cerrar
cerrar
Registrarse
Publicidad
Opinión
Publicidad

Los últimos carboneros

Las referencias históricas-geográficas, repartidas por todo territorial insular, recogen el ancestral oficio de los carboneros y lo refleja la toponimia de la isla canaria de La Palma. Por siglos la leña seca y el carbón fueron el combustible necesario e insustituible para el desarrollo de los asentamientos humanos.

En 1553 el escribano público Domingo Pérez, por escritura de fecha 26 de septiembre, detalla en las propiedades de la familia Monteverde, en el hoy parque nacional de La Caldera de Taburiente, el proyecto de aprovechamiento de las aguas y acequias entre los que se encontraba el lugar del “lomo donde se hacía el carbón”, según recoge José Agustín Hernández Martín en su obra Protocolos de Domingo Pérez escribano público de La Palma (1546-1553) publicado en 1999. Los topónimos como: Lomo del Carbón o Las Carboneras se repiten por toda la isla y diríamos que por cada uno de los municipios.

Han pasado más de cinco siglos de la incorporación de La Palma a la corona de Castilla y en el año 2001, o antes, estuve in situ en los montes de Villa de Mazo donde se seguía haciendo por viejos y ancestrales métodos carbón vegetal. Las “hornas” (carboneras), en forma de pequeñas montañitas, llenaban un llano limpio de vegetación y maleza que evitara el siempre temido fuego forestal. De ese día son las fotos de mi autoría que acompañan a este trabajo publicadas en la revista El Municipio editada por el Ayuntamiento de Villa de Mazo el 3 de abril del año 2001, hace casi 20 años.

Toda una jornada compartí con el mazuco Sandalio Díaz Díaz, nacido en 1943, junto con un grupo de familiares y amigos quienes “velaron” durante siete largos días la carbonera para que la madera o leños de brezo, falla, y cualquier otra rama seca de la variada flora de la laurisilva, se convierta en negro y aprecia­do carbón.

Durante todo el año se van recogiendo y reuniendo los trozos de madera sobrantes de los aprovechamientos forestales. Del decir de Sandalio “del monte no se desperdicia nada, pero, es duro, muy duro y los años no perdonan”. Cuando uno llega al lugar instinti­vamente retrocede en el tiempo a un lugar mágico, a un lugar desconocido. El olor a humo y tierra lo envuelve el verdor de las huertas, la fina llovizna.  El correr de niebla y nubes hace que el lugar, a las faldas del roque Niquiomo, nos transporte a vivir un relato de un cuento infantil en un bosque sobreco­gedor y único.

No sabemos con quien estamos hablando y quien es nuestro interlocutor. El carbón negro y la fina tierra barrenta apurado dejan ver los ojos y la boca. El sudor corre libremente por la cara y marca anchos surcos que semejan profundas barranqueras. Los labios de aquellos hombres, carnosos, húmedos y enrojecidos, resaltan en la cara. El carbonero se niega a saludarnos, dándonos la mano, hasta que logramos convencerlo de que no importa que la nuestra se llene de hollín y tierra, al contrario, nos emociona el sentirnos por un momento partícipes de aquel viejo y duro oficio. Las manos se unen, apretándose suavemente, y el tacto descubre lo impensable: ardientes, firmes, curtidas y agrietadas y al mismo tiempo, tiernas y sabias.

Era domingo y el anterior habían prendido fuego a las nueve hornas, cubiertas de tierra fina, y debajo, quien lo diría, un entramado de ordenados troncos secos plantados en dirección a la chimenea que se van quemando muy lentamen­te. Siete largos días bajo la vigilancia, minuto a minuto, hora tras hora, día y noche, de los carboneros. En un descuido, por cualquier grieta entra en demasía el oxígeno y se pierde la hornada convirtiéndose en ceniza.

Próximo a las hornas en una improvisada choza, cubierto con unas viejas planchas de cinc, helechillas y monte, unos colchones y unas mantas como único ajuar doméstico. En el lateral, formado por una pared de tierra que resumía frescura, propicia una peculiar “nevera” donde una retorcida raíz de brezo sostenía una botella de vino y otras de cerveza. Era el hábitat del carbonero, donde lo más moderno era un transistor a pilas.

Nos consideramos afortunadas de poder vivir, en plena era de Internet, de un trabajo campesino que fue cotidiano y necesario en miles de generaciones que nos han presidido. Cuando degustamos ricos platos de carnes y pescados a la brasa gran parte de ese gusto particular lo ofrecen trozos de leña de los montes de La Palma. Detrás de ese peculiar sabor hay un viejo y sacrificado oficio: el de los carboneros. La demanda es importante y se puede decir que el poco carbón que se está haciendo en la isla está todo vendido.

Al cubrir la pila de troncos y maderas con fina tierra y prenderle fuego, sin permitir que abra chimeneas laterales, se registra una insuficiencia de oxígeno y la combustión es incompleta, de esta manera se logra el preciado y negro carbón vegetal. Una semana más tarde se quita la tierra y mezclado con cenizas y aparece el carbón ardiente. Los trozos que no quemaron parejo lo llaman “tizos” y se suelen emplear en la comida del último día o se hace una nueva horna con ellos.

Las herramientas utilizadas con sencillas: una pala de largo cabo o un rastrillo. La altura de la horna, original, ya no es el mismo, con la combustión se ha ido consumiendo considerablemente. El llano se va llenando de “ruedos” de carbón que circunda donde estaba la horna. Y comienza a escucharse al grito de ¡”Fuego”! cuando un hilo de humo sale de algún carbón o tizo. El carbonero corre con tierra para apagarlo. Más de una vez toda una hornada se ha quedado en grises cenizas.

El británico Johb Seymour, especialista de la vida rural, en su libro Artes y Oficios de Ayer. Guía práctica de los oficios tradicionales, publicado en 1993, se lamentaba románticamente de que este oficio se perdiera diciendo: “Hoy en día, el carbón vegetal se hace en sofisticadas retortas y tiene un centenar de usos en la industria moderna, pero se han acabado los días de los hombres ennegrecidos por el humo conocedores de las costumbres del bosque. Aún así, en 1955 vi cómo se hacía carbón en esta forma en las carboneras de los alrededores de Mallorca”. Aún con este recuerdo añorado de Seymour del año 1955 en nuestra isla tenemos la gran suerte, para los que amamos las tradiciones, de vivirlo profunda­mente.

Al caer la tarde y después de una suculenta comida preparada con los tizos y carbones de la hornada empieza el recuerdo de otros carboneros, ya fallecidos, de los montes de Villa de Mazo. El carbón ha sido en La Palma oficio de hombres y mujeres. Carboneras fueron las recordadas hermanas Serafinas y Petra, apodada la mulata no porque lo fuera sino por la aparien­cia que le daba su oficio, quien junto a su marido Perico vivían en el monte donde nacieron sus hijos a los que llegaron a amarrar la vida (cordón umbilical) con una tira de una camisa vieja tiznada. También la toponimia de Villa de Mazo rememora el viejo oficio como es el caso del lugar de El Carbonero, que se encuentra entre el Calvario y La Sabina.

Durante siglos las maderas de la mítica laurisilva, por el naciente de la isla y por el poniente de almendreros, se convirtie­ron en el carbón necesario para uso doméstico, hoy la realidad es otra y va dirigido a la suculenta gastronomía tradicional preparada al fuego de sus brasas, conservando el encanto, para una gran mayoría desconocido, de su ancestral y primitivo método de obtención.

María Victoria Hernández, Cronista Oficial de Los Llanos de Aridane.

Archivado en:

Más información

Publicidad
Comentarios (2)

Leer más

Leer más

Publicidad

Últimas noticias

Publicidad

Lo último en blogs

Publicidad