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Opinión
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Ramón y Vina

En reconocimiento a Ramón y Vina, quienes después de 45 años han cerrado el taller de cerámica El Molino en Villa de Mazo

Ramón y Vina.

El barro palmero, de tacto rotundo, pero increíblemente delicado, ha seguido un proceso de recuperación en los últimos tiempos, iniciado en los años setenta del siglo XX. El barro y la arena de barranco continúan ofreciendo su lado más bello y dando forma a reproduc­ciones de cerámica prehispá­nica y a útiles de la tradicional loza doméstica.

Los restos cerámicos aborígenes atestiguan una cerámica muy diferente a la de las otras islas del archipiélago canario. Su belleza habla por sí sola de una civilización perfeccionista, que parece haberse perpetuado a lo largo de toda su historia en las labores artesanas de la isla canaria de La Palma. Las técnicas ancestrales universales que hicieron posible la producción alfarera benahorita se conservan en la reproducción de estas piezas, especialmente la decoración incisa y el color negro, característico del quemado y el reiterado uso doméstico.

Las vasijas prehispánicas ofrecen tres tipos diferenciados principales: la lisa, sin decoración alguna, pero con unas formas elegantes; la de metopa, con incisiones acanaladas de líneas rectas verticales, o verticales y horizontales; y una tercera, con una ornamentación profusa, incisiva, a base de círculos, espirales, puntos y rayas. Por suerte gracias a las exactas reproducciones no han desaparecido para siempre y han ayudado a divulgar, popularizar y encariñarse con el rico patrimonio aborigen palmero. Un museo es el destino natural y establecido para la arqueología, pero, algo del enigmático mundo benahorita tienen las piezas de barro artesano del taller de cerámica El Molino de Ramón Barreto Leal y Vina Cabrera Medina, nacidos ambos en 1936.

La publicación titulada “El Sistema Ortega: el molino del viento en la isla de La Palma” de Manuel Poggio Capote y Antonio Lorenzo Tena, editado por Cartas Diferentes Ediciones 2019, recoge las técnicas de molienda eólica desarrolladas por el industrial palmero Isidoro Ortega Sánchez (1843-1913) a mediados del siglo XIX. En el inmueble de uno de esos antiguos molinos, el de Monte Pueblo en Villa de Mazo, se cobija el taller de reproducción de cerámica aborigen de Ramón y Vina.

Todo empezó a partir de 1975, con trabajos previos a este año, en el sitio y hacienda de la familia Ortega Yanes, donde existió, en un cruce de caminos de herradura, espacio para la industrial, la cultura, la educación y otras actividades recreativas, económicas y de subsistencia familiar. El regreso de la casi inevitable emigración a Venezuela con conocimientos del trabajo de cerámica, el matrimonio formado por Ramón Barreto y Vina Cabrera halló en la recuperación de la por entonces prácticamente desaparecida alfarería-loza palmera la forma ideal de implantarse de nuevo en su tierra. Las primeras piezas y pruebas que realizaron Ramón y Viña, con la siempre mirada entusiasta del matrimonio formado por Antonio Soler y Myriam Cabrera, hermana de Vina, estuvieron dirigidas por la mítica y recordada locera palmera Anuncia Vidal, fallecida en 1980.

Cerca de unas 200 piezas, cada una distinta, procedentes de diferentes yacimientos arqueológicos de la geografía insular, configuran sus exactas reproducciones aborígenes que siguen las pautas de los gánigos (vasijas) benahoritas. El barro que se obtiene en los lugares geológicos más antiguos de la isla, Puntagorda, Garafía o Tijarafe, amasado con arena de barranco, es la materia prima fundamental. Una vez hecha la mezcla, se levanta la pieza, para orearla durante unos días, antes de rasparla, normalmente con un útil metálico, dándole la forma definitiva.

El siguiente paso es el pulido con agua y un callado de playa o barranco, seguido de la práctica de dibujos mediante incisio­nes, y el sacado del brillo con un callado más fino, después de impregnar la pieza con petróleo, se introduce en el horno, hasta que alcanza una temperatu­ra de 700 grados. Su característico color negro se obtiene por reducción, bajando la temperatura y reduciendo el oxígeno.

A finales del siglo XV el devenir de La Palma sufre una profunda convulsión, asumiendo, tras la conquista, los usos y costumbres de Europa. Muy escasas son las crónicas que proporcio­nan datos sobre la vida cotidiana en esa época; hay, sin embargo, una de gran valor: la recogida por Gaspar Frutuoso a mediados del siglo XVI que, entre otros aspectos, hace referencia a la utilización de tostadores de barro por la nueva sociedad palmera surgida por mestizaje. El viajero portugués dice: “Todos son criadores de cabras y ovejas, comen gofio de trigo y cebada, amasándolo en aceite, mil y leche, en tostadores que hacen de barro muy liso”. El tostador de barro es una de las primeras piezas del ajuar doméstico que se recoge documentalmente en La Palma.

El barro cocido fue también utilizado en el primer monocultivo establecido en la isla: la caña de azúcar. Para la exporta­ción de azúcar a la Europa continental había que utilizar moldes, llamados formas, de diseño cónico que posteriormente dieron lugar a un clásico de la repostería palmera: las rapaduras; aunque, obviamente, aquellas formas eran de mayor tamaño. Así se refleja en la partición hereditaria del rico colono flamenco Pedro de Van Dale, en 1621, donde se recogen “unas formas, un sino de barro, unas tinajas…”.

Ramón y Vina, como por instinto, solían acariciar contra el pecho su trabajo de barro. Parece que les costaba desprenderse de unas vasijas que durante días de trabajo habían logrado arrancar desde la rusticidad y aspereza del barro belleza.

Ha sido un largo periodo de trabajo continuo y de divulgación, 1975-2020, en vivo de la cultura prehispánica de la isla canaria de La Palma. El taller enclavado en el molino construido por el palmero Isidoro Ortega (1843-1913), antepasado de Vina, ofreció al palmero y al viajero un espacio único de puertas abiertas en la que se daban la mano la antropología y la etnografía de la molienda del gofio junto a la herrería con fragua, zapatería, carpintería, panadería, dulcería, primitivo laboratorio fotográfico, escuela y fiestas, y entre ellas la Santa Cruz y Corpus Cristi.

A mediados del siglo XX la casa del molino de Monte Pueblo se convirtió en una extensión universitaria de los primeros pasos sólidos de la arqueología palmera. En el molino había miles de cacos, vasijas, piedras moldeadas y huesos que cuidaban con mimo y veneración. Allí se fue analizando las diferencias de la cerámica aborigen. El matrimonio Soler-Cabrera dedicaron gran parte de su vida a recoger miles de restos cerámicos esparcidos por la geografía de La Palma. Su casa estuvo abierta al estudio de investigadores. Llegó el momento que La Palma contó con una legislación a acatar y un Museo Arqueológico insular, Los Llanos de Aridane, y los restos arqueológicos fueron entregados, después de meses de una nueva catalogación, en el mismo lugar, por técnicos cualificados. Como bien decía Myriam Cabrera, hermana de Vina, a quien la quisiera oír: “la cerámica no son mías, deben estar dónde corresponda. Un día de estos las deposito en la puerta del Cabildo”. Trabajo le costó, pero, al fin logró que la cerámica, de al menos 500 años, saliera de la casa del molino de Villa de Mazo con destino a engrosar el valioso patrimonio de los primeros pobladores de la isla.

De ese interés familiar por el mundo prehispánico de La Palma debió ser el germen de la iniciativa de la reproducción milimétrica de los gánigos o vasijas del pasado aborigen de La Palma. Todos se pusieron en marcha, mientras cuatro niñas Mary, Vinita, Esther y Teresa Belén, revoloteaban y se impregnaban en la huerta de los barreros, de las viejas tierras arcillosas de La Palma y del humo de leña de la mítica laurisilva. La presencia infantil en estos primeros trabajos trajo un salto generacional y un paso del testigo cultural.

Así fue como el gran público logró conocer y admirar el trabajo minucioso del ajuar doméstico y ritual del barro de los primeros pobladores de Benahoare. Del esmero que puso Ramón para la copia en papel vegetal de los intricados dibujos originales dependía su exacta reproducción. Cada pieza tiene un nombre y me cabe el honor que una de ellas lleva mi nombre: Marivi.

El taller durante 45 años recibió miles y miles de visitas, sería muy difícil cuantificar. El cuidado lugar en medio de vegetación y senderos bajo las aspas y torre del molino estaba abierto siempre con el buen agrado por parte de los propietarios y empleados del taller, incluso en festivos y domingos. Fueron unos adelantados en La Palma en la oferta en vivo de unas labores artesanas exquisitas y la muestra en el interior del viejo molino, de color azul celeste como fue en sus orígenes, de un interesante repertorio de útiles de diferentes oficios de los antepasados del sitio, lugar.

Las piezas de cerámica se conservan en diferentes colecciones, privadas y museísticas, repartidas por la geografía mundial. Ramón y Viña asistieron a ferias insulares, regionales y nacionales y recibieron reconocimientos a su labor artesana y turística. Sus vasijas fueron objeto de obsequio oficial a ilustres visitantes, preciado trozo de tierra y arena de La Palma. La imagen del taller y los rostros de Ramón y Vina ilustraron publicaciones promocionales de La Palma. Entrevistas continúas, visitas de escolares, investigadores, radio y televisión y siempre con la sonrisa en sus rostros. Hoy poseer una reproducción milimétrica del ajuar aborigen de La Palma se ha convertido, gracias a Ramón y Vina, en un auténtico placer para los amantes de las cosas únicas.

Después de más de cinco siglos de la castellanización las manos de los artesanos de El Molino reviven una cultura que, aún hoy, después de tanto tiempo permanece envuelta entre la magia de bellas leyendas.

Ahora se abre una incógnita y la pregunta salta de inmediato: ¿Habrá continuidad la reproducción de cerámica aborigen de Ramón y Vina? El tiempo lo dirá.

* Cronista Oficial de la ciudad de Los Llanos de Aridane (2002), miembro de la Academia Canaria de la Lengua (2009) y de la Real Academia Canaria de Bellas Artes San Miguel Arcángel (2009).

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