del Rey de España a la Academia Militar de Zaragoza. Dado el interés que a mi juicio tenía esta noticia opté sin más por mandarla al fondo del enorme cesto de caña que teníamos por papelera y que, a pesar de su descomunal diámetro, acababa al final de cada jornada desbordado hasta los topes. Ese fue el punto sin retorno al que, al cabo de un rato, hube de regresar, tras ser avisado por el subdirector de que la información sobre la visita regia la quería para la última página, con foto incluida.
Mientras, en una esquina, aferrado a una Olivetti de rodillo monstruoso, un señor de bigote garrapateaba sus dedos sobre el teclado, sin escribir una sola línea. En mi desconcierto inicial, en los primeros días, creí reconocer en él a alguna de las firmas señeras de la publicación. Comprenderán mi sorpresa al descubrir, poco después, que el desconocido amanuense se trataba del colaborador que daba cumplida cuenta de los campeonatos de petanca.
No obstante, pese a tales experiencias, mi primer cometido en un periódico se desarrolló por las plácidas aguas de la tranquilidad, y hasta del hastío en pleno estío, sólo alterada por la inaplazable obligación de cerrar las páginas antes de las nueve de la noche. Todavía existía la fotocomposición y había que confeccionar las planas pieza a pieza, como si de un puzzle se tratara. Mi trabajo consistía en entregar dichos fragmentos antes de su ensamblaje definitivo y, debido a que el diario carecía entonces de ordenadores en la redacción, los textos eran mecanografiados, línea a línea, por avezados teclistas. Nuestro deber llegaba hasta la mesa de maquetación. Allí, con los textos prendidos de grapas, titulados y subtitulados, la página adquiría, mediante la pericia del maquetista, la forma con que había de presentarse al lector horas más tarde.
En aquellos meses de agosto y septiembre de 1990 me empapé de cientos de informaciones, de periodismo en crudo, y aprendí a escribir noticias como lo hacen otros, esos miles de redactores anónimos de agencias, repartidos por todos los bolsillos del planeta. Practiqué un ejercicio monótono y algo enojoso, aunque imprescindible en todo aprendizaje. Porque en el rutinario y anodino proceso de resumir y extractar, de pulir y de podar, de dejar y de eliminar, de decidir en última instancia lo que tiene interés o no, lo que se publica o lo que habrá de acompañar a las toneladas de papel inservible, radica lo más genuino del arte de contar historias. De cualquier historia.
De las que se escriben con mayúsculas o de aquellas que se relatan con la letra pequeña y los renglones un poco torcidos. Historias como la que viví una noche que salí con un par de compañeros de la redacción a disfrutar del Santa Cruz veraniego (el supervisor de mi trabajo, Antonio Castro, y el maquetista José Luis Santana). La anécdota en cuestión constata que todo el folklore que se atribuye al oficio -en el sentido de que los periodistas son especie nocturna, caldo de cultivo de bohemia y fermento de dipsómanos impertinentes, algo solitarios y, sin embargo, camaradas- es completamente cierto. Aquella noche, después de la opípara cena, recorrimos un par de locales de moda, en uno de los cuales dimos con la ventura-desventura de topar con un compañero de fatigas. El tal colega luchaba en ese instante con todas sus fuerzas contra dos cosas: la ley de la gravedad y la incontenible amargura de que le acababan de robar el coche. Al final, el auto se encontraba aparcado en el mismo sitio en que éste lo había dejado varias copas (y barras) antes. Lo que me llamó la atención es que el periodista, tan amistoso en la embriaguez, se tornase huraño y antipático en la redacción, la tarde siguiente; estados de ánimo, por otra parte, habituales en él. Este episodio no sólo volvió a reafirmarme en la convicción de que Chaplin es un genio -y Luces de la ciudad, una obra maestra absoluta- también me demostró hasta qué punto la vida misma proporciona las mejores historias cuando éstas se reconstruyen con auténtico talento.
Por tanto, mis primeras experiencias en el periodismo escrito se resumen en las notas antes apuntadas y en un cierto regusto de frustración que me quedó en el paladar, ya que lo más que deseaba entonces era poder contar mis propias historias y, en esas ocho semanas de prácticas, lo máximo que llegué a publicar, sacado directamente de mi tintero mental, fueron una docena de pies de fotos que luego yo enseñaba orgulloso a mis padres. Por cierto, a Alejandro Grau Villar, el encargado de las páginas de Motor, le gustaban (sirva esto último de referencia).
En ese momento, con dieciocho años cumplidos, me encontraba demasiado lejos de conocer, ni siquiera atisbar, que, sin embargo, lo peor estaba aún por llegar. Y lo peor tiene que ver con Ernest Hemingway, a quien se le atribuye el tópico de que el periodismo es un camino que puede llevar a cualquiera a cualquier parte o a ninguna.
Después de entregar una década de mi vida al ejercicio de esta profesión, me encontré justo en ese punto del que hablaba el célebre novelista: en mitad de ningún sitio. Y renuncié a todo aquello por lo que me había sentido llamado desde niño.
No es fácil tomar una decisión así. Porque la decisión siempre conlleva asumir las consecuencias que de ella deriven. Y eso fue lo que hice. Abandoné el periodismo dispuesto a reorientar mi vida en otra dirección y en todos los sentidos, y preparado para reinvertir todo el tiempo de formación y aprendizaje acumulado a lo largo de los años en un nuevo cometido que nunca antes me había planteado, salvo como simple y muy lejana escapatoria.
Entre 1990 y 2001 desempeñé los más variopintos cometidos en diferentes publicaciones y ni una sola peseta de las que gané dejó de salir de la máquina de escribir. Es por ello que la inmensa mayoría de esta producción entra dentro de lo que se podría definir como literatura totalmente alimenticia, concebida bajo el imperio de los intereses informativos de aquellas empresas para las que trabajé.
En ese sentido, escaso espacio quedaba para temas, personajes y sucesos que entrasen en la esfera de mis propias inquietudes personales.
En cambio, al ejercicio profesional del periodismo debo el haber conocido a un montón de seres humanos irrepetibles (José Luis López Aranguren, Fernando Lázaro Carreter, Cristino de Vera, Pedro González, Luis Alemany, Polo Ortí, Rubén Blades, Fernando Savater, Antonio González, Emilio Lledó, Manuel Vázquez Montalbán, Juan Luis Cebrián, Elfidio Alonso Rodríguez, María Rosa Alonso y un largo etcétera) y haber descubierto a dos de mis mejores amigos: David Sanz Delgado y José Luis Zurita Andión.
El primero de ellos se cruzó en mi trayectoria durante mi corto pero intenso periplo por La Gaceta de Canarias: convulso hogar de acogida de la mayoría de redactores de mi generación (y de la inmediatamente anterior). A pesar de su delicada salud financiera (mal congénito que acabó por hacerla desaparecer), La Gaceta, dentro de sus inevitables limitaciones, proporcionaba un burbuja de libertad a sus periodistas, quienes podían disfrutar de aire fresco bajo la atmósfera protectora de aquel desbarajuste, en el que la impresionante estampa de David Sanz (David Bizarre, como cariñosamente le rebautizaron mis hermanos, o The Big Man, como me gusta llamarlo a mí) sobresalía como un árbol fuerte, frondoso, todo nobleza y dignidad.
Coincidí con José Luis Zurita durante mis dos meses de prácticas en el Diario de Avisos, en verano de 1990. Él se encargaba de cribar los teletipos en la sección de Sucesos. Congeniamos enseguida. Lo nuestro fue casi un amor a primera vista. De haber sido otras nuestras orientaciones sexuales, quizá ahora estaría hablando en diferentes términos.
Para mí es un honor ser compadre de José Luis, haber participado en algunos de sus muchos proyectos editoriales (en el suplemento Paraninfo Universitario, en la revista Canarias Ilustrada y en el semanario de información universitaria El Siglo XXI) y, sobre todo, formar parte, de una manera indirecta, de su numerosa familia, con Carmen, su esposa, ángel rubio al volante de una furgoneta donde viajan, sin apreturas, toda la ternura y la felicidad del universo, repartidas en seis estrellas (María, Carmen, Esther, Silvia, Álvaro y Manuel) a cual más deslumbrante.
Precisamente porque somos tan distintos, siento una verdadera admiración por aquellas virtudes que José Luis atesora en amplias dosis y de las que carezco casi por completo: su inagotable capacidad de trabajo, la pasión devoradora con que acomete cada nuevo reto, su resistencia increíble a arrojar la toalla y su firme convicción de que existe un Dios generoso y benevolente que nunca nos abandona.
Auténtico atleta de la perseverancia, José Luis ha sido capaz todos estos años de simultanear sus múltiples ocupaciones profesionales (responsable de prensa del gabinete de la Demarcación de Tenerife, La Gomera y El Hierro del Colegio Oficial de Arquitectos de Canarias; corresponsal del diario La Razón; editor de la revista Fama; director general de una empresa de comunicación y profesor del Ciclo Superior de Formación Profesional de Realización de Audiovisuales y Espectáculos) y sus obligaciones familiares y, en un alarde imposible de funambulismo sin red, de la mano de su maestro y amigo, Ricardo Acirón, ha conseguido llevar hasta buen puerto una tesis doctoral sobre el periódico La Tarde, fundado por su abuelo, Víctor Zurita Soler, y sus socios, Matías Real González y Francisco Martínez Viera, en octubre de 1927, y cuya vida se prolongó, ininterrumpidamente, a lo largo de cincuenta y cuatro años, cinco meses y veintiocho días, hasta el 30 de marzo de 1982, en que faltó por vez primera y última a la cita con sus lectores.
El magnífico trabajo de investigación realizado por José Luis Zurita, que mereció la calificación de "Sobresaliente cum Laude" por decisión unánime del tribunal, rinde justo tributo a la figura señera de su abuelo paterno, cuyas huellas ha tratado de seguir con una especie de respeto reverencial (la figura lo impone, ya que, junto a Patricio Estévanez y Murphy y Leoncio Rodríguez, conforma el triunvirato más trascendente en la historia del periodismo en Canarias, entre finales del siglo XIX y mediados de la pasada centuria) para, luego, emprender él su propio camino y escribir su propia historia.
"Casi podía afirmarse que el periódico era obra suya, total, desde la redacción de los editoriales, la selección de noticias, las crónicas más diversas, las páginas locales y los comentarios internacionales. Una labor inmensa donde dejaba siempre el sello inconfundible de su talento. Y esto sin reposo, sin posibilidad de un descanso cualquiera o de una enfermedad con retiro hogareño. Don Víctor estaba allí, comprobándolo todo, hasta que lograba oír su periódico voceado por las calles de Santa Cruz. Y no era la labor rutinaria que absorbe, sino la creación superada, constante. Para ofrecer al lector lo mejor de su tiempo", rememora Andrés Hernández Navarro, en un artículo aparecido en el vespertino tinerfeño el 14 de junio de 1974, casi cinco meses después del fallecimiento de su legendario director.
Como pone de manifiesto José Luis Zurita en su tesis, La Tarde fue un periódico independiente, de ideología republicana y liberal, que eludió su fagocitación por el aparato de propaganda franquista, debido a su inquebrantable compromiso con la verdad, sin servidumbres ni entreguismos con el poder, y que sucumbió porque, en gran medida, su tiempo había llegado a su fin.
En consonancia con el rigor intelectual y la amplitud de miras que caracterizaban a su creador y alma máter, La Tarde fue, durante las más de cinco décadas de su existencia, una ventana abierta, un foro público para el libre intercambio de opiniones y pareceres, donde sólo tenían denegado el acceso la mediocridad, la intolerancia y la grosería.
"Fue don Víctor Zurita -maestro de periodistas y catedrático de hombres de bien- el primer ser humano que creyó que aquel muchacho de poco más de quince años, que le traía a la vieja redacción del diario La Tarde unos extraños cuentos impropios de su edad, podría llegar a ser algún día algo más que un iluso aprendiz de escritor y se los publicó -relata Alberto Vázquez Figueroa- […] No puedo por menos que detenerme a meditar en lo mucho que en el fondo le debo a ese periodismo y a esos viejos periodistas a la antigua usanza que sabían que las páginas de un diario no están hechas únicamente para dar noticias o denunciar escándalos, sino que también -o quizás sobre todo- están para convertirse en tierra abonada en que germine la semilla de aquellos que sueñan con ser algún día dignos continuadores de una estirpe que ha dado a la humanidad algunos de sus más brillantes pensadores".
En definitiva, la tesis doctoral que recientemente ha presentado José Luis Zurita Andión, además de un ponderado y excelente homenaje al legado imborrable del patriarca del clan familiar, es un pertinente y documentadísimo recordatorio, con fechas, nombres y apellidos, que nos transporta al pasado más glorioso del periodismo insular, concretado en una cabecera, en la que gente como Ángel Acosta, Eliseo Izquierdo, Alfonso García-Ramos, Óscar Zurita Molina y tantos otros y otras dejaron lo mejor de sí mismos para edificar una obra imperecedera que hoy, treinta años después, sigue siendo un referente tanto profesional como moral para quienes declaramos nuestro amor eterno por el oficio más hermoso del mundo.