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Perdón

Alguna vez escribí aquella historia que me pasó en el Centro Penitenciario de La Esperanza, en Tenerife, el año 89, cuando ECCA me enviaba todos los jueves para acompañar un proceso formativo en el pabellón de mujeres. Un día, una de ellas, Cecilia, de origen latinoamericano, me recibió cantando una célebre tonadilla del Dúo Dinámico: “Quince años tiene mi amor”. Era su modo de darme a entender cuál había sido la pena que el tribunal le había impuesto. El caso es que en 2021 la población carcelaria en España era de 46.503 personas, mientras que en los ochenta, ese número rondaba las 20.000 personas. Probablemente este dato hable de la mayor eficiencia de las fuerzas policiales o quizás de una creciente imputación de penas y de criminalización de las conductas.

El indulto es la figura jurídica que usa el Estado –a través del Gobierno de la nación– para perdonar a algunos delincuentes en función de determinadas consideraciones. Entre 1996 y 2021 se concedieron 10.702 de estas medidas de gracia. Aunque muy desigual la distribución, mientras que en 2000 se concedieron 1.700, en los últimos cinco años (de 2016 a 2021) nunca se pasó de cincuenta. Parece que el perdón no tiene buena prensa.

En el Evangelio según san Juan, se relata una escena, en la que el Cristo resucitado se presenta en medio de la comunidad –encerrada, por miedo a quienes habían condenado a Jesús– y tras mostrarles sus heridas les desea la paz. Inmediatamente después, al soplarles con su aliento, el resucitado da a sus discípulos la fuerza del Espíritu y asegura: “A quienes perdonen los pecados les quedan perdonados; a quienes se los retengan, les quedan retenidos”. Cierta interpretación más o menos clásica entiende estas palabras y el gesto de Jesús como la atribución de un poder para perdonar y para no perdonar, plasmado hoy en el sacramento de la reconciliación. Tendría cierto trasfondo jurídico, estableciendo en qué condiciones se puede perdonar al penitente y en cuáles eso no es posible. Ciertamente, tal y como constatan nuestras experiencias cotidianas y también las estadísticas carcelarias, el perdón es algo que no nos resulta fácil dar; parece que nuestra vida cotidiana está llena de heridas que “retienen” el pecado y que no posibilitan el “perdón”. Esa experiencia humana nos sitúa ante una fe, la experiencia cristiana, mucho más propicia que otras a proyectar el perdón, que considera una facultad exclusivamente divina. La historia del Padre de aquel hijo que se marchó de casa, la del inválido que acabó cargando su camilla, la del ciego que empieza a ver están narradas en el marco de un gesto de misericordia, de perdón.

Se nos hace difícil el perdón. Recuerdo a un compañero que me confesaba que su única manera de soportar a ciertas personas en la vida era evitarlas siempre. “Es como si las hubiera enterrado y estuvieran en su sepulcro”, me decía mientras paseábamos precisamente por el cementerio de la casa de Santos Mártires, en Limpio, Paraguay. Aunque hoy parece que la conciencia de pecado está difusa, sin embargo, el tema de la culpa –diferente al de la conciencia– suele atosigar a no pocas personas que arrastran hechos con los que infligieron dolor o violentaron amistades y relaciones familiares o profesionales. Lo hacen desde la negación, desde la ocultación o, como sucede con Jean-Baptiste Clamence, el personaje central de la novela La caída, de Camus, nos lleva a una actitud amarga, incapaz de percibir inocencia, gratuidad o amor en la vida que nos toca.

Sea con la ligereza de quien se empeña en olvidar y comportarse como si nada malo hubiera salido de sus manos; sea como aquel otro que encaja la propia historia de daño con incapacidad para una mirada misericordiosa del propio entorno y el propio mundo, el caso es que el pecado queda retenido como una herida que no cicatriza y que va carcomiendo la propia entereza personal y difunde daño en todo lo que tocamos y hacemos. No es necesario que la autoridad apostólica retenga ese mal, nos bastamos solos para hacerlo. Sin embargo, la gratuidad del perdón nos salva. El perdón siempre es gratis, siempre es un don. Nada podemos hacer para ganarlo. Por más que seamos capaces de reparar algo el daño hecho, nadie está obligado a perdonarnos.

Hace unos días, una amiga algo mayor que yo, resumiendo su vida, reconocía que había hecho mucho daño y que había personas con heridas que ella les había infligido. Sin embargo, sorprendentemente se había ido convirtiendo en una experiencia de misericordia agradecida, capaz de empujarla más y más a hacer el bien, a gozar haciendo el bien y a agradecer todo el bien recibido.  Es como si el pecado fuera el motor para hacer de ella una mejor persona.

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