A Anelio Rodríguez Concepción, merecido acreedor del reconocimiento recibido por el Cabildo Insular de La Palma y digno sucesor de su padre, mi querido abuelo materno
A medida que envejeces la conciencia del tiempo se agudiza y, a la vez que asumes que entras en la segunda mitad de tu existencia, percibes con cruel claridad que comienza el último tramo de la singladura (aún con la línea del horizonte muy lejos, aunque no tanto) y te vuelves selectivo y exigente con quienes compartes tus horas de lucidez y a qué dedicas el corto tramo de ocio. En este último sentido, mi interés (otrora entusiasmo) por el cinematógrafo ha ido decayendo en directa proporción a la transformación (mejor decadencia) de la más revolucionaria forma de arte popular que nos legó el siglo XIX en una suerte de entretenimiento doméstico, reducido al ámbito privado (previo pago de subscripción mensual o descarga ocasional) y desterrado de las salas de proyección, ocupadas ahora por películas que no pasan de ser (en su inmensa mayoría) producción en cadena de fórmulas repetidas, tan monótonas como pueriles.
Confieso que en el último lustro mi progresiva deserción de los cines ha ido acompañada por un número reducidísimo de horas (tan solo los fines de semana) de consumo de televisión, que se reparte, fundamentalmente, entre el visionado de los partidos del Atlético de Madrid (y, en mucha menor medida, de los del Club Deportivo Tenerife) y de alguna que otra película de estreno reciente. Sin embargo, es avanzada la noche, en estos días de descanso, en la franja insomne que los canales de las plataformas aprovechan para emitir films de relleno o cintas de varias décadas de antigüedad, cuando el caprichoso azar del zapping me depara edificantes sorpresas como la de la pasada noche, en la que, después de vagar sin rumbo a la búsqueda de algún analgésico que me aliviara del terrorífico encuentro contra el Mirandés, bajo una lluvia constante y deprimente que era como el retrato emocional de unos jugadores resignados a su fatal destino, sin el menor atisbo de rebeldía ni talento, me reencontré, unos treinta años más tarde, con ¡Qué verde era mi valle!.
La había cogido ya empezada, justo cuando el benjamín de la familia de mineros galeses, el pequeño Huw (encarnado con una destreza inusual por un jovencísimo Roddy McDowall) iniciaba la convalecencia de sus fiebres reumáticas desde una cama, instalada en la planta baja de la casa, junto a la ventana en cuyo alféizar interior va acumulando las lecturas que han de acompañarle en el proceso (empezando por La isla del tesoro). No suelo ver películas comenzadas (a veces, aprovecho la oportunidad de reiniciarlas que te proporciona la tecnología digital) y no tenía intención de incumplir esta costumbre pero entró en escena el pastor, interpretado por Walter Pidgeon (en el mejor papel de su carrera), y a continuación apareció la hermana del chico, Angharad, que es nada más ni nada menos que Maureen O’Hara, y ya me fue prácticamente imposible salir de ese microcosmos (recreado en estudio por unos decoradores -Richard Day, Nathan Juran, Thomas Little- que obtuvieron uno de los cinco Oscars que mereció esta obra maestra en 1942), de ese hogar y de esa familia (que es todas las familias que han sido desde el principio de los tiempos) encabezada por dos personajes inolvidables, recreados de manera asombrosa por Donald Crisp y Sara Allgood, con una ternura y una naturalidad escalofriantes.
Y allí me quedé. Junto a estas criaturas maravillosas. Junto a sus héroes y cobardes. Junto a sus santos y sus pecadores. Embaucado, prendido, embelesado con esta obra de arte, salida de la paleta del más puro de los cineastas, entendiendo tal calificativo en su acepción académica de aquella cualidad que sobresale por su integridad y limpieza. ¡Qué verde era mi valle! está rodada en un soberbio blanco y negro, repleto de matices, obra del operador Arthur Charles Miller (merecedor del Oscar a la Mejor Fotografía), pero sobre toda la cinta se percibe, como un halo, como una invisible voluntad, el sello inconfundible de su director, que concentra aquí más de tres décadas en el oficio; de alguien que arrancó en un lenguaje audiovisual sin palabras y progresó con él hasta alcanzar un dominio jamás igualado por ningún otro realizador, ni contemporáneo ni posterior. De hecho, su destreza técnica (pulcra, sobria, diáfana, sin alardes) solo es comparable a su control del ritmo y a una capacidad impresionante de alternar lo cómico y lo trágico con una autenticidad que solo se da en la vida real y, en la literatura, en las piezas del genio apabullante de Lope de Vega.
Anoche, al llegar al desenlace, terrible y conmovedor, de esta experiencia catártica, me sorprendí con los ojos empañados por las lágrimas, mientras susurraba para mí mismo las palabras que Gwillym, el patriarca de los Morgan, musita al oído de su hijo pequeño: “Que Dios te bendiga, John Ford”.
jacarrillo
Estimado amigo: lamento comunicarle que hace meses La 13 decidió prescindir de los servicios del octogenario realizador madrileño, que presentaba y coordinaba un programa semanal donde emitían clásicos de siempre, debido a que las audiencias eran bajas (?), dato que los programadores de esta cadena atribuyeron a la persistencia del propio Garci en escoger películas en blanco y negro. Vivimos unos tiempos terribles, en todos los sentidos y en todos los ámbitos. Es lo que hay.
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GALVA
Sí; curiosamente, LASEXTA, que van de “intelectuales”, pero es LA TRECE quien da peliculas que son obras maestras….
Luego me enteré que tiene contratado a Garci para ello.
NORMAL.
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