Dios como excusa. La existencia de grupos fanáticos o fundamentalistas que invocan a Dios como justificante de su acción violenta dio lugar a la reflexión casi irónica de Gilles Kepel con el título de “La venganza de Dios” en 1989 en Francia. El poderío de la justificación religiosa no apunta, sin embargo, a la hondura de una verdadera teología y menos a la ira de Dios (Sloterdijk, “Ira y tiempo”, 2005). Dios, a juicio de este autor, no es el asunto del que se habla en las noticias sobre el fundamentalismo y, por tanto, las notas que describen ese fundamentalismo no se refieren a Él. Dios sería, más bien, la excusa para las respuestas violentas al conflicto identitario y social en curso (este camino de globalización que deja tantas víctimas atrás). Sin embargo, sí parece que la violencia fanática está en entre los motivos de quienes rehúsan a afrontar y tematizar el Misterio que nuestra tradición llama Dios.
Dios como Misterio. Le da la razón Buber al Nietzsche que proclama la muerte de Dios. En su obra “Eclipse de Dios” explica que Kant vincula lo de Dios a un impulso moral interior, subjetivo, con lo que lo expulsa del mundo. Hegel, que intelectualiza la realidad (todo lo real es ideal), asegura: “Ya no hay nada de misterio en Dios”. Y es que el idealismo hegeliano propone un Dios que no puede ser el mismo que atisba la religión, a la vez manifiesto y misterioso. El Dios manifiesto siempre es antropomórfico pero también misterio. Si es solo misterio, no es manifiesto y no hay experiencia alguna que nos remita a él, si es puramente antropomórfico, tampoco es manifiesto, sino solo creación nuestra. Nietzsche reconoce así que está liquidada aquella objetivación de Dios que heredamos de cierta teología realista. Pero hoy, siglo y medio después, observamos que en el tiempo y las culturas pervive un diálogo en que el ser humano aborda la trascendencia. No es mero soliloquio; es Misterio que se manifiesta sin agotarse en su manifestación.
Dios como proyección. En una simplificación propia del género (teleserie), un minero pregunta a un predicador evangélico que advierte contra la codicia: “Si Dios no quisiera que nos enriqueciéramos con las piedras doradas, ¿para qué las puso en el suelo?” En esa teología del sentido común, el ser humano sería el señor de referencia de todo lo creado. Así, el “…dominad la tierra”, mandato del Génesis, se interpretaría en esta dirección: el sujeto humano como medida de todas las cosas. Esa prioridad de lo humano se acentúa en la cultura occidental con la crisis de la referencia trascendente y la voluntariosa entronización de la diosa “Razón”. Sin embargo, el propio desarrollo de la misma descentra al ser humano. A la muerte de Dios parece seguirle la muerte del ser humano. Quizás entonces descubramos que el dios que ha muerto era solo la proyección que de Él se hizo la humanidad.
Dios como horizonte. En “Las palabras y las cosas” (1966), Foucault extiende al conjunto de las ciencias humanas el método de la arqueología ya usado con la locura y la medicina. El carácter humano de las ciencias es construcción relativamente reciente: la modernidad. Por tanto, previsiblemente efímero: como un rostro sobre la arena de la playa. Así, colabora con el objetivo de Levi-Strauss: disolver lo humano en lo no humano. El lenguaje no es tarea humana, sino que lo humano es tarea del lenguaje. El hombre es el lugar en el que habla la cultura. Si en teología decimos que el cristianismo es un humanismo, entonces deberemos preguntar qué queda de la fe si se disuelve el sujeto humano tal y como lo hemos construido en la modernidad. ¿Es posible un cristianismo como post-humanismo? Se exploran respuestas en torno a la presencia de lo absolutamente Otro.
Dios como catástrofe. De Platón a Foucault camina Sloterdijk en “Temperamentos filosóficos”. Tras los dos clásicos griegos, aborda a Agustín. Después, el Renacimiento. Sostiene que en la Edad Media, donde se cita a Aristóteles como “el filósofo”, no se encuentra temperamento alguno que pueda denominarse filosófico. No es extraño, pues, para Sloterdijk, el de Hipona degrada el amor como recuerdo de lo bello y lo bueno (Platón) al proponer un ser humano mancillado por una herida incurable. No hay ya ascenso mediante el pensamiento hacia la Verdad. Todo queda en gracia otorgada. Concluye que el pensamiento agustiniano conduce “a la catástrofe cristiana de la filosofía”. Si Dios es pensado, ni hay filosofía ni el amor salva. Parece que el esfuerzo del pensamiento sólo es filosofía si prescinde de la trascendencia. Sloterdijk llama catástrofe al mirar al Otro.
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