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Vive

Vive, papá vive. El pasado 3 de enero plantamos su cuerpo en el cementerio comarcal cerca de casa, en medio de la laurisilva y el brezal, la naturaleza que tanto nos enseñó a amar. Muy bien sé que cuando digo vida para hablar de lo que ahora está pasando con él tengo que distanciarme mucho del uso que hacemos en el marco de la ciencia biológica. El hueco de su sillón, situado siempre al lado del de su esposa, nos advierte contra cualquier mirada ingenua hacia la muerte y arranca con un poder que da vértigo más de una lágrima de nuestros ojos.

Esa ausencia, ese sentimiento de haber sido asaltado y robado tiene en los albores de nuestra literatura castellana una expresión altísima en la endecha a Guillén Peraza, que convierte ese sentimiento en maldición para la isla en que aconteció la muerte: “Rompan tus campos negros volcanes, cubran tus flores los arenales”, cantaban las damas al despedir la historia del frustrado conquistador proclamando con repulsa herida: “No eres palma, eres retama, eres ciprés de triste rama, eres desdicha, desdicha mala”. E incluso insinúa la propia culpabilidad del finado: “Guillén Peraza, dó está tu escudo, dó está tu lanza, todo lo acaba la malandanza”. Ahora que vivo el duelo, reconozco cómo pulsan en mi interior los mismos sentimientos de reproche al entorno que no se borra o a mi propio padre con forma de pregunta apenas sostenida: ¿por qué te fuiste?

Hace unos pocos días, compartiendo con Víctor, amigo de muchos años, la profunda tristeza que por momentos se instala dentro, me decía desde su experiencia: “Irá siendo poco a poco una presencia de luz y sabiduría”. Entre las muchas miradas, palabras, abrazos tiernos y otros gestos de cercanía y consuelo que estos días la gente querida nos regala, esa presencia en medio de la ausencia tiene también un subrayado permanente. Entre las primeras joyas de nuestra literatura el joven Manrique, tras un repaso sin concesiones a la ausencia y a lo que la muerte supone para las muchas vanidades de nuestras historias, proclamaba cómo la vida de su padre “dejó harto consuelo (en) su memoria”. El repaso de anécdotas, dichos, lugares significativos de aquel a quien tanto amamos son también, estos días, un consuelo que acaricia la ausencia. Gracias a los escritos y las palabras de muchas gentes entrañables recuperamos también para el poliedro de la vida de mi padre aspectos que nos habían pasado más inadvertidos: sus gestos de solidaridad y ayuda que, siguiendo el dicho evangélico, su mano izquierda no dijo nunca a su mano derecha.

Más cerca de nuestro tiempo, Miguel Hernández plasmó con intensidad a modo de deseo esa presencia como fusión permanente con su amigo Ramón Sijé. Tampoco es parco el poeta de Orihuela en la expresión de la hondura y tenacidad del hueco al que dedicó muchos de los versos de su elegía encabezados con una constatación de la pena: “Daré tu corazón por alimento. / Tanto dolor se agrupa en mi costado, / que por doler me duele hasta el aliento”. Pero tras dibujar la ausencia, Hernández se abre hacia una presencia diversa porque “a las aladas almas de las rosas / de almendro de nata te requiero, / que tenemos que hablar de muchas cosas, / compañero del alma, compañero”. Esa voluntad de intimidad se mantiene ahora que papá descansa. Es un esfuerzo del querer y, a la vez también, sorpresivamente, una presencia que se impone y que nos mira desde la otra cara de la moneda que es su tumba. No me quedaron, creo, palabras pendientes con mi padre – compañero, insistente en repetir una y otra vez “te quiero”, “te quiero mucho”, pero como el poeta sé que seguiremos conversando a la sombra de los olivares, la platanera, el pinar y la laurisilva.

En su verso, Teresa Sánchez de Cepeda, en el siglo XVI, plasmó con musicalidad propia una dimensión de la vida que siempre se nos escapa: “Vivo sin vivir en mí / y tan alta vida espero, / que muero porque no muero”. Es una experiencia bastante común en los místicos la convicción de que solo en el éxodo de mi propio yo, en el abandono, encontraré mi más propia autenticidad, el más profundo sentido de la existencia. El canto teresiano es un relato de amor en el que el piropo y el deseo confrontan a las carencias. En estos días de duelo, en los que con mamá nos acercamos al Santuario de la Virgen de las Nieves o rezamos en la intimidad, toda la esperanza teresiana nos asalta: “Mira que el amor es fuerte; / vida, no me seas molesta, / mira que sólo me resta, / para ganarte perderte”.

Hay en la teología cristiana la confianza en la promesa de que el Dios del Amor y la Vida nos resucitará; en su misericordia y perdón el Misterio de Amor resucitará a papá más allá de su dolor e incluso de sus quiebres, rupturas y desamores que también hubo;  nos seguirá regalando una vida cuyo misterio, como el de la propia existencia que ahora tenemos, no se deja penetrar por nuestra razón, nuestras explicaciones, ecuaciones o palabras. Apenas la poesía apunta hacia “un no se qué que quedan balbuciendo”, tal como decía Juan de Yepes Álvarez, el castellano contemporáneo de Teresa. El místico lo decía sobre el Cristo de la fe. Ahora nos toca a quienes seguimos a la espera en esta historia vivir con agradecimiento el sabor de papá en la familia y los amigos, en los paisajes y las cosas que conforman su historia en este mundo, de acuerdo a aquel testimonio del mismo Cántico Espiritual: “Mil gracias derramando / pasó por estos sotos con presura; / y, yéndolos mirando, / con sola su figura / vestidos los dejó de hermosura”.

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