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Opinión
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Ventanas de identidad

Acababa mi tiempo en el Instituto de Bachillerato Alonso Pérez Díaz. Me impresionó mucho aquel día en que Juan Pérez Álvarez, el párroco de San Francisco, en Santa Cruz de La Palma, me enseñó un grueso tomo con la foto en portada de un cura de edad madura ampliamente sonriente mientras hacía con la mano el signo de “ok”. Contenía aquel libro muchos de los escritos de Pedro Arrupe, el superior general de los jesuitas y llevaba por título: “La identidad del jesuita en nuestros tiempos”. Quizás, la clave de este encabezado estaba en relacionar la identidad de los miembros de una organización humana dotada de una larga historia y una poderosa espiritualidad con la circunstancialidad de los tiempos y sus cambios. Pero me asombró el comentario del cura Juan: “En realidad, la identidad del jesuita es no tener una identidad propia, sino hacerse a todas las identidades”, me dijo con cierto énfasis. En septiembre de 2022 se cumplirán cuarenta y un años de mi ingreso en el noviciado de los jesuitas y, ciertamente, el tema de la identidad de la Compañía de Jesús y mi identidad como miembro de la misma no ha sido motivo de excesivas preocupaciones.

Llevaba algo más de un año en el noviciado de los jesuitas, en un cortijo rodeado de naranjos muy cerca de Sevilla. Habitualmente hablaba con mi familia una vez a la semana. Entonces no teníamos teléfonos móviles personales y nuestras llamadas eran de casa a casa. Debí usar algún andalucismo en mi conversación, que llevó a mi madre a exclamar con tonadilla palmera: “Ay, mi niño, ya no hablas como los de aquí”. En realidad, mi vida como jesuita se diseña como un viento que acaricia paisajes y paisanajes diferentes. De hecho, escribo estas letras desde Lima. Salí de Canarias con 18 años y, aunque mi infancia es el oleaje divertido en la punta de Los Guinchos, los gritos de los muchachos jugando al fútbol entre los árboles del patio trasero de la escuela y el correteo por los barrancos entre palmeras, piteras y dragos, buena parte de mi formación se hizo en centros universitarios de la España peninsular (Sevilla, Madrid, Granada) y algunos periodos en Londres y Roma. Mi primera misión como joven cura jesuita me llevó a la mediterránea Almería para trabajar con la comunidad gitana y pronto pasé unos años viviendo y gozando de la tarea en el CEPAG, un centro de estudios humanísticos, sociales, económicos y políticos de Asunción, en Paraguay. Los años en Radio ECCA me hicieron todavía más itinerante, acompañando los procesos formativos allí donde la Institución prestaba su preciosa misión. Así que eso que sea mi identidad no puede prescindir de tantos amores.

En el vuelo hacia Lima termino de leer “Castellano”, reciente libro (no sé si se le puede llamar novela) de Lorenzo Silva. Lo escribe, si entiendo lo que él mismo dice, desde cierta añoranza de raíces, de identidad. Nos cuenta que es un enamorado de Cataluña y Barcelona, donde ha vivido muchos años, que nació en Madrid, de madre andaluza y padre castellano. Como buen madrileño, Lorenzo es fruto de ese “rompeolas de todas las Españas” (como lo llamaba Machado). Recorriendo las historias y los mitos, la literatura y las leyendas, de un modo muy narrativo, Silva teje un relato en el que se reconoce como “castellano”: de algún modo heredero de quienes, obligados por su situación fronteriza, se refugiaban en las fortificaciones que dieron nombre a Castilla. El escritor parece añorar una historia que se frustró con la decapitación de Padilla, Bravo y Maldonado en los campos de Villalar, y que hubiera hecho de las comunidades de la Meseta una nación identitaria entre las otras que componen la de España. Sin embargo, también sostiene que esa España es, a su vez, hija de Castilla, que se deshizo como comunidad para dar vida a esta otra que es nuestra sociedad actual y que en ella, de algún modo, se conserva. “Soy castellano”, nos dice a modo de afirmación sobre la propia identidad. Lorenzo Silva, como toda persona, tiene una identidad compleja y, aunque ahora afirma sus raíces castellanas, nos resulta evidente que este escritor de éxito es, por supuesto, más poliédrico que la reivindicación reciente del espíritu de Mio Cid y los insurrectos y heróicos comuneros decapitados.

Sigamos hablando de identidad. Conversamos en lugar íntimo con un grupo de amigos. Uno de ellos vive habitualmente en Lanzarote. Los derroteros de las palabras, el buen comer y la amistad nos llevan a hablar del proceso migratorio que afecta en este tiempo a Canarias. Cuando hablamos de migraciones, yo pienso en mi tío Gelasio, que marchó a Venezuela con el comienzo de los sesenta, y en su biznieta que, cinco décadas después, trata de hacerse a la vida en La Palma, a la que llegó justo para experimentar la crisis de la Covid y los pesares de la reciente erupción de Cumbre Vieja. Para mi amigo, en cambio, contundente en sus apreciaciones, migración es la presencia en su isla de muchas personas de origen magrebí: “Nos invaden”, afirma; “estamos perdiendo nuestra identidad”, insiste. Comprendo su preocupación. En treinta años, la población de Lanzarote se multiplicó por tres, pasando de cincuenta mil a más de ciento cincuenta mil. Me vino el recuerdo de una entrevista en Carretera de ECCA con el entonces presidente del cabildo de Fuerteventura: “Hay muchos majoreros que nacieron en Galicia, en Venezuela, en Colombia, en el Sahara o en Senegal”, comentaba Marcial Morales, que no ignoraba los inconvenientes de un crecimiento poblacional desmesurado (en torno al 13% anual). Por entonces, en alianza con el Cabildo, ECCA puso en marcha algunos programas educativos que pretendían provocar una convivencia enriquecedora más allá de los recelos identitarios.

Es evidente que, como en el libro de Arrupe, la identidad (la del jesuita y la del castellano, la del español y la del escritor, la de la mujer y la del hombre, la del canario y la del majorero) es un fenómeno complejo que corretea y se rediseña con las corrientes del tiempo. En los años noventa, me comentaba una amiga doctora que había leído una presentación de nuestra comunidad jesuita de Almería que publiqué en una revista de la Orden: “Parece que os definís por lo que hacéis, no por lo que sois”. Tenía razón al valorar así aquel escrito que, en realidad, describía nuestra vida a partir de nuestra misión y los hechos que servían para dar cuenta de ella. Probablemente se podría replicar con algún sentido que hacemos lo que hacemos, porque somos lo que somos. Finalmente, con el paso de los años, desde la misión que desempeño en Lima, reconozco agradecido lo vivido gracias a que fui recibido en la Compañía de Jesús. Con los haceres que han ido cambiando con el tiempo, me parece que somos lo que hemos hecho con aquello que recibimos. Y hemos recibido, sobre todo, mucho cariño, mucho amor. Pero no siempre, por supuesto, nuestra respuesta, nuestro hacer, se tejió solo del mismo cariño y amor. Lo dicen nuestros ojos que, aunque sonríen, se empañan con frecuencia.

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