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Sociedad
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La odisea atlántica de Antonio Acosta Hernández

Antonio Acosta Hernández junto a su esposa Ana Rita García y detrás en un cuadro con sus hijos.

Ernest Hemingway se inspiró en la vida de un emigrante canario, el lanzaroteño Gregorio Fuentes, para escribir la novela ‘El viejo y el mar’, considerada la mejor de su producción literaria y que resultó galardonada con el Premio Pulitzer y que también decantó la concesión del Nobel a su favor al año siguiente de su publicación.

Pero Gregorio Fuentes no es el único emigrante canario cuya vida merecería la publicación de un libro de éxito, porque las experiencias y actitudes ante la adversidad de muchos de ellos pueden ser fuente de inspiración no sólo literaria, sino un ejemplo a seguir para las generaciones presentes y futuras, por los valores de lucha y perseverancia que caracterizan sus trayectorias.

Este es el caso de Antonio Acosta Hernández, un palmero de Los Llanos de Aridane nacido en 1936, año de comienzo de la Guerra Civil en España, y que después de 86 intensos años reside en la localidad de Constanza, en la República Dominicana, donde recaló en 1955 después de un infernal y dramático viaje en la que constituiría la última singladura de un trasatlántico que no lo era y que llevaba por nombre ‘España’.

Todo comenzó en una de las visitas que realizaba a con frecuencia a Tijarafe, “porque tenía un amigo que se había casado con una chica de allí y solía ir a verle los domingos con otros amigos, cosas de jóvenes. Cogíamos la guagua por la mañana en Los Llanos, pasábamos el día y volvíamos por la tarde. Un fin de semana conocí a Feliciano, que era analfabeto pero era poeta y de cualquier cosa te sacaba una poesía y no sabía ni leer ni escribir, por eso era desconfiado como él solo, porque los analfabetos son muy desconfiados. El tenía los papeles del contrato que mandó Trujillo para ir allá y estábamos junto con uno al que llamaban Bernabé, ya fallecido, y varios más del grupo con el que siempre nos juntábamos y uno dijo ‘Vámonos pa Santo Domingo’ y preguntamos ‘¿Y dónde queda eso?’ Y nos dijo ‘pa América’ y ninguno sabíamos dónde quedaba, aunque algo si me sonaba porque yo tenía una colección de estampas de unos cigarrillos con imágenes de cada país de Latinoamérica, Centroamérica y el Caribe. Cada estampilla contenía una breve historia de cada isla y lo que producía, lo que exportaba, la cantidad de habitantes, etcétera y por eso me sonaba algo. Me dijeron ‘mira el contrato’ y me pareció una maravilla.”

La odisea de Antonio Acosta Hernández está ligada al acuerdo alcanzado entre dos dictadores: Rafael Leónidas Trujillo Molina, nieto del sargento grancanario José Trujillo Monagas, que aterrorizó a los habitantes de República Dominicana desde la cúpula del poder entre 1930 y 1961, e incluso antes, y el gallego Francisco Franco Bahamonde, que se proclamó caudillo de España en 1936 y detentó el cargo hasta su muerte, en 1975.

Trujillo visitaba España durante la primavera de 1954, de camino a la Ciudad del Vaticano, donde firmaría un concordato con la Santa Sede, similar al que había suscrito España un año antes, para legitimar y sacralizar la dictadura. Entre otros lugares, recorrió parte de la Comunidad Valenciana, donde quedó admirado por la laboriosidad de los campesinos en los campos de arroz y en el cuidado de las explotaciones hortofrutículas.

Desde los 16 años Antonio Acosta Hernández quería a ir a Venezuela “porque el papá mío se había ido a Venezuela y desde entonces estaba arreglando papeles para ir y cuando los tenía arreglados él tuvo un problema allí, porque parece que había llegado enfermo. Ese domingo, Bernebé y Feliciano me dijeron a mí: ‘si tú te vas, nos vamos contigo, los tres juntos, ¡decídete!’ No estaba muy convencido, pero seguimos hablando y me insistieron: ‘vamos mañana para Santa Cruz de La Palma, para el consulado, nos vamos los tres juntos y de ahí (República Dominicana) para Venezuela. En esa época tenía 19 años y al final me decidí y les dije: ‘Pos vamos pallá a arreglar los papeles’. Estaba dentro de quintas, porque cuando cumplías 20 años no dejaban viajar porque había que hacer el servicio militar y, por eso, tuve que pagar un dinero, pero podía salir. Poco después me mandaron el certificado con la cartilla y el destino asignado, África, pero me libré.”

Para el desarrollo del proyecto migratorio de españoles hacia la República Dominicana, Franco y Trujillo acordaron poner al frente del mismo a Manuel Fernández Cámara, un oscuro policía español que ejerció de escolta del dictador dominicano y que fue encargado de reclutar españoles a través de un nuevo cargo: Delegado de Inmigración del Gobierno Dominicano, a través del cual convencería primero a agricultores de Burgos y Valencia para que hicieran las maletas rumbo al Caribe.

Para conseguir su propósito, les ofrecía un paraíso tropical, en el que dispondrían de una casa llena de comodidades y entrega gratuita de tierras, junto a los aperos y enseres agrícolas necesarios para el cultivo, semillas y la garantía de la adquisición de las cosechas a precios de mercado y en una  moneda, el peso dominicano, que se equiparaba en aquellos momentos al valor del dólar estadounidense. Además, hasta que se recolectase la primera cosecha, las autoridades dominicanas entregarían un subsidio a los emigrantes españoles, les pagarían el viaje de ida y vuelta, con la certeza de poder retornar con una gran suma de dinero en uno o dos años.

 

Los trámites

Antonio Acosta Hernández y sus dos amigos, Bernabé y Feliciano, se preparaban para viajar en la segunda expedición, pero antes debían realizar los trámites. “Quedamos en la plaza (de Los Llanos) para salir en la guagua de las 7 de la mañana que iba a Santa Cruz de La Palma y yo regresé a casa y cuando a la mañana siguiente me llama la mamá mía para despertarme para ir al trabajo, le dije: Yo no voy hoy a trabajar, me voy pa la capital con fulano y fulano, que vamos a arreglar los papeles para ir a Santo Domingo. ‘¿Cómo que pa Santo Domingo? ¡Estás loco!’ Me dijo mi madre y yo le contesté: ¡Ya me decidí y me voy! Me levanté, me puse la ropa y nos fuimos pallá. Cuando llegamos a Santa Cruz de La Palma nos dirigimos al consulado y el cónsul se reúne con nosotros, pero no sólo con nosotros tres, sino con muchos más que querían ir. Allí conocí a uno de Los Llanos que le decían Adiel y que tenía 17 años, un muchachito, y a unos cuantos más, incluso a uno que había hecho el bachiller. Allí había también policía de allá que nos ponía todas las dificultades, porque Franco le dijo a Trujillo que no se podía obligar a nadie a venir y por eso la policía nos ponía trabas para saber quien no era bueno, porque en esa época Santo Domingo no era rentable tampoco, a pesar de que el peso dominicano, estaba respaldado por el dólar. Ahí nos fajamos y coincidimos con uno que era sobrino de un teniente de la policía dominicana y nos juntaron a nosotros tres con ese en un cuarto, donde nos desnudaron y nos dejaron en cueros. Nos miraron y nos ponían en un informe todo lo que veían, hasta si teníamos una cicatriz o una mancha de nacimiento y dónde estaban. Entonces el tío le dice al sobrino: ‘¿A dónde creen que ustedes van? ¿Ustedes son locos? ¡No saben que en Santo Domingo no se produce nada! ¡Aquello es un desierto! ¡Vuelvan pa su casa! ¡No vayan a Santo Domingo!’ Porque sabía la fama que tenía Trujillo en aquella época. Pero no nos convenció y los cuatro insistimos en viajar y por eso nos advirtió: ‘¡No digan nada de lo que yo les dije aquí! Porque si yo me entero de algo de eso, las van a pasar mal, porque yo no puedo decirles a ustedes esto, pero yo conozco lo que hay allí’. Eramos unos jóvenes locos.”

Tras arreglar los papeles, los cuatro marcharon para Tenerife, “donde estuvimos cerca de un mes, porque el barco se retrasó, y nos alojamos en una pensión que se llamaba Trujillo. Allí conocimos a unos venezolanos que habían llegado y entablamos conversación con ellos porque nuestra idea seguía siendo ir desde Santo Domingo a Venezuela. Tanto Adiel como yo teníamos tíos en Venezuela, yo en concreto un hermano del papá mío”.

El gobierno dominicano había comprado un barco de construcción británica que había navegado con el nombre de Canberra en las líneas de Australia, al que rebautizó como el ‘trasatlántico España’ para trasladar a los emigrantes. Cuando llegó el 8 de enero de 1955 a Puerto Trujillo la primera expedición (Santo Domingo se denominaba entonces como Ciudad Trujillo) oficialmente con 756 españoles a bordo, dos de ellos nacidos durante la travesía, nada hacía sospechar a los próximos viajeros que la nueva singladura, con Antonio Acosta Hernández y sus amigos incluidos, iba a ser la última del buque.

 

Primeros problemas a bordo

“Cuando por fin llega el barco resulta que venía pasado de pasajeros. A nosotros nos dejaron arriba, en cubierta, no teníamos camarote y teníamos que dormir en tumbonas o hamacas como las de las playas sonde se pone la gente a tomar el sol. Allí en cubierta dormíamos entre cincuenta y sesenta, pero nos dijo un dominicano que trabajaba en el barco que estábamos mejor arriba que en los camarotes, porque en cuanto llegáramos al Caribe no iban a poder aguantar dentro del calor. Las maletas y pertenencias que llevábamos sí las pudimos guardar en el camarote de un amigo”, explica Antonio Acosta Hernández.

Pero aquello solo era el comienzo de un cúmulo de adversidades. “En aquel viaje las pasamos todas, en España se llegó a decir que el barco se había hundido, porque la travesía eran siete días y nosotros estuvimos navegando casi un mes (quince días según las fuentes oficiales). Pienso que quizá el capitán y la tripulación no estaban acostumbrados a manejar ese tipo de barco. Porque pararon en Tenerife a surtirse de combustible y de todo lo necesario para el viaje que realizábamos, entre pasajeros y tripulantes, unas mil doscientas personas. Pero parece que no cargaron suficiente agua y cuando llegó la hora de la salida el buque no había terminado de aprovisionarse, ya que tenía que salir al mediodía y salió a las 11 de la noche del 20 de mayo.”

Los verdaderos problemas comenzarían cuando, a mitad de la travesía, se acabó el agua potable. “No se tomaron medidas y había gente que dejaba las llaves de los grifos abiertas. Ibas al baño y veías siempre un reguero de agua que se iba por el sumidero y no pusieron control a todo aquello y debieron entonces de llenar los tanques con agua salada, porque ibas a lavarte y salía agua salada, ibas a beber y lo mismo. Lo único que no estaba salado era el vino que le daban a uno con la comida. Afortunadamente, la mayoría de emigrantes que íbamos en el barco llevábamos maletas con comida, comida seca y también alguna bebida. Hasta mi madre me metió comida en la maleta. Nuestro grupo se metía en el camarote del amigo donde teníamos el equipaje y comíamos aquella comida y compartíamos las bebidas que cada uno llevaba: unos licores, otros vino, otros parra, pero comíamos y bebíamos controlando, porque no sabíamos lo que podía suceder en adelante.”

Antonio Acosta Hernández cree que llegaron a meter agua salada en las calderas, porque se produjo a bordo la explosión de una de ellas, lo que trajo como consecuencia que “el barco se inclinó para un costado de tal manera que no podías caminar por como estaba ladeado. Cuando todo eso sucede aquello se complicó, porque veías a gente que se caía al suelo deshidratada y ya no había ni comida porque estaba podrida y no había quien la comiera. Había un agua a la que le echaban unas pastillas y se quedaba medio salobre y hasta ese agua se terminó.”

Cerca del Canal de la Mona, que separa Puerto Rico de República Dominicana, cuando se podían atisbar las luces de Puerto Rico “nos mandan a que todo el mundo se meta para abajo, no sé si pensaban hundir el barco o qué pensaban hacer, porque en el barco había marines y militares, algunos oficiales de la Marina Española, y cuando dieron esa orden a los emigrantes nos advirtieron de que tuviéramos cuidado y que fuéramos pa cubierta, porque lo que querían hacer es trancarnos abajo, aunque lo que nos decían es que querían tener espacio libre para hacer una maniobra. Pero las lanchas ya las tenían preparadas y, por eso, los militares españoles situaron en cada lancha un emigrante que sabía de eso, y todo el mundo fue parriba. Luego nos pidieron que fuéramos todos hacia el otro costado del barco para intentar equilibrarlo, pero ya nadie hacía caso. Entonces explotaron dos calderas más y ahí el barco se enderezó un poquito más. No había comida ni agua, no había comunicación porque se dañó todo el sistema eléctrico. En el Canal de la Mona se sufrió mucho, porque el barco no podía desembarcar en Puerto Rico porque venía pasado de personas y eso podía acarrear una multa enorme y las cosas con Trujillo no eran fáciles.”

El tiempo que estuvo el barco parado en el canal, estimado “entre 24 y 48 horas”, pareció eterno hasta que “vino una avioneta de reconocimiento desde Puerto Rico y entonces unos tripulantes subieron y comenzaron a hacerle señas con banderas desde lo alto. La avioneta dio como tres vueltas y a la segunda les envió una señal como que les había entendido y después regresó en dirección a Puerto Rico. Después de aquello, al amanecer del día siguiente, vinieron dos fragatas de Puerto Rico a darnos agua. Nuestro grupito, con el licor que bebíamos y la comida conseguimos mantenernos, pero daba pena ver a la gente así, peleándose los unos con los otros por un cubo de agua que enviaban desde las fragatas, que se situaron una a cada lado y que también lanzaron mangueras para suministrar agua. Cuando la situación se normalizó, de República Dominicana mandaron un remolcador y dos fragatas de guerra, que nos llevaron pasta de dientes, jabón y algunas cositas más para cada uno. Desde ahí nos remolcaron a Santo Domingo, al río Ozama, y de ahí nos pasaron a la catedral, fuimos a misa y al salir nos esperaban unas guaguas.”

Trujillo, que ejercía el terror más absoluto entre una población multirracial, pretendía repoblar República Dominicana con dos millones de extranjeros, entre los que se encontraban no sólo los españoles, sino también alemanes, italianos, húngaros y japoneses, algunos de los cuales dejaron su descendencia en diferentes lugares de la isla. Se da la circunstancia de que los japoneses compartirían colonia con algunos canarios en Constanza y Jarabacoa, incluso algunas familias se quedaron tras la muerte de Trujillo, ya que la mayoría fueron repatriadas y muchas otras reubicadas en diferentes países de América Latina.

 

Cambio de planes

Los canarios de la segunda expedición estaba previsto inicialmente que fueran a Constanza junto con los gallegos, mientras que para Nagua iban los valencianos y burgaleses, “donde ya había valencianos y burgaleses de la primera expedición, porque nosotros no sabíamos de arroz, ni habíamos visto nunca una mata de arroz, ni de maní, ni de nada de eso. Nosotros sabíamos de guineo (plátano tipo canario) y de papas. Pero dentro de aquella expedición española venía un cura jovencito valenciano que sabía ya algo y lo cambió todo y nos envió a los canarios para Baoba del Piñal (término municipal de Nagua, provincia de María Trinidad Sánchez), que era el sitio más malo, y los otros vinieron pa Constanza. De Santo Domingo para allá nos llevaron en dos fragatas de guerra hasta Samaná, a la ciudad de Sánchez. Cuando nos apean en Sánchez nos esperan guaguas y caminonetas, donde nos subimos y nos trasladaron por caminos, porque no había carreteras.”

Recuerda Antonio Acosta Hernández que llegaron a Nagua por la noche, “que sería para que no la viéramos y hasta la guagua se averió en el camino y tuvimos que seguir a pie. Lo que más me extraño a mí es que veía a la gente descalza, vestida sólo con un pantalón corto y sin camisa, alguno llevaba incluso un revólver enganchado en la cintura, y desde que nos veían se escondían, como si fuéramos extraterrestres. Antes de llegar a Nagua, nos llevaron a un lugar a la orilla del mar, donde había unas enramadas grandes y donde nos dieron comida. Desde allí nos trasladaron a las colonias por grupos: unos a Vitalina, otros a San Rafael y a Santa María, donde nos mandaron al grupo de 48 canarios, todo nos lo dijeron allí mismo, donde comimos, de noche, sin luz y alumbrados sólo con lámparas.”

Cada inmigrante agrícola firmaba en España un contrato por el que se le pagaba el transporte hasta República Dominicana y se le ofrecía sufragar el coste de la repatriación, en caso de no adaptarse en el destino asignado, dentro de una colonia que disponía, en teoría, de una casa para cada uno, aperos de labranza, un mulo, una parcela de tierra roturada y sembrada para la primera cosecha de cincuenta tareas, equivalente a 3,1 hectáreas, así como abonos y un subsidio hasta que consiguiera la primera cosecha. Cualquiera podía rescindir su contrato cuando lo pidiese formalmente y varios centenares lo hicieron ante la precariedad que encontraron, pasando a residir libremente dentro del país tras cumplimentar diferentes trámites y a colocarse en otros oficios con mayor o menor éxito, lo que provocó que muchos acudieran a la Embajada Española en busca de auxilio ante la falta de ingresos y a haber perdido el derecho a repatriación sin coste por haber rescindido anticipadamente su contrato.

A los canarios les aseguraron que en Santa María había 48 casas “y nos metieron a todos en un volteo (camión con volquete) que rodaba por caminos, porque no había carreteras, hasta que llegamos y nos meten a seis en cada casa. Nosotros ya éramos un grupo de cuatro palmeros, al que se habían incorporado dos hermanos más con los que hicimos amistad, uno de los cuales era boxeador de peso liviano, pero allí mezclaron canarios con gallegos, que los había muy brutos. A la mañana siguiente, cuando amanece y vemos todo aquello: monte y desierto, monte y desierto… Y un camino que hicieron con grava. No teníamos nada, así que de pronto veías a uno con un colchón al hombro a otro con caldero o con otra cosa, agarrábamos lo que pillábamos hasta que nos fuimos organizando entre todos. En Nagua nos habían dado quince pesos a cada uno, medio peso diario para el primer mes, y por la mañana nos llevaban leche, una botella para cada uno. Con eso subsistíamos como podíamos.”

Aunque los buldóceres llegaron para preparar la tierra para la siembra, no había agua para regar. “En Payita si consiguieron hacer riego los matrimonios valencianos que habían venido en la primera expedición, sacando canales de los ríos y prepararon tierra arrocera, pero lo nuestro era todo secano. Luego nos llevan unos mulos muy mañosos, que me subí a uno de ellos y salió pa un lado y yo salí de cabeza pal otro. ¿Qué sabía yo de bregar con mulos? Otros sí, pero yo no. Pero ahí comenzamos y nos dieron semillas de maní (cacahuete) y sembradoras de maní. Algunos hicieron rastras y otras herramientas con hierros, maderas y cosas, que nos íbamos prestando unos a otros y si uno podía la compraba, así nos fuimos equipando. El saco de maní se pagaba entre los seis y ocho pesos  Recuerdo que en la primera cosecha cogimos doscientos sacos y las siguientes fueron de 300 y 400, pero en la última cogimos 800 sacos y la manisera no compraba ya más que una parte de tanto que producíamos.”

 

Perspectivas de progreso con detenciones

Antonio Acosta Hernández y los demás canarios comenzaron a prosperar: “Con 26 pesos me compré yo una novilla que estaba preñada y era un precio caro, porque la libra (453,6 gramos) de carne costaba entre 8 y 10 pesos. En la segunda cosecha de maní, en la finca de nosotros, donde teníamos las parcelas que nos dieron, porque había parcelas que no se siembran porque eran malas, había un monte y nos fajamos ahí para tumbarlo, un monte con piedras donde pusimos una cerca e hicimos carbón durante dos o tres años y lo vendíamos. En esa segunda cosecha de maní, fui a la manisera a entregar el maní y me encontré con uno que había sido teniente de la policía en España y al que la guardia de República Dominicana lo estaba persiguiendo para deportarlo para España por comunista, porque allá desde el momento que protestabas o decías algo contra Trujillo eras comunista. A la colonia llegaba por la noche en algunas ocasiones un catarey (un camión grande que se utilizaba en los ingenios) con guardias, que de acuerdo con el capataz y el jefe de la colonia llamaban a gente, le ordenaban que subiera al camión y se la llevaban. Y había gente que tenía las parcelas próximas a recoger la cosecha de maní y tenían que dejarlo todo. Recuerdo una vez en Santa María dos catarey a los que estaban subiendo gente a eso de las 7 de la noche y vienen tres canarios que me dijeron que les acompañara para volver deportados a España, porque era mejor entonces que esperar a después, y se fueron con aquellos dejando las tierras sembradas, porque habían venido juntos y querían volverse juntos. Eso pasaba todos los meses, cada vez que se aproximaba un barco, porque no sabíamos a quiénes iban a llevarse.”

Aún a riesgo de ser deportado, Antonio Acosta Hernández no dudó en ayudar a quien se lo pedía. “A ese teniente le habían dicho que lo buscaban y ya había cosechado el maní, pero tenía que esperar a solearlo porque todavía estaba verde. Él le había dado dos soles y la manisera se había comprometido a pasar a recogerlo después, pero ya lo andaban buscando y él se escondía en la playa, a la orilla del mar. Me llamó el encargado de la manisera, un muchacho joven, a donde había ido para entregar la cosecha y me llevó a un cuarto y me dijo que cerrara la puerta porque estaba aquel teniente y me dijo que iba a recibir el maní de él ‘mañana, a primera hora, porque no puedo recibirlo hoy. Mañana vamos a pesar el maní y tú le das el dinero’ y yo le dije: Si es así, no tengo inconveniente. Yo le doy los cuartos. Y así hice y a ese hombre se le cayeron las lágrimas, me lo agradeció y me dijo que llevaba tres días que casi no comía. Y después de aquello, ya con el dinero de la cosecha en la mano, se fue pa Santa María a entregarse.”

Otro episodio de tensión sucedió cuando un grupo de gallegos se rebeló porque afirmaban que le echaban agua a la leche. “Un día, cuando la fueron a entregar, unos dijeron: ‘aquí nadie va a recoger esa leche hoy, porque aquí no queremos agua, queremos leche. Y aquí nos están dando agua por leche’. Y vaciaron tres cubos de leche en la misma calle y la gente dominicana decía: ‘¡Ustedes son locos, ustedes son locos!’ Después de aquello vino de allá el jefe encargado de la colonia con un contingente de guardias o policías, dos camiones e hicieron una reunión con todo el pueblo y comenzaron a discutir y agarraron a aquellos gallegos y los obligaron a subir. También había uno que era asturiano y era catedrático y su padre era dueño de hoteles en España y él tuvo un problema con la familia, ya que la administración de la empresa se la dieron a un hermano más joven que él y por eso se marchó a andar por el mundo y los papás se enteraban por las embajadas españolas a los sitios que iba. Había estado en Brasil, Colombia, Puerto Rico, Venezuela y cuando llegó aquí, ya no le dejaron salir por lo que sabía y Trujillo lo quería tener controlado. Cuando hicieron el Hotel Jaragua, la Feria de la Paz y toda la remodelación de esa zona de Santo Domingo, le ofrecieron trabajo en el Hotel Embajador como intérprete y dijo que no, porque lo que quería era irse, pero no lo dejaron salir hasta que mataron a Trujillo y justo al día siguiente, se fue. Él andaba por la colonia con sólo un pantalón y sin camisa y todo negro y quemado por el sol.”

 

Dificultades históricas

Los asentamientos canarios en República Dominicana fueron siempre complejos y estuvieron rodeados de dificultades para los emigrantes, como refleja el historiador Manuel Hernández González en su libro ‘El sur dominicano (1680-1795)’, donde en su página 172 escribe: “El 12 de abril de 1689 arribó a Santo Domingo procedente de Las Palmas el navío de registro del comercio canario-americano propiedad de Miguel Jorge Roncales con 20 familias que fueron destinadas por real orden para el crecimiento de la villa de San Carlos de Tenerife. (…) Los distribuyó entre los vecinos de esa localidad, les proporcionó 300 pesos, 3 a cada uno, que aportó la ciudad, la tierra y 3 herramientas (hacha, marraco y azada) a cada cual”. Aunque no fueron esas las condiciones acordadas, como refleja el mismo investigador en dos páginas después: “En 1709 el cabildo sancarleño seguía reiterando el incumplimiento de la promesa regia efectuada en las Islas al momento de partir de proporcionarles todo lo necesario, como eran tierras, herramientas y el sustento por seis meses. (…) El problema de la tierra ya parcelada y con propietarios que alegaban hipotéticos derechos de propiedad sobre terrenos que jamás habían puesto en explotación fue siempre un serio inconveniente que pesó sobre los colonizadores canarios en el Santo Domingo colonial.”

Este historiador asegura que “siempre hubo canarios en La Española desde el siglo XVI, pero una emigración sistemática y masiva no comienza hasta 1684, con la fundación de San Carlos de Tenerife, por un lado, y con Bánica por el otro; que se extiende después con el repoblamiento, por la corona, de Santiago de los Caballeros, primero, y después de Hincha, que se funda en 1703, además del repoblamiento de Azua, que todavía tiene zonas como la Estebanía con presencia canaria muy fuerte, gente campesina; así como toda la zona de frontera como San Juan de la Maguana, Dajabón, Monte Cristi y todo eso. Después, en 1730, fue el repoblamiento de Puerto Plata y, más adelante, de las zonas de Samaná y Sabana de la Mar, donde existe un estudio lingüístico realizado por Irene Pérez Guerra, prima del famoso cantante de origen canario, de San Carlos, Juan Luis Guerra”.

Según este experto, “hay que partir de que en 1650 no había allí más de seis mil personas y creció hasta las 125.000 en 1795, lo que se debe, en parte, a la compra de esclavos, en un pequeño porcentaje, porque la esclavitud no superó nunca el 3% entre la población de Santo Domingo, y a los canarios, que eran jóvenes y, por tanto, con una esperanza vegetativa muy alta de crecimiento.”

Muchos canarios que llegaron a mediados de la década de los 50 del siglo XX vivieron problemas similares a los que sufrieron las anteriores generaciones de emigrantes, con el añadido de la represión política del régimen dictatorial de Trujillo, porque allí donde fueron destinados no encontraron las viviendas acogedoras prometidas, sino cabañas frías de noche y demasiado calientes de día, prefabricadas con planchas de fibrocemento (que contienen asbesto o amianto), donde llegaban a alojarse hasta seis personas cuando debían ser individuales, sin electricidad ni agua potable, una climatología tropical que favorecía la expansión de los mosquitos y el paludismo, tierras de ciénaga  llenas de sanguijuelas o agrestes, impropias para el cultivo, aperos que se limitaban a un simple machete y, en el mejor de los casos, una guataca, por lo que tuvieron que fabricarlos ellos mismos con lo que encontraron de manera rústica y artesanal, todo ello dentro de un régimen de vida que no les permitía organizarse o desplazarse a voluntad, sino bajo las severas directrices del director de la colonia, similares a las de un campo de concentración, donde los servicios sanitarios siempre fueron deficientes e insuficientes y faltaba leche y comida.

Muy pocos llegaron a disponer de las cincuenta tareas prometidas y casi siempre en terrenos de secano, por lo que resultaba frecuente que el rendimiento por la venta de la cosecha fuera inferior a la inversión realizada y los costes de producción. En esas condiciones, para retenerlos, se acordó primar con 150 pesos el matrimonio con dominicanas, incentivo que tuvo escaso éxito, ya que en enero de 1956 regresaron trescientos españoles, muchos de ellos canarios, y marzo de 1957 se repatriaron a otros 1.369. El descontento llego a ser tan generalizado, que se restringieron las repatriaciones y algunos agraviados llegaron a crear problemas de orden público y a proferir gritos subversivos contra Trujillo para conseguir que los expulsaran del país. “Trujillo era aquí un dios y eso que nosotros veníamos de una dictadura, pero no así. Allí por lo menos había unas reglas de juego dentro de la justicia, pero aquí no, aquí te disparaban y te mataban”, comenta Antonio Acosta Hernández.

 

Crecerse ante la adversidad

Sin embargo, dentro de este conflictivo contexto, nuestro protagonista consiguió crecerse ante la adversidad y aprovechar las oportunidades que se le presentaron. “En Santa María fuimos prosperando y compré 35 novillas para leche, que recuerdo pagué a 18 y 14 pesos, y comenzamos a introducirnos en el negocio del ganado, mientras trabajábamos entre 200 y 300 tareas donde plantábamos maní. Luego había un gallego que tenía un negocio y la primera televisión que hubo en Nagua la tenía él, que también había comprado una estupadora de maní criolla, que había hecho uno de allí, así como un motor dipper de gasoil y un generador de barco, con los que podía dar luz a la televisión y a tres casas de por allí y a los frizzes (neveras) del negocio, porque no llegaba hasta allí la electricidad, ni tampoco a Nagua. Al hombre le dio por vender el negocio y yo le propuse al compañero comprárselo, pero no lo vio claro, pero le dije que me dejara a mí, así que fui a dar con él, hablamos, lo negocié, me fui a vender una cosecha de maní de 800 sacos y volví y recuerdo que le di 3.500 pesos. Tenía un almacén donde estaba el motor y la estupadora de maní y al lado del negocio otro almacén donde estaba la televisión, que era de 22 pulgadas, marca Philco, me recuerdo todavía de ella, con la caja de lata. Y cobrábamos entrada para verla por tandas, dos diarias los fines de semana, a diez cheles (centavos o céntimos de peso dominicano). La primera comenzaba a las 2 de la tarde y terminaba a las 5 y la segunda de 5 a 7. Y aquello se llenaba y a veces no cabía la gente y era un almacén grande. Y con eso se pagaba el gasoil y poco más. Así fuimos ampliando el negocio: pusimos una quesería, exportábamos 900 botellas de leche, nosotros ordeñábamos entre 80 y 90 botellas diarias de algo menos de un litro, porque la medida era el galón americano (un galón equivale a 3,78 litros), que eran cuatro botellas llenas.”

Durante un tiempo, todo parecía ir mejor: “Con el negocio, la quesería y lo que daba la agricultura y la ganadería nosotros manejábamos el pueblo y llegamos a traer incluso penicilina, que comprábamos a 18 centavos y vendíamos a 60. No teníamos hospitales ni médicos en Baoba del Piñal, aquello todo era campo y en República Dominicana entonces tendría entre 3,5 y 4 millones de habitantes. Tú te metías pa los montes y hallabas guineos maduros y otras frutas que podías comer. Cuando llegaba una gente con una infección, una hinchazón o algo y no tenía recursos, nosotros le regalábamos la penicilina y ahí aprendí yo a poner inyecciones. Yo mismo le ponía la penicilina y la gente luego se recuperaba y quedaba agradecida. En todas partes ha existido gente tramposa y nosotros podíamos fiar pero hasta que no pagaban lo fiado no se les fiaba más. Lo apuntaba en un papelito y lo pinchaba en un clavo que tenía y todos acababan viniendo a pagar para que pudiéramos fiarles de nuevo. Sabían que podían tener un crédito abierto y así nos manteníamos y regalábamos muchas cosas, no éramos interesados, había gente necesitada que se acercaba donde teníamos el ganado y le regalábamos cuatro, cinco o seis botellas de leche, que se vendían a dos o tres cheles y una libra de queso valía entre 20 y 30 centavos. Eso le favorecía a uno y se ganaba el respeto. Había gente que debía 100 o 200 pesos y tenían pendiente de recoger la cosechita de maní, pero les iba mal porque no llovía y se dañaba el maní y yo les decía: mira, lo que tu cojas, tráelo que yo no te voy a desamparar. Yo te voy a recibir el maní y te voy a dar un nuevo crédito y si necesitas animales para preparar el terreno pa sembrar ven que te los dejo. Había gente que debía 200 pesos, otros 300, pero traían 150 de maíz y yo les daba 100 y el resto lo dejaban a deber y les daba las plantas para volver a sembrar y cuando se recuperaban me pagaban, a veces antes incluso de recoger la cosecha, por un animal que vendían o no sé. Todo eso nos ayudaría después.”

Pero, paradojas de la vida, cuando mejor marchaban las cosas y había desaparecido una de sus mayores amenazas, el dictador Trujillo, asesinado el 30 de mayo de 1961, comenzaron a surgir nuevos y serios problemas. “Cuando mataron a Trujillo a nosotros nos llevaron presos a la entrada (de la colonia) y tuvieron que soltarnos, tanto a Bernabé como a mí. El mismo cabo de la guardia que llevaron sabía lo que hacíamos por el pueblo. Nosotros estupábamos el saco de maní a 20 centavos, igual que la manisera, pero luego todo lo que sobraba lo echábamos en un corral de puercos, donde teníamos más de cien, entre chiquitos y grandes, y con el guano que dejaban abonábamos las cosechas. Venía uno a pedir: ¿Tú quieres comerte un puerco asado? Vete y búscate uno ahí y mátalo. Yo mataba puercas ahí y se la daba a gente por días de trabajo. Había gente que no tenía víveres y le decía: este pedacito de aquí hasta aquí, cógelo por tantos días de trabajo, con la condición de que si tu sacas una mata de yuca de ahí me la siembres aquí. Buscaba que todos prosperasen para seguir creciendo. Todas esas cosas le favorecían a uno y cuando empezaron las turbas, en la época de Juan Bosch el pueblo amanecía cuidando el negocio y cuidando el ganado. Nosotros dejábamos el ganado en un cercado grande junto a la quesería y de noche bajábamos el ganado y lo trancábamos allí y por la mañana lo llevábamos a pastar, porque había algunos que los mataban a machetazos y dejaban la res muerta ahí. Estropeaban los semilleros de arroz y más cosas para que los colonos se fueran y dejaran las tierras.”

La situación comenzó a cambiar “cuando Juan Bosch hizo campaña para ser presidente y situó a los emigrantes como enemigos de los dominicanos, como que habíamos venido aquí a quitarle la tierra a los dominicanos y puso a la gente en contra unos de otros. Cuando nosotros llegamos en Nagua no había más que un par de casas y en Baoba del Piñal, cuando metieron los buldóceres a limpiar aquello hubo gente que se fue huyendo con la familia y lo que pudieron llevarse, porque pensaban que se estaba acabando el mundo, era gente que no había visto nunca una maquinaria así. Pasó tiempo hasta que la gente comenzó a regresar, como unos seis meses después de estar metidos en una cimarra (escondidos en las montañas).”

 

Traslado a Constanza

La decisión se demoró hasta 1962 y cuando muchos se planteaban regresar a España la familia formada por Antonio Acosta Hernández, su esposa dominicana Ana Rita García y su primer hijo, apuestan por vender el negocio y trasladarse a Constanza, para seguir con el ganado, aunque no todo sucedió como habían previsto. “A mi mujer la conocí en Nagua, cuando llevaba dos o tres años aquí, tenemos sesenta y pico de años juntos. Ella es dominicana, de San José de las Matas, y como los suegros míos habían venido para Constanza y me habían dicho como era esto, nos vinimos para ver como nos iba y quería comprar el negocio de Isabelito, en la colonia japonesa. Vendimos lo de allá menos la finca, a la que la había sacado el título (de propiedad) y que fui el primero que lo hizo. El negocio me salía por 2.500 pesos y el que me lo vendía tenía enfrente otro negocio y me dijo: ‘Yo te surto de aquí todo lo que necesites, con la condición de que quito ese negocio y me voy pal pueblo’. Y estábamos ahí, pero me llegó un socio que estaba aquí, Pepe ‘el bizco’, canario también pero de Las Palmas, y me sacó la idea de comprar el negocio, con un camión chiquito de la época, corto que le decían, un chevrolet, y negociar con la capital, llevar y traer mercancías: esa era la idea que tenía. Yo tenía 6.000 pesos que traje en efectivo y fui a la zona colonial, que era el único lugar donde había un banco y en el Royal Canadá fue donde deposité los 6.000 pesos, que hoy serían millones de pesos. Compré una casa por 700 pesos, luego compré un solar por 100 y una casa que había al lado y ahí me establecí y seguía teniendo la finca allá que no rentaba, sino que estaba abandonada. Me puse a trabajar y en menos de un año perdí los cuartos, cuando vino por aquí un ciclón de nombre Flora, dejó todo que daba pena, como ciento y pico tareas de papas blancas canadienses en una parcela que limpiamos nosotros, porque de media finca pabajo era todo troncos de guama y de toda clase de palos y la sembramos y Flora se lo llevó todo y lo que quedó estaba medio podrido.”

Después de aquello tocaba volver a empezar una vez más. “Mi socio me dejó un camión, aunque me jugó sucio, arrendé cinco tareas y comencé a trabajar de cero. Pague deudas que debía, a la mujer le puse un negocito en la casa y yo iba de un lado para el otro, na más dormía los sábados en la casa, conducía hasta de noche, todo el tiempo rodando entre Santo Domingo y Constanza, hasta que tuve que dejar de manejar (conducir) porque me dormía al volante y me jugaba la vida, aunque me tomaba pastillas para no dormir, lo que me costó una enfermedad de nervios y me vi feo (enfermo). Pero cuando pude dejar de manejar el camión ya tenía 180 tareas de tierra, que empecé a trabajar mientras manejaba el camión, aunque no lo hice solo, sino que pagaba a uno para que me ayudara a plantar y a cosechar tomates, ajos, cebollas, repollos y diferentes hortalizas. En esa época no se plantaban fresas (uno de los principales cultivos actuales), ni brócoli, coliflor, puerro o apio, que vinieron después y no se conocían en la zona, ni siquiera las lechugas. Aquí lo que se plantaba y vendía era repollo y tomate, si llevaba un camión de tomates o repollos, lo vendía y si llevaba dos, también, pero como llevara lechugas, me asfixiaba, no vendía nada, lo mismo que con la zanahoria. Lo más que se comía aquí era la remolacha, pero luego cayó.”

El aquellos tiempos la agricultura daba dinero, lo que no sucede ahora, en opinión de Antonio Acosta Hernández, “porque los políticos ganan dinero haciendo competencia a los productores, porque importan lo mismo y mira lo que sucede: el banco te da un préstamo para sembrar y tienes que hipotecar la casa, la finca o lo que tengas y cuando llega la cosecha, el grupo de políticos te mete de lo que cultivas traído de fuera y te tiran la cosecha abajo porque hacen que bajen los precios y no te recuperas y lo pierdes todo. A ellos no les importa perder lo que sea pa que tú fracases, porque del fracaso tuyo sale su ganancia. Y ese es el problema que hemos tenido todo el tiempo en Constanza. Y no bregamos contra gente fácil, sino contra gente poderosa y de dinero, con cuartos. Yo no sé como aquí no mataron gente en esa época, que iban a los muelles a esto. El único que apoyaba más fue Balaguer, pero a veces traían los productos hasta en aviones, como los ajos. Aquí, en esa época, los costes de producción eran de mil pesos por tarea, pero los que venían de fuera te los ofrecían en Santo Domingo a cuatrocientos pesos, porque esos países de allá parece que tienen subsidios que benefician al productor. Eso fue lo que nos hizo fracasar a todos.”

A juicio de nuestro protagonista, la situación actual de la agricultura no se entiende sin la presencia de oscuros intereses. “El coste de producción de una tarea de papas está sobre los 40.000 pesos, para luego vender papas a 10 ó 15 pesos, que una tarea lo más que te puede producir son 20 ó 25 quintales (cada quintal son 220,5 libras y equivale a 100 kilos: En el mejor de los casos 2.500 kilos a 15 pesos por kilo son 37.500 pesos). Si llevo dos camiones del papas al mercado y tú llevas seis de papas de fuera, tú vendes los 6 y ganas y yo vendo los dos y pierdo, siendo el mismo producto y buena calidad. ¿Qué es lo que está pasando? Ves a agrónomos jóvenes comprando casas por 18 ó 20 millones y yo que llevo fajándome toda la vida en esto, trabajando como un burro, no he podido. Y estos de la noche a la mañana… ¿Cómo es esto?”

Relata Antonio Acosta Hernández como “cuando aquí se fundó Inespre (Instituto de Estabilización de Precios) yo tenía cien tareas sembradas y vino el administrador o director a mi casa para que les vendiera una tarea o dos de ajos para hacer ellos un experimento para que el ajo no repochara (brotar) durante el almacenamiento y yo les dije que sí. Empezamos a hablar y me hizo una pregunta: ‘¿Cómo usted ve esto de Inespre?’ Y yo le respondí: Lo veo bien, pero depende de cómo lo utilicen. Y él me replicó: ‘¿Cómo dice usted? Si esto es para comprar sobrantes de las cosechas y mantener los precios’. Y yo le contesté: si es pa eso, yo lo veo bien, si es para comprar el exceso de producción y exportarlo a otro país, bien, pero si ustedes los compran para luego almacenarlos y vendérselo a la población, ustedes se convierten en contrincantes nuestros, nos van a hacer competencia y ustedes son el gobierno. Por eso todo depende de las personas y lo que quieran hacer.”

En otra ocasión, acudió a ver a un ingeniero agrónomo del gobierno para llevarle “un ajo que fue un desastre de bichos. Allí les dije que debían estar todos presos porque son una pandilla de ladrones y que era un robo lo que estaban haciendo, y el agrónomo se fue acercando y me confesó: ‘Mire, yo no sé de esto, no sé ni como se siembra el ajo ni como se produce. Yo soy especialista en arroz, pero me mandaron a mí aquí (Constanza) a hacer esto y me dijeron que les diera la carta para sembrar las tareas y arreglar las cuestiones administrativas, pero yo sé lo que hay ¿Y qué hago yo? Si me niego, me van a cancelar (despedir)’. Uno se encojona (enoja) con esto. Uno trabajando y los otros haciéndote la vida imposible. A Constanza en una época le decían ‘el Nueva York chiquito’, porque había apoyo a la agricultura, pero después eso se volvió un desastre. Tu sabes lo que es comprar ajo a 500 pesos para luego venderlo en el muelle de Santo Domingo a 2.000 pesos, cuando tu coste de producción es de mil pesos. Te dan un permiso para importar 30.000 quintales y son 45 millones de pesos lo que vas a ganar ahí sin trabajar. Eso da para comprar lo que quieras.”

 

Nuevos problemas para los agricultores

La liberalización de los mercados también afecta a esta zona. “Este presidente (Luis Abinader) iba gobernando bien hasta que habló en el senado de sacar los aranceles a las importaciones de siete productos agrícolas que se cultivan aquí. Esos aranceles sería mejor que se los abonen a los de aquí, para que puedan vender más barato. A los de afuera les resuelve el problema que tienen, pero se crea uno aquí”. Juan José Leira, consul honorario de España en Constanza, añade además un nuevo problema con la crisis mundial del transporte: “Está en riesgo la próxima cosecha de ajo, porque la planta viene de china, concretamente del puerto de Shanghái, y tendría que haber salido en estas fechas (mediados de mayo), pero la actividad del puerto se ralentizó a causa del covid y no se sabe si llegará a tiempo.”

Antonio Acosta Hernández estima que el sector agropecuario a nivel mundial emplea a cerca del 60 por ciento de la población global: “habrá países más desarrollados que emplean a menos gente, pero, si haces lo mismo en todos lados, habrá que subsidiar o pensionar a toda esa población, porque tendrán que vivir de algo. Algo tendrán que hacer si le quitan el sustento que es su trabajo. El problema es que el que tiene dinero cada vez quiere más y más y más… Y eso no puede ser.”

Desde su actual retiro no guarda buenos recuerdos para la banca, que le obligó a volver a replantearse su vida una vez más. “Mientras no trabajé con los bancos me fue bien, pero en cuanto comencé a trabajar con ellos la agricultura empezó a ir para atrás y cada vez más para atrás. Me endeudé y cuando me iba bien, cumplía y cuando me iba mal pagaba los intereses, pero seguía la deuda y a veces sólo podía pagar la mitad de los intereses y la otra mitad se acumulaba a la deuda, que siempre iba para arriba hasta que llegué a deber 8 millones de pesos, pero mientras tuviera para vivir y pagar lo que tenía iba tirando, pero no veía la forma de salir de aquella bola de deuda, donde llegó un momento que todo era para pagar intereses. Entonces yo tenía 20 tareas a la salida de Constanza a mano derecha y mi hijo me aconsejó venderlas y también las casas, que tenían 2.707 metros cuadrados en la calle principal. Todo el mundo estaba detrás mío para que le pagara. Había uno al que le debía 600.000 pesos y me quería coger una propiedad, una casa, que luego vendí por siete millones y medio. Era de un banco español y fui pa él y le dije: usted tiene todo el derecho a cobrarme los intereses, pero también tengo el derecho de defender lo mío, porque no es posible que por una deuda de 600.000 pesos me coja una propiedad que vale 7 u 8 millones de pesos. Eso es un crimen y no creo que la justicia llegue a aprobar eso, porque está bien que ustedes se cobren, pero no así.”

 

Pero también pudo escapar de ésta gracias a “un amigo que estaba en el Banco de Reservas y que me dijo:’ Antonio, yo te voy a ayudar. Vamos a hacer una cosa. Tú tienes dos títulos (pólizas): uno por 600.000 pesos y otro por 200.000 pesos, y las propiedades (hipotecadas o puestas como aval) valen demasiado para que las tengas involucradas en eso. Te voy a dar un préstamo y te voy a aliviar un título y así puedes tener un título limpio e ir jugando con eso’. Así pude poner en venta la casa y la parcela. Me compraron la parcela, la vendí en 3 millones de pesos y la casa en 7 millones y medio y así pague todo lo que debía y salí de toda esa vaina y ya viví tranquilo. Los hijos están todos criados, en Nueva York tengo tres, dos hembras y un varón, en España está el otro varón. Las mujeres están casadas y una que se casó aquí tiene un hijo ingeniero de sistemas que se fue pa Chile, porque no pudo ‘aguantar el fuerte’ aquí y tuvo que irse pa Chile.”

 

Vínculo permanente con La Palma

Con la familia de La Palma sigue manteniendo el contacto, aunque ahora por whatsapp. “Durante muchos años la comunicación fue por carta, ya que tardó en llegar el teléfono a Constanza. Nuestro primer teléfono tenía el número 22 (el número sólo tenía dos dígitos por aquella época). Visité en 1977 La Palma y estuve 45 días, y también estuve en Tenerife, en La Laguna. Volví y vine en avión, pero ya no casi no conocía a nadie y cuando llegué allá era un extraño para la familia. No para los viejos de uno, los hermanos de uno, pero, para los sobrinos, yo era un tío extraño. Me habían visto en foto, pero no había relación, no había roce. Cuando pasa ese tiempo y uno vuelve, el amigo que tenías se fue pa otro sitio, el otro pa otra parte, la otra ya no existe, otro se perdió… El ser humano sabe donde nace, pero no sabe donde muere. Sabemos donde nacemos, la fecha en que nacemos, pero no dónde vamos a morir, ni en qué fecha.”

Entre las experiencias de juventud que recordará mientras viva se encuentra “cuando explotó el volcán de San Juan en La Palma (1949, con trece años), que estuve encima de la lava y en la loma que había cerca de la boca donde reventó. En cuanto hacía ‘bum’, la tierra se movía y se abrían grietas por donde pisabas. Nos jugamos la vida un grupo de jóvenes que fuimos para allá. Los volcanes son peligrosos bajando, pero en el sitio llano puedes verlo venir, es como un buldócer empujando la tierra, porque la lava, a medida que avanza, se va volviendo piedra, no es candela, y es la piedra lo que va caminando. Por eso cuando llega a un aljibe o a un pozo de agua hace ‘bum fssss’ (reproduce un sonido similar al de la apertura de una botella de vino espumoso) y cuando llega a una mata frondosa se prende como si echaras un fósforo a la gasolina. Recuerdo que había ya uvas maduras cuando aquel volcán y eso daba pena y vi gente con buenas casas, de dos y tres plantas, quedarse sin nada.”

Afirma que viendo las imágenes del nuevo volcán “me quedé asombrado del desarrollo que tenía la isla, porque en todos los sitios donde el volcán ha hecho daño, en mi época ahí no había agua, era todo terreno de secano. Ahí lo que se cosechaba era centeno y cebada, cuando llovía una vez en el año, porque entonces no llovía mucho tampoco, y ahora lo ves todo lleno de invernaderos y de explotaciones al aire libre. Cuando yo estaba allí a toda esa zona no llegaba el agua desde la caldera, había un canal que se dividía en dos y llevaba ese agua a Tazacorte y Los Llanos, pero no era muy abundante y todo el mundo tenía compromiso con ella. En Tazacorte, desde donde está el cementerio hacia la costa de Puerto Naos, aquello era todo tierra de secano que se sembraba de batata. Desde el 77 no he vuelto más a La Palma. Los pueblos de Argual y Los Llanos ya estaban juntos, aunque no tanto como ahora.”

Por lo que ha visto por televisión el pasado año, a raíz de la erupción del nuevo volcán, “las islas han tenido un desarrollo grandísimo en poco tiempo y las islas producen de todo, lo que tú siembres, produce, se parece a esto (República Dominicana) pero aquí somos haraganes. Aquí hay que sembrar matas que den sombra y comida, pero vienen de noche y te roban la comida que da la mata. Cuando sembraron aquí unos eucaliptos, le dije yo a uno que vino, que era cubano, que aquellos eucaliptos iban a romper las cunetas y la carretera: siémbralo de árboles frutales de lado a lado y a cada dueño de parcela lo haces responsable de su cuidado y le das también asesoría con un técnico y lo mismo en las orillas de los ríos. Pero no hicieron caso y los árboles acabaron por romperlo todo. El río tenía una arboleda que daba gusto de verla, pero ahora no queda nada. Y han estrechado los ríos tanto que un día va a haber una desgracia.”

Con esta advertencia le viene a la memoria un último recuerdo de su isla natal: “Allá en La Palma, los barrancos son ríos secos, pero cuando llueve ese río seco es increíble el agua que llega a bajar por ahí, que se lleva pinos enteros, piedras y lo que pille por delante y entonces uno se pregunta ¿de dónde salió tanta agua? Porque La Palma es pequeña, le das la vuelta en un día o menos, pero el barranco de Las Angustias, en tiempo de agua, eso hay que verlo, son metros de agua (de alto) que se llevan todo.”

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