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Opinión
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La carretera de la costa: Sentencia de muerte a la agricultura en el Valle

Un alegato desesperado en defensa del sector agrícola

Ricardo Hernández Bravo.

Vista desde el mirador de El Time, la costa de Tazacorte era hasta hace unos meses una hermosa y extensa llanada de fincas de plataneras, represas y estanques cuyo verdor descendía ligeramente escalonado hasta la orilla del acantilado en luminoso contraste con el azul atlántico. Una maravilla que despertaba la admiración de los que la disfrutábamos cada día y la de quienes nos visitaban. Ese espléndido vergel, considerado la mejor zona platanera de Canarias, ha sido hasta hoy, no solo el sustento de cientos de familias y el símbolo de la prosperidad económica del valle de Aridane, sino el orgullo de varias generaciones de agricultores que con su denodado esfuerzo han ido construyendo un paisaje hecho a la medida de su carácter voluntarioso y su amor al trabajo en el campo.

Hoy, cuando se cumplen más de tres meses del fin de la erupción del volcán que partió en dos Aridane sepultando gran parte de ese mar verde bajo las coladas, hemos conocido con estupor el trazado de la nueva carretera que pretende, con carácter de emergencia, atravesar esta zona de suelo agrícola de incalculable valor estratégico para la isla con el objetivo de responder a la necesidad incuestionable de conectar las dos zonas del Valle aisladas por la lava. Pues bien, como no teníamos suficiente con la angustia e incertidumbre que están viviendo cientos de familias, esa vía se cierne ahora como otro volcán que amenaza con sepultar aquellas propiedades y explotaciones agrarias que sobrevivieron al negro malpaís y dar el golpe mortal y definitivo a un sector durísimamente castigado por la catástrofe natural.

A las más de 370 hectáreas de tierra cultivada sepultadas por la lava habrá que sumar las que desaparecerán inutilizadas o directamente enterradas bajo el piche de esta macrocarretera de más de 15 metros de ancho trazada en línea recta como un aeropuerto desde el barrio de Marina hasta la carretera de Puerto Naos. No es difícil darse cuenta de que el fin que persigue el trazado de la nueva carretera de La Costa, una vía rápida mayor que cualquiera de las existentes en La Palma, no es simplemente el de acceder a las fincas aisladas por el volcán y la conexión con la zona sur del Valle. Este objetivo -que ya va a cumplirse con la vía entre La Laguna y Las Norias, que actualmente avanza a muy buen ritmo-podía haberse logrado incluso antes si se hubiera tomado como alternativa la propuesta que ahora realizan los vecinos afectados y que parece la más lógica para los fines que tenía la anterior. Esta alternativa consiste en utilizar las vías preexistentes, desde La Laguna, en el municipio de Los Llanos, y desde el pueblo de Tazacorte a través del barrio de San Borondón y conectar a través de los brazos de lava los tramos intactos de la antigua carretera de La Costa hasta empalmar con la de Puerto Naos a la altura de Las Norias, junto al cruce que enlaza también con Las Manchas y Fuencaliente. Una solución más sencilla, económica y perfectamente viable técnicamente que pudo haber estado sobre la mesa de los proyectistas y que respondería ampliamente a los usos tradicionales que esa carretera tenía. ¿Por qué no se utilizó esa alternativa- nos preguntamos muchos- si con ella se hubiera cumplido el objetivo urgente de conectar las dos zonas del Valle en poco tiempo y acceder a las fincas aisladas, sin ocupar nuevo suelo agrícola en producción? La respuesta salta a la vista: la vieja carretera de La Costa, cuyo fin principal era el acceso a la zona agrícola costera, ya no servía. Rehacerla habría sido muy fácil, pero muy barato y no obtendría financiación externa. Para que viniera dinero de Madrid había que trazar una carretera a lo grande, se necesitaba una macroinfraestructura para traer a mucha gente y muy rápido. Porque las administraciones, todas a una, han decidido que lo que nos conviene ahora es explotar el negocio turístico del volcán, llenando la costa oeste de La Palma de hoteles y sacrificando el que ha sido hasta ahora nuestro modo de vida. Han decidido por nosotros-en secreto, sin preguntarnos, sin informarnos- el fin del modelo agrícola y el comienzo del modelo turístico de masas.

Este parece ser, a todas luces, el único objetivo de esta carretera que, con la excusa de la emergencia, se pretende ejecutar sin posibilidad de réplica o alegación alguna. Las consecuencias podemos anticiparlas fácilmente: tras el tajo mortal que el volcán de Tajogaite ha asestado al motor económico del valle, la desmoralización de los agricultores, que se enfrentan a la incertidumbre de no saber qué va a ocurrir con las fincas que perdieron-si les van a permitir reconstruirlas o simplemente a poder seguir dedicándose a su actividad, si podrán asumir la enorme inversión de la reconstrucción y el endeudamiento que les va a exigir-, hará que muchos de ellos, próximos a la jubilación o martirizados por tanta calamidad una tras otra, abandonen y vendan sus terrenos.

Todos en la isla sabemos cuánto ha costado levantar y mantener ese manto verde de plataneras que la cubre. Esa inmensa cuadrícula que es la costa del valle de Aridane está formada por fincas pequeñas-de unos pocos celemines, raramente más de dos o tres fanegas una propiedad muy repartida que permitía prosperar de manera digna e independiente, dar estudios o garantizar un trabajo a los hijos, generar empleo local, incluso invertir en algún piso o apartamento destinado a alquiler o turismo, diversificando así la actividad económica familiar. Precisamente el reparto de la tierra en muchas manos y el alto valor de ese suelo de cultivo es el que ha permitido que esta zona de La Palma haya podido evitar hasta ahora al turismo masivo que ha destruido el litoral de otras islas, a pesar de la enorme presión que se ha ejercido para cambiar ese modelo y convertir la zona costera que va desde Tazacorte hasta Fuencaliente en otro sur de Tenerife o Gran Canaria. El volcán y la nueva carretera de La Costa propiciarán la concentración de la tierra en manos de unos pocos promotores turísticos y el fin irreversible del uso agrícola del suelo.

Habrá quienes digan que esa macrocarretera es el futuro. Sabemos que en los planes de futuro siempre hay víctimas, pero muchos nos preguntamos qué futuro ven en alejarnos de la tierra, qué porvenir es el que pasa por encima de la gente y de la agricultura de la que hemos vivido durante generaciones y en la que están nuestras raíces. Hemos tenido la desgracia de sufrir un volcán y contra la naturaleza no podemos hacer nada. Pero ahora, cuando los vecinos del Valle, todos con nombres y apellidos, se aferran a la ilusión de rehacer su vida con lo poco que les dejó el volcán, construir su casa en un pedacito que sobrevivió, que han podido adquirir o que les han donado, recuperar tres o cuatro canteros que milagrosamente escaparon, ahora viene esta obra sobredimensionada e innecesaria a llevarse las pocas esperanzas que les quedaban.

“¡¿Qué necesidad?!” era la dolorosa exclamación de dos vecinos al contemplar sobre el terreno desde la zona alta de Marina, junto a la montaña de La Laguna, los desastrosos efectos de esa carretera que podría acabar llevándose lo único que no les quitó la lava y que con tanto sacrificio trabajaron sus padres y abuelos. El palmero, el canario es un pueblo ligado a la tierra. La tierra forma parte de nuestro modo de ser y de entender el mundo: de ella vivimos y el paisaje generado por la actividad agrícola también es el principal recurso turístico de esta isla que lleva apostando desde hace años por la sostenibilidad con la etiqueta de isla verde y de turismo de naturaleza. ¿Va esta carretera en esa línea? ¿Tiene algo que ver con atraer a La Palma un turismo diferenciado?

Y no se trata de romanticismo o sentimentalismo. Nadie niega la necesidad de conectar las zonas del Valle aisladas por la lava, pero ¿qué necesidad hay de hacerlo llevándose por delante el modelo económico del que vive mayoritariamente la isla y que da sustento a cientos de familias? ¿Qué necesidad hay de seguir aumentando el sufrimiento de la gente? Creo que no soy el único que no entiende por qué esa carretera es más “emergencia” que atender y escuchar la desesperación de los vecinos que no encuentran respuesta a tantas preguntas que los atormentan día y noche: ¿dónde vamos a hacer la casa?; ¿cómo vamos a pagar las deudas? ; ¿podremos volver a reconstruir nuestras fincas en alguna parte?; ¿nos pagarán algo por los terrenos o viviendas que perdimos?

Sé que algunos me llamarán catastrofista, ecologista, fundamentalista, negacionista del progreso, todos los apelativos que estamos acostumbrados a recibir los que intentamos desde hace muchos años defender que la isla de La Palma siga siendo conocida por el calificativo de “verde” y “bonita” que tanto nos enorgullece. Que me disculpen, pero no puedo quedarme callado. Quizá porque como muchos palmeros soy hijo, nieto, bisnieto, tataranieto de agricultores y no conozco otra ocupación en mi ascendencia que el trabajo en el campo, siento como una amputación dolorosísima que me quita el sueño cada centímetro de tierra que se pierde. Desde que Tajogaite se llevó las tres fanegas de plataneras heredadas de nuestro padre, me desvelo y se me saltan las lágrimas reviviendo la pesadilla de esa pérdida como tantos convecinos que siguen mirándose en el espejo de sus fincas y cultivos ahora desaparecidos o arruinados. Aún no hemos superado ese duelo y ahora nos llega este segundo volcán que amenaza con desmoronar por completo el mundo que conocíamos. ¿Vamos a permitirlo?

 

*Ricardo Hernández Bravo es poeta y profesor.

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