Anda uno por una edad en la que con frecuencia ha de visitar algún tanatorio para despedir a algún amigo más o menos cercano, más o menos próximo. El tanatorio es un ritual en el que la gente procura hablar mucho, la gente se escaquea hacia la cafetería, la gente recuerda cosa de tiempos remotos, aquellos cumpleaños, aquellas Navidades, aquellas fiestas familiares cuando tenían veinte años menos, aquellos veranos, aquellas procesiones de Semana Santa. La gente habla de sus hijos, de los trabajos o sinsabores de sus hijos, y de la alegría infinita de tener nietos, que tanto alegran la vida. En los velatorios la gente habla de fútbol o de parrandas viejas, de lo bien que se pasaba cuando el difunto se echaba unas copas o jugaba al ajedrez o cantaba folías o tocaba el timple o practicaba algún deporte o hacía senderismo. Incluso se cuentan chistes, con tal de alejar la idea de que la extinción nos acecha en cualquier esquina, en cualquier día del año. Impresionan muchos esos duelos con gente del campo, en los que acuden todos los familiares y los conocidos y los amigos de los amigos, porque en la cultura rural un entierro es una cosa grande, que toca a todos, casi es una cuestión tribal y hasta aparece algún concejal. En la cumbre de Gran Canaria, en los pueblos de Tenerife, en La Palma y otras islas consideradas menores, los entierros convocan multitudes. En cambio en la gran ciudad la mayor parte de los velatorios se hacen con muy poquita gente, nadie conoce al vecino que vive en la puerta de al lado y por eso acuden solo los familiares más cercanos, y no siempre todos, por cuanto las familias no son como antes. Da pena ver esas salas con cuatro o seis personas, ante soledad tan inmensa los familiares echan el cierre a las diez o las once de la noche, pasó al recuerdo el quedarse toda la noche. Tal vez el fallecido se separó de su primera mujer, tal vez se juntó con otra, o al revés, y entonces rondan la animosidad y la inquina, hasta alguna vez hemos visto la escena menos querida: cuando alguien quiere que otro alguien se vaya, cuando te piden que llames a Seguridad, y el de Seguridad te replica que aquello es un sitio público y que si quieres echar a alguien debes llamar tú mismo a la policía. Y todo se olvida.
Lo que más impresiona es cuando el ataúd cae en el interior del horno, y salta la llamarada que devorará el cuerpo. El fuego purificador, el fuego que todo lo limpia, el fuego que te reduce a la ceniza más elemental. Da un poco de grima saber que luego han de machacar los huesos, porque los huesos resisten al fuego y habrá que desbrozarlos, reducirlos al polvo que te dan en una vasija para que lo eches al mar o lo espolvorees en un pinar o incluso lo guardes en un cementerio. Los crematorios son cosa moderna, no todas las religiones ni todos los países los aceptan; la incineración es cosa anglosajona con raíces remotas en otras culturas. Los budistas y los hindúes celebran cremaciones desde el fondo del tiempo, no les importa que el cuerpo se destruya porque confían en la reencarnación. Los musulmanes no van por ese camino, tampoco pueden ser enterrados junto a gente de otras religiones, y los judíos tampoco, entre musulmanes y judíos incinerar o quemar un cuerpo es acto abominable. Tampoco un cuerpo debe permanecer más de una noche sin ser enterrado, y asimismo está mal visto embalsamar los cadáveres, pues deben descomponerse de manera natural. Impresiona el gigantesco cementerio del Monte de los Olivos, miles y miles de tumbas mirando a Jerusalén porque según los profetas del Antiguo Testamento, cuando llegue el día del juicio universal quienes estén enterrados allí serán los primeros en resucitar. Por cierto: también llama la atención el hecho de que los hebreos no coloquen flores en las tumbas sino que depositan sobre ellas piedras de distinto tamaño. En cuanto al catolicismo, fue aceptando la incineración a regañadientes, porque los cementerios de las grandes capitales ya no daban abasto, no podían extenderse hasta el infinito. No quedó otro remedio que adaptarse a la realidad.
En invierno el tanatorio está al máximo, quince cadáveres juntos, casi veinte, los fríos no perdonan a las personas con enfermedades crónicas; en cuanto llega el buen tiempo la cifra baja considerablemente, cinco muertos de promedio diario, ocho como máximo. En invierno los aparcamientos próximos están repletos, en cuando llega abril hay facilidad para aparcar. El tanatorio es un sitio con bonita decoración, incluso tiene una fuente y pequeños jardines. En una capilla hay pinturas que intentan transmitir serenidad, ángeles, paisajes celestiales. En los campos el cuerpo va directamente a la iglesia repleta de vecinos, y allí se suele decir la misa de corpore insepulto; en las ciudades se celebra un funeral en la semana siguiente. En la ciudad la gente se adhiere al sentimiento de los deudos mediante mensajes de guasap, porque hoy el guasap sirve para todo: para una cita, para un devaneo, para transmitir un pésame. La muerte es el gran tabú sobre nuestras cabezas, nadie quiere sentirla cerca. Algunos que acuden a un tanatorio cuando llegan a la casa se bañan en alcohol, como si el alcohol pudiera protegerlos de las enfermedades, de los cánceres, de los infartos, de los ictus. Como si pudiera protegerlos de la propia vida, de la propia muerte. Ese asunto que acongoja pues no dejamos nada, tan solo cinco minutos de gloria y cien años de olvido. Los extranjeros, qué duda cabe, son más prácticos que nosotros: frente a nuestros duelos y los antiguos lutos, cuando se muere un familiar celebran una comida, una cena en su memoria. Cuestión de costumbres.
En realidad, nadie nos ha preparado para aceptar la despedida final. Como nadie nos enseñó a apreciar la historia de las islas o la música clásica o las arias de ópera. Estas son cosas que uno ha de aprender de manera autodidacta. Porque hoy los adolescentes ven porno directamente en su móvil, están preparados prematuramente para las relaciones. Pero a los que echamos canas y calvicies nos cuesta vivir cada día de nuestra vida como si ese día fuera el último. Y en realidad, por mucho que los sacerdotes cristianos en sus homilías del funeral siempre hablen de la resurrección y la vida eterna, cuesta tanto entender eso como el dogma de la Santísima Trinidad.
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Nos acerca el artículo que hoy toca, a una realidad que cada vez vamos experimentando como más próxima, sobre todo por que vamos acompañando cada día más, a personas más próximas. Y es que el tiempo no pasa en vano, y si algo es inexorable, es precisamente el fin, que yo creo que es la razón por la que la humanidad en un momento de su evolución, empezó a pensar en el concepto de la trascendencia. Lo único seguro es que a todos nos llega, y que si pensamos en el “después”, que cada uno se lo imagine como mejor le cuadre, pues saber, saber, a ciencia cierta no sabemos nada.
Últimamente, y cada vez que dejamos al finado en el cementerio, y los amigos y familiares algo taciturnos, damos media vuelta hacia los coches, no se porqué me vine a la memoria algún verso suelto del famoso poema de Bécquer,
De la alta campana
su lengua de hierro
le dio volteando
su adiós lastimero.
El luto en las ropas
amigos y deudos
cruzaron en fila
formando el cortejo
Del último asilo
oscuro y estrecho
abrió la piqueta
el nicho a un extremo
Allí lo dejaron
tapándole luego
y con un saludo
despidiose el duelo.
Perdido en las sombras
yo pensé un momento
Dios mío, que solos
se quedan los muertos.
Y como decía muy sabiamente “La bomba atómica”, el los viejos tiempos, “Así es la cosa”.
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