Lucas López.
Por supuesto, soy machista. No es un hecho intencional. Se trata sencillamente de una constatación. Mi infancia y mi juventud estuvieron rodeadas de un ambiente donde se sabía con certeza cuál era el rol de la mujer. Recuerdo vivamente la imagen de las primeras mujeres policías urbanas dirigiendo el tráfico en Santa Cruz de La Palma, quizás a inicios de los setenta, y cómo papá nos decía que esas cosas eran normales. Lo decía porque había que decirlo, porque no lo entendía así todo el mundo. Las niñas, por cierto, no jugaban al fútbol, aunque sí había fantásticos equipos femeninos de baloncesto en nuestra competición veraniega.
Fue a comienzos de los ochenta, en Londres, cuando conversé con un compañero, docente de Teología y habitual escritor en The Tablet, que me hizo saber que allá, las mujeres consideraban parte de la misión de justicia la reivindicación de un rol diferente en la Iglesia. Para mí, que había entrado en la Compañía de Jesús al poco del asesinato de Romero o Rutilio, las palabras fe y justicia estaban unidas en misión a la lucha contra la pobreza, el maltrato del campesinado, la opresión de los pueblos indígenas o de las grandes masas de las periferias lumpen de las ciudades. Lo de la mujer, hijo como era de maestra de escuela que llegó a ganar más que mi padre en algún momento, no me parecía una cuestión tan relevante como el martirio de los Yanomami, las torturas en las dictaduras latinoamericanas o la situación de empobrecimiento de muchas familias obreras. Así que sí, soy machista por herencia y por atmósfera vital, como lo son casi todos los hombres y las mujeres que vivieron mi contexto. Los años y las lecturas, pero sobre todo la experiencia de amistad, convivencia y trabajo con muchas mujeres, han servido para que mi machismo -que me acompañará hasta que tenga una mata de jaramago en la barriga o descanse en una jarrita de porcelana- fuera detectado y sometido a duros aunque no siempre suficientemente fructíferos ejercicios de conversión. Les cuento algunos.
Para empezar, muchas mujeres felices, que no cuestionaron explícitamente el patriarcado, me enseñaban con su vida y testimonio mucho de lo que yo me perdía desde un modo de entender la masculinidad que mutila mi alma. Lo de los “hombres no lloran” o lo de “nenita la que llore” dejó trazas en mi carácter. Gracias a Dios, muchas amigas me enseñaron a ser (valga la expresión) más femenino; y eso, tengo que reconocerlo, me ha hecho más feliz, más capaz de gozar y de sentir y gustar la vida.
Gracias a Dios, decía un poco más arriba y repito ahora, fui descubriendo también que, tal y como manifestaba el título de un libro de John Austin, hay cosas que se hacen con palabras, y todas las cosas se nos muestran en las palabras. Quien conozca mis escritos saben que soy más bien amante del realismo y que mi pensamiento es poco kantiano. Me encanta Zubiri y sus afirmaciones de que la inteligencia es sentiente y de que las cosas son “de suyo”. Me inspira muchísimo Ellacuría, al que mataron, por querer hacerse cargo, cargar y encargarse de la realidad. La realidad. Así fui descubriendo que algunas palabras encubren la realidad y que la realidad escapa muchas veces a la verdad oficial, que es, en realidad (déjenme usar este subrayado) una mentira. La igual dignidad de hombres y mujeres, la capacidad para desempeñar todas las funciones sociales por parte de ambos sexos, la presencia histórica decisiva de las mujeres en todos los procesos que nos han traído a lo que hoy somos es una realidad, una verdad, que se encubre todavía hoy con mitos, tradiciones, exposiciones públicas, refranes, dichos, ausencias, ninguneos. Todo esto, por cierto, tiene que ver con el lenguaje. ¡¡Mira tú que llamar a Dios, en nuestra lengua, mediante una expresión masculina que proviene del griego Zeus y que pasó al latín con Zeuspater (Jupiter)! Eso es un modo potente de encubrir la realidad. Dios no es un macho.
Cierto es que algunas escuelas semánticas afirman que el significado viene dado por el uso. Así, si usamos “Dios” para referirnos a la realidad transcendente del que tiene entrañas de misericordia, la palabra usada se parecería más y más a la realidad a la que nos referimos. Pero es que la mentira es también un uso del lenguaje. Por eso, muchas veces me verán defender eso de Padre-Madre, Luz y Sabiduría, Espíritu de Vida, Palabra divina… Verán que hay muchas formas, femeninas de referirnos al Misterio (término también masculino) de trascendencia (femenino) y amor (masculino) que está en la base de nuestra fe. Eso que llamamos lenguaje inclusivo, que, como todo en la lengua, está vivo y necesita articularse con principios como economía y belleza, es algo bueno, porque ayuda a la principal función de la comunicación, la de mostrar la verdad.
Alguno dirá que no es necesario, que nuestros usos habituales de la lengua no son en sí mismo machistas, o que la praxis es más importante que las palabras. Es posible. Pero yo, ante eso, traigo aquel recuerdo de mi padre, que también era machista, en la avenida de El Puente (entonces “Avda. José Antonio”): al ver a aquellas mujeres dirigiendo el tráfico con sus uniformes de policía municipal aseguró: “Esto es normal”. Lo dijo y era verdad: es normal, es bueno y de sentido común, a pesar de que entonces resultara raro, extraño, un poco loco.
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