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El callejón
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Ángeles de batas blancas

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[Cuando con dieciocho años leí La peste, de Albert Camus, en mi exiguo y limitado conocimiento del mundo, entonces nada ni nadie me hubieran podido advertir que gran parte del horror descrito en esta novela, tan conmovedora como imprescindible, iba a desarrollarse con espeluznante precisión, a este lado de la realidad, apenas tres décadas después. Y, como en la fábula que transcurre en la ciudad de Orán, también en este tiempo aún inacabado de dolorosas tribulaciones y tragedias personales, la desgracia o el simple azar que juega a los dados con la frágil existencia de los hombres han querido que sean la generosidad y el altruismo, la profesionalidad y la empatía (que en el relato encarna su héroe –muy a su pesar- y protagonista, el doctor Rieux) que han mostrado y siguen mostrando la mayoría del personal sanitario el último asidero de bondad y sensatez al que han podido aferrarse los familiares de tantísimos fallecidos, una vez agotadas todas las esperanzas. Ese mínimo consuelo, ese reducto de indispensable humanidad, es el que ha empujado a mi prima Silvia Rivera Carrillo (quien aquí habla en nombre propio y en el de sus hermanos: María del Carmen, Laura y José Mari) a escribir las líneas siguientes, para expresar su más sincero agradecimiento a los que acompañaron a sus padres, Nena y José Mari, en el final de un camino que esperamos y deseamos sea tan solo el paréntesis, más o menos prolongado, que preceda a un futuro reencuentro]

* * *

Pienso que nadie debería morir solo. En esos momentos, estamos asustados, tenemos miedo y, no creo equivocarme, si digo que lo único que importa es ver unos ojos que te observen con cariño, una mano que te acaricie y te tranquilice, un sinfín de besos que serán los últimos que recibirás… Un último y tal vez un primer “te quiero mucho, papá”. Lo más importante es estar con los tuyos en esos precisos instantes.

Estos últimos años, muchas personas se han ido solas, la pandemia ha hecho que miles de familiares no puedan despedirse de sus seres queridos. Hay cosas incomprensibles (puedes entrar en un bar con mascarilla y rodearte de mucha gente) pero no puedes acompañar a tu familiar en sus últimos momentos, cuando de eso va a depender que la persona se vaya en paz y que el resto de nuestras vidas, para los que nos quedamos aquí, podamos vivirla con serenidad y no con el sufrimiento que supone pensar que tu ser querido se ha ido solo, rodeado de profesionales que centran su atención más en la seguridad sanitaria que en el paciente, que es a quien, en teoría, habría que atender, acompañar y consolar.

En estos ocho meses he perdido a las dos personas más importantes en mi vida. Han sido dos años de frialdad disfrazada de equipos de protección individual, de pasarte días, semanas, meses, esperando con el corazón en la boca a que el médico te llame para darte buenas o malas noticias… Porque no se puede entrar en los hospitales, porque no puedes visitar a tu madre o a tu padre, porque la habitación de tu familiar no es un restaurante o un centro comercial o un estadio de futbol.

Esta nueva etapa de la vida con la que nos ha tocado lidiar a mis hermanos y a mí, acostumbrándonos a echarlos de menos, sería aún más terrible y angustiosa si no hubiera sido por dos ángeles que se cruzaron en el camino de nuestros padres.

María, tú llegaste a la vida de mi padre en septiembre de 2020, cuando el Comité de Evaluación Médico decidió, por la fecha que ponía en su carnet de identidad, que debería ir directamente a paliativos, así, sin más. No tuviste en cuenta sus 84 años, te fijaste en la persona que tenías delante y decidiste apostar por él, lográndolo. Estuviste junto a él hasta el pasado día 28 de enero, cuando por una causa distinta a la aquella por la que llegó a tus manos su corazón dejó de latir. Para él eras la persona de máxima confianza en el centro hospitalario; creía en ti y seguía sin dudar todo cuanto le indicabas. Fuiste su ángel todo este tiempo. Cada vez que entrabas en la habitación, durante los 17 días que estuvo ingresado, además de llevar puesto el EPI y lo que ello supone, él se sentía acompañado. Confiaba en ti y, por ende, nosotros también y nunca dudamos que hiciste todo lo imposible para que hoy siguiera estando con nosotros.

Karan, tú llegaste por la puerta de atrás, cuando mi madre se enfermó en marzo de 2021 pero, desde ese momento, también fuiste un ángel para ella y para nosotros. Y meses atrás, mientras mi padre estuvo ingresado, no sólo has sido su médico, sino la única persona que se sentaba a charlar con él, a brindarle calor humano y afecto en unos momentos tan angustiosos; y nos transmitías tranquilidad cada vez que te llamábamos desesperados durante los fines de semana porque no sabíamos nada de él. Mil gracias por permitirnos molestarte en días interminables y por tratarnos con esa paciencia exquisita y esa bonhomía por desgracia tan infrecuente hoy, sin levantarnos jamás la voz.

María Tapia y Karan Mayani, nunca tendremos suficientes palabras para agradecerles el cariño y el amor con el que trataron a nuestra madre y a nuestro padre. Gracias, mil gracias por lo que hicieron por ellos y por nosotros.

Gracias porque ellos se fueron en paz, serenos, felices, con la tranquilidad de quienes han cumplido sobradamente su labor; y gracias porque nosotros podemos continuar nuestras vidas sin la permanente desazón de pensar que nuestros padres (a diferencia de tantísimas otras personas en este desdichado país) se marcharon en la más completa soledad y en medio de la más absoluta indiferencia.

Gracias, María; gracias, Karan. Afortunadamente, sigue habiendo ángeles en los hospitales.

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