Hace más de mil años, alguien, en su idioma, intentó dejar testimonio de algo que probablemente era crucial para su sociedad y su supervivencia: el agua, la bruma derramándose desde la cumbre, el mejor pasto para el ganado, una fuente, la llegada del invierno… No sabemos, todavía.
La famosísima Piedra Rosetta hallada en Rashid, Egipto, en el mismísimo fin del siglo XVIII, una sola piedra, permitió descifrar los jeroglíficos hasta ese momento incomprensibles de una civilización que floreció 5.000 años atrás. Con esto se acabaron muchas de las conjeturas sobre su cultura, directamente se pudo leer su testimonio, nos hablaron desde sus sarcófagos los faraones muertos. Actualmente la piedra reposa en el museo británico, porque sus verdaderos dueños no le dieron suficiente valor. Es solo el ejemplo más famoso de lo imprescindible que puede llegar a ser una sola piedra para el conocimiento humano en su conjunto, pero hay muchas más: la piedra de Laetoli en Tanzania, la piedra Inca de los doce ángulos en Perú, la Piedra del Sol de los Aztecas en México…
Los antiguos Benahoaritas destacaron más que sus semejantes del resto de las islas, en la profusión de grabados rupestres. Están por todas partes en la isla, multitud de formas y símbolos, muchos de ellos recurrentes. Cada uno tiene un valor único, cualquiera puede ser la clave del entendimiento de nuestro pasado, no solo por su forma sino también por su situación, su orientación, el estrato en el que se encuentra,… El mensaje es “no lo toques” y a lo mejor podemos entender.
Pero esto es algo que sabe perfectamente cualquier palmero, ¿cualquier canario? ¿o no?
Si no es así, como parecen sugerir los hechos recientes en Pinos Gachos, algo falla, algo más. La conservación, la investigación y la divulgación-educación debería ser el triunvirato que, con el mismo peso, dirijan la gestión de nuestro patrimonio, en todas las disciplinas.
