Si solo el amor es digno de fe y alimenta nuestra esperanza, entonces debe concretarse en una praxis que muy bien resume la sabiduría popular en aquello de “obras son amores y no buenas razones”. Por eso, la política puede ser una de las formas más excelsas del amor y la búsqueda de la justicia es también una exigencia de la fe y de la esperanza, un modo de concretar el amor. Muchas veces, en mi juventud, me tocó escuchar cómo los derechos de las personas debían otorgarse por justicia y no por caridad. Esas afirmaciones podrían sugerir que hay una posibilidad de justicia al margen de ese esfuerzo de donación que llamamos amor. Diría yo que John Rawls, fallecido en 2002, apenas un año después de publicar “La justicia como equidad: una reformulación”, trató de hacer ese camino.
Equidad es el término que traduce del inglés en el título de la obra a “fairness”. Es una traducción posible de un término que habla de “equilibrio”, “imparcialidad”, “honestidad” o “rectitud”. Sirve para señalar que hay que hacer lo correcto. Se trata, por tanto, de una connotación moral, un apunte hacia lo que consiste el bien, la bondad. Veintinueve años antes, Rawls publicó “Teoría de la justicia” (1971). Se convirtió en un libro de referencia, aunque recibió múltiples observaciones críticas que apuntaban a una concepción moral etnocéntrica del autor, una justicia que sería hija exclusiva del contexto cultural del occidente liberal. Con el paso del tiempo y en una demostración de honestidad intelectual y apertura al diálogo, Rawls subraya que solo pretende ayudar a definir un marco institucional en el que se puedan resolver los conflictos dentro del pluralismo razonable de las sociedades democráticas.
A su juicio, este marco podría sostenerse a través de algunos principios que articularían la tensión siempre presente entre la igualdad de derechos y el derecho a la diferencia. Del lado de la igualdad, Rawls promueve su importancia ante las libertades básicas (asociación, pensamiento, conciencia, expresión, religión) o ante las oportunidades para la participación en los bienes sociales (educación, cuidados, seguridad), garantizando estos derechos por la igualdad ante la ley. Del lado de la diferencia, Rawls entiende que debe manejarse de modo que favorezca a quienes más dificultades y carencias tienen para afrontar sus vidas. No toda diferencia es legítima a la hora de motivar la búsqueda de la justicia, sino aquellas que reclaman corrección para ayudar a quienes más lo necesitan. Por supuesto, la puesta en marcha de este entramado de principios se haría mediante un acuerdo, un gran pacto social, realizado entre personas justas y razonables. Por eso, podemos decir que Rawls propone principios universalizables para todas las sociedades democráticas.
Tenía Rawls cincuenta años cuando publicó “Teoría de la justicia”, su más amplia (unas seiscientas páginas) y más influyente obra. No volvió a publicar un gran libro hasta veinte años después, “El liberalismo político” (1993). Fue un autor sin prisa y no mostró afán alguno por convertirse en un personaje mediático e influyente en las controversias sociales, alejado así del estilo de figuras como Habermas, Sartre o Chomsky. Sin embargo, los últimos cuatro años de su vida conocieron “El derecho de gentes, una revisión de la idea de razón pública” (1999), una colección de escritos más autónomos publicados con el título de “Collected papers” (1999), “Lecciones sobre la historia de la filosofía moral” (2000) y la ya citada “La justicia como equidad. Una reformulación”, apenas un año antes de su fallecimiento. A los veinte años de la publicación de esta última obra, Fernando Vallespín, valorando el conjunto de los escritos de nuestro autor, publicaba en El País una nota que titula “La épica tarea de John Rawls, el profesor que quiso rediseñar la justicia”. Donde muy sintéticamente aseguraba que, a pesar del tono gris de su presencia pública, poco dado a intervenciones rompedoras, Rawls se sentía comprometido con el sueño de que la justicia fuera posible en la sociedad, entre las personas. ¿Demasiado ingenuo al creer que elegiríamos estos principios incluso si tenemos fuerza individual o grupal suficiente para imponer otros que nos dieran más ventajas personales? Ante una objeción similar, Rawls respondió a un colega que él no quería describir a la gente como es, sino cómo podríamos llegar a ser si nos atrevemos a vivir desde principios éticos razonables.
La primera obra de Rawls debe contextualizarse en el marco de un siglo XX que, tras la Segunda Guerra Mundial y la amenaza de los totalitarismos, vio el imperio creciente de las posiciones utilitaristas a la vez que se daba el desencanto con lo que se llamó el socialismo real y su supuesta justicia universal. En realidad, escribe sobre justicia en unos años, los sesenta y los setenta, en los que muchas instancias sociales estaban en una búsqueda similar. El mismo año de la publicación de “Teoría de la Justicia”, el segundo sínodo de los obispos tras el Concilio Vaticano II había abordado en Roma el tema de la justicia en el mundo. En 1969, un teólogo peruano, fallecido el pasado año 2024, Gustavo Gutiérrez, publicó su “Teología de la Liberación” en la estela de la asamblea latinoamericana de la Iglesia Católica en Medellín, Colombia (1968). Unos años después (1975), los jesuitas, reunidos en Congregación General, definían su misión como el “servicio de la fe y la promoción de la justicia”.
Cuando 39 años después de su obra de referencia, Rawls publica su reformulación, lo hace con un escrito mucho más breve que intenta poner acentos para responder algunas de las observaciones críticas que “Teoría de la justicia” había tenido como referente imprescindible en el debate sobre las políticas en el mundo democrático. Evita desarrollos extensos y trata de resultar comprensible para quienes le plantean dudas o críticas, pero con el mismo rigor que siempre tuvo y que le llevaba a dilatar su trabajo sobre los textos hasta el punto de que nunca los consideraba plenamente acabados. Quienes convivieron con él hablan de un hombre enormemente respetuoso con los demás, ajeno a los debates mediáticos, con la humildad del que se sorprende de la relevancia dada a su pensamiento. Más que imponer su teoría de la justicia, Rawls creía que lo importante era fomentar el diálogo en torno a ella e incorporar, en la medida de lo posible, las sugerencias y críticas que otras personas hacían.
Con lo que llevamos de siglo XXI, la búsqueda de un mundo más justo ha seguido por diversos caminos. Diferentes corrientes y movimientos sociales han puesto el acento en la condición de la mujer, las minorías étnicas, los pueblos originarios, los avances de las tecnologías o la diversidad con la que las personas vivimos la sexualidad. La crisis socioambiental también cuestiona nuestras formas de tomar decisiones y las consecuencias de una gestión política que no tuvo en cuenta nuestra pertenencia sistémica a la creación entera. Ciertamente, la diversidad ha ido ocupando un espacio cada vez más relevante en las teorías que respaldan la búsqueda de un mundo más justo. La igualdad, en ocasiones, se vive como un marco demasiado represivo y que no se puede tomar al asalto, sino en una lenta pero decidida conversación que promueva objetivos y ponga a disposición de los mismos los medios necesarios.
Estos años nos han enseñado que el odio, ese sentimiento que nos lleva a creernos centro del mundo con derechos que imponemos a otras y otros, es una energía estéril para la convivencia, pero seductora y destructiva. No se le puede responder con más odio. Lo que hace creíble esa búsqueda de la justicia no es nuestra capacidad de imponerla, sino el amor que nos abre a las visiones de las otras personas y que nos hace capaces de alcanzar consensos suficientes. De ese modo, iremos más allá de la mera tolerancia, hacia una convivencia que me atrevo a llamar amorosa, porque reconoce la dignidad de la otra persona, sabe respetarla y promueve servicios y compromisos comunes, es decir, una relación de justicia.
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