Desde la pared llama mi atención la foto de una joven con micrófono en mano. Es un primer plano. Su mirada sonriente es a la vez firme; dulzura que no descarta una fuerte determinación. “Es Bertha”, me dice Charito, la mujer que nos recibe en “Tejedoras de sueños”. Es la última estación del día, me asegura Gerardo, el reportero de Radio Progreso con el que llevo paseando la mañana por San Pedro de Sula. “Más de un millón de habitantes”, me dice cuando pregunto por esta que es la segunda ciudad por tamaño en Honduras. Luego, en internet, confirmaré que la estimación es de un millón doscientos mil habitantes. Está a una media hora, más o menos, desde El Progreso, donde tiene su sede la emisora de los jesuitas. Berta, la de la foto linda en la pared, fue asesinada en marzo de 2016. Su liderazgo en la comunidad lenca (indígenas del occidente colombiano) molestó a los impulsores de una represa que iba a inundar los territorios de las comunidades sin su consentimiento. Por eso la mataron. Ahora, su rostro, joven, sonriente, esperanzado, sigue ahí. Estos días, con el equipo, me encuentro con personas que hicieron esa misma labor de comunicadores y que tuvieron que salir de sus comunidades, incluso del país, para eludir las amenazas de muerte. “¿Y esto?” Pregunto a Lety, también de la emisora, señalando el inmenso cristal que aisla la cabina del ventanal que da a la calle. “¿Para aislarnos del calor?”, supongo. “Fue por las amenazas”, me dice. “Es antibalas”.
El paseo con Gerardo nos lleva al centro de salud. Está repleto. Hay personas sentadas en todos los pasillos, algunas sobre unas largas banquetas, otras en el mismo suelo. Por allí y por aquí, mujeres jóvenes con cara de una preocupación acostumbrada amamantan a sus criaturas. También hay hombres delgados. Un funcionario displicente, apoyado sobre la puerta de entrada, nos deja entrar desganado. Va aumentando el calor. A la tardecita, supongo, como todos estos días, alguna tormenta descargará y, si es suficientemente tarde, el sol no hará de la ciudad una sauna colectiva. La entrevista al doctor es sobre la situación pandémica. Primero nos cuenta la aparición de la viruela del mono en el país. “Que si tienen fiebre y notan que en la piel les pasa algo, erupciones, enrojecimientos, picor, que vayan al médico”, insiste. También responde a las preguntas de Gerardo sobre la Covid 19 (ese 19 que delata que vamos para tres años de pandemia). “Se nota que la gente está cansada y ya no usa como debiera el alcohol y la mascarilla. Y si al menos todo el mundo se vacunara”. Cuando ya no está abierto el micrófono hablamos sobre recursos humanos: “Médicos hay suficientes. El Gobierno dio contrato fijo a muchos por la pandemia. El problema es en enfermería. No tenemos, son pocos y no hay presupuestos”, subraya el doctor. Luego, en otro departamento, Gerardo intentará entrevistar al representante de enfermería. “No está”, dice otra señora displicente que no nos permite el paso a su despacho. “Atención al cliente”, ironiza Gerardo a la salida.
“Claro que las maras están por aquí”, me dice una muchacha valiente, emprendedora, que intenta poner en marcha su quiosco de complementos para el celular. “Por eso me tuve que ir al centro comercial, porque allí dan seguridad, es caro, pero es seguro”, subraya. Me cuenta cómo intentó poner el quiosco en su barrio y cómo la presión de los cobradores se hizo insoportable. “Viene una (mara) y luego otra y se van quedando con el margen”, subraya. Se lo cuento a Gerardo cuando vamos camino de San Pedro Sula, al amanecer. “Es así, las maras son el problema de la gente corriente. Cobran comisiones que hacen imposible la vida”. Me cuenta del muchacho que compró un moto taxi y acabó por venderlo. “Ya se fue para “las USA”, comenta Gerardo. A medida que vamos avanzando me da el nombre de los barrios y me dice quien lo controla. “El gobierno anterior pactó con las maras y crecieron; el actual no se sabe que estén haciendo algo”, señala. El día anterior, en la mesa de contexto de país, hicieron algunas observaciones que llaman mi atención: “El Estado está más preocupado por el tránsito de drogas hacia EE.UU. que por la situación de la seguridad ciudadana en el país. Se gasta mucho en apoyar a la DEA y poco en cambiar la situación de los barrios, donde las maras hacen su negocio sobre los hombros de los pequeños comerciantes y la gente”.
Debajo de un árbol impresionante, a la sombra, doña María nos invita a su casa. Es un amontonamiento de cartones, maderas y láminas de metal sobre un suelo irregular junto al río. “Cómo está, señora alcaldesa”, la saluda en broma Gerardo, el reportero al que acompaño en su recorrido del día. Daremos hoy un largo paseo por “los bordos”. Así llama a este trozo sobre el cauce del río que es propiedad pública, “zona verde”, me dice, donde habitan “los más pobres, muy pobres, Lucas”, me repetirá. No puedo menos que recordar el tiempo vivido en Bañado Sur de Asunción mientras cumplimos visita a doña María. “El padre Lucas”, me presenta Gerardo. Nuestra anfitriona es mujer de fe y tiene la resistencia clavada en los ojos. “Primero el derecho de Dios, luego el mío”. Su relato es de combate: el acalde trata de echarlos de la zona porque quiere hacer un parque lindo para peatones y bicicletas; pero ellos llevan cuarenta años en el lugar y no se irán salvo que los realojen con mayor calidad. “Aquí sabemos hacer nuestra vida: buscar plásticos, venderlo”, me dice. “En otro lado, tirados, lejos de todo, no somos nadie, nos morimos de hambre”, insiste. “Qué mal pagados están los recicladores”, ironiza Gerardo. Me explica que una jornada de trabajo recogiendo botes, latas, botellas, plásticos, chatarras… da para poco menos que cuatro dólares al día. “No nos vamos a ir”, enfatiza doña María. Veo unas imágenes de anteriores intentos de desalojo. Son brutales. Y la narración peor: casuchas tiradas abajo con las familias dentro, con los “cipotitos” (así dicen a los jóvenes y niños). Así que contemplo la escena que me narran: Germania firme, de pie, desafiante, delante de los antimotines. Pero ella es una mujer pequeña, apenas llega a mi hombro, con cara tocada por la enfermedad, con los años acumulados desgastando sus fuerzas. “No se atrevieron, no me pegaron. Estaban todos los periodistas. Teníamos un abogado amigo que nos ayudó a hacer los papeles”.
Ya estamos saliendo de “Los bordos” (ese estrecho y alargado territorio verde entre el río y la ciudad). “¿Se fijó en los fogones apagados a esta hora?”, observa Gerardo que conduce y saluda siempre amable. “Es que no hay para comer. Así están”, explica. Me quedo con doña María en el corazón. El auto nos agita superando los baches y en mi cabeza se repite la escena: “¿Por qué quieren echarles, doña María?”, pregunto un poco desconcertado por el empeño municipal en desalojar a estas personas empobrecidas sin darles una alternativa real. “¿Ve usted esas torres?”, pregunta señalando unas modernas edificaciones al otro lado del río. “Ellos quieren tener su parque para hacer sus carreras, su bicicleta, su deporte, y pasear a sus perritos. Los pobres estorbamos, ¿sabe?”.
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