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Opinión
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Clérigos

El Agustino, el barrio de Lima en el que ahora vivo, está rodeado por cerros arenosos por los que las familias se encaraman en casas de apariencia frágil. Miguel, el párroco, compañero de comunidad, me dice: “Por las noches, cuando miro el barrio, es como si viera un Belén”. Vuelvo la mirada hacia las lomadas. Ahora, de día, contemplo construcciones de ocres diversos, sin aparente orden, donde la gente hormiguea en los mercadillos con aromas a comidas recién hechas; pero trato de imaginar uno de nuestros “belenes” tradicionales reconstruyendo este urbanismo caótico. “O como un retablo”, completa Miguel: “El cerro y sus gentes son el retablo del altar, en el que celebro la misa”. Esa es la mirada de Miguel, el párroco, a los barrios altos de El Agustino: como Belén y como retablo. Con el Belén, se muestra como un creyente que ve al Cristo nuevamente encarnado; con el retablo, se vive como sacerdote que celebra en medio de la comunidad, mirándola o cargándola a su espalda.

A mitad de febrero tuvo lugar en Roma un simposio teológico sobre el “sacerdocio”. A los pocos días, la revista Vida Nueva publicaba un artículo de José F. Gómez Hinojosa, vicario general de la diócesis de Monterrey, en México, que, según entiendo, proponía revisar aspectos importantes de la mirada eclesial sobre sus clérigos. En síntesis, proponía, primero, abandonar el término sacerdote, que habla de poder sacral, y usar el de presbítero, que hace referencia al acompañamiento sapiencial de la comunidad; en segundo lugar, señalaba que, por mucho que valoremos el celibato, debemos entender todo lo que el matrimonio y la familia pueden aportar a los presbíteros, con lo que animaba a ordenar personas casadas; y en tercer lugar, proponía que los presbíteros no vivan de su ministerio, sino de su trabajo profesional, para que el resto de los miembros de la comunidad no sientan que su dedicación es menos relevante.

Llamó también mi atención la reflexión de Jorge Costadoat SJ, en Religión Digital. Creo entender que su tesis sería que la organización del catolicismo en un modo “sacerdotal” nos dificulta la misión cristiana. A su juicio, este modelo organizativo sitúa a los sacerdotes por encima de la comunidad a la que sirven. Costadoat reconoce que “…hay sacerdotes que no son clericales. No abusan de su investidura. Son ministros humildes, que caminan con sus comunidades y a su servicio”. Pero creo que sostiene que hay que abordar el problema estructural: “desacerdotizar” la organización para que sus ministros sean elegidos, formados, investidos y evaluados no por otros sacerdotes y obispos, sino por la comunidad a la que sirven, mediante “procesos en los que pueda controlarse que han llegado a tener la autoridad necesaria para desempeñar un servicio de este tipo”. Para describir ese proceso, Costadoat usa un término anglosajón relevante en la gestión de las organizaciones: “accountability”, el deber de dar cuenta de su actividad ante su pueblo.

En el discurso inicial del simposio tenido recientemente en Roma (“Por una teología fundamental del sacerdocio”), el canadiense Marc Ouellet, responsable de la Congregación para los Obispos (la que se encarga de la selección de los candidatos), señalaba que tiene razón el Papa Francisco al señalar al clericalismo como problema grave de la Iglesia. Y apuntaba: “Este término (clericalismo) es a la vez genérico y concreto, y describe una serie de fenómenos: abusos de poder, abusos espirituales, abusos de conciencia, de los cuales el abuso sexual es sólo la punta del iceberg…”. Y con mucha crudeza señala: “¿No deberíamos más bien abstenernos de hablar del sacerdocio cuando los pecados y crímenes de ministros indignos ocupan las primeras páginas de la prensa internacional (…)?”. A los allí reunidos preguntó si tenían algo mejor que decir que lo que ya indica un prudente y dolorido silencio.

Recuerdo que, cuando siendo todavía un crío les dije a mis padres que quería ser cura, esperaban que se me pasara con los años. Sin embargo, al acabar el primer año como universitario, en 1981, pedí ser admitido en la Compañía de Jesús. En julio de 1994, el obispo Felipe nos impuso las manos a Francisco José Ruiz Pérez SJ y a mí en una “capilla – hangar” que sustituía a la Iglesia de la Concepción de Santa Cruz de Tenerife, todavía encomendada a los jesuitas y, por entonces, en obras. Ciertamente, aquella ceremonia no fue una culminación o un final, porque ser sacerdote no es un objetivo o un fin. Seguí con mi formación hasta que me incorporé a la misión de la Compañía de Jesús, primero, como párroco (el oficio más difícil que se me ha encomendado) en Almería; luego, en Asunción, en un centro de acción social (CEPAG) y en la revista Acción, colaborando también con Fe y Alegría y su radio; más tarde, como director general de la fundación ECCA, en Canarias. Por medio, me tocaron muchas otras cosas: acompañar comunidades, dar los Ejercicios de San Ignacio, celebrar sacramentos, enseñar teología, escribir en diversas publicaciones, participar en la radio… Todo, como sacerdote aunque muchas de esas cosas las pueda hacer quien no es del orden sacerdotal.

Aunque no he vivido como especialmente problemática mi identidad sacerdotal, por supuesto, tampoco estuve siempre a la altura de la misión encomendada. Recuerdo mi sentimiento cuando, durante el ritual de la ordenación, el obispo preguntaba al responsable de la Compañía de Jesús: “¿Sabes si es digno?”. Mi respuesta automática era un claro “por supuesto que no”. Hoy, digo lo mismo. Sin embargo, a través de amigas y amigos, comunidades, compañeros, compañeras de misión, ratos de desierto y tormenta, o también de comunión y gozo intenso, el Misterio de Dios me lleva de su mano como sacerdote y, así, a veces, Él actúa de modo apropiado para el bien de otras personas. No pido más.

Francisco, el papa, invitaba en el simposio más arriba señalado a unas cuantas cercanías para vivir la propia misión: a Dios, a su Iglesia y sus responsables, a la gente. Se trata de una única cercanía muy parecida al amor y al cariño. Cruzamos una mirada cómplice con cada persona que Dios pone en el camino, sabiendo que ellas son Su presencia, ellas, hombres y mujeres, son sacerdotes: son presencias de lo sagrado y así te unen al Misterio de Amor que atraviesa la realidad, ya como un Belén, ya como un retablo.

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