Durante el 14 y el 15 de octubre de 1810 la bella y paradisíaca playa de Fuengirola (Málaga) fue escenario de encarnizados combates entre tropas napoleónicas e hispano-británicas por la conquista de su guarnición medieval. El episodio, que concluyó con la retirada de la armada inglesa, tras un desafortunado ataque en el que fue apresado el comandante Sir Andrew Thomas Blayney, quien pagó con tres años de cautiverio, en Francia, la ineptitud de desaprovechar una considerable superioridad numérica en hombres y en piezas de artillería, forma parte de la campaña de contiendas que se desarrollaron en el curso de la Guerra de Independencia Española.
Se da la curiosa circunstancia de que la aguerrida y heroica defensa de la citada fortaleza fue llevada a cabo por apenas medio millar de soldados polacos (y una treintena de franceses) pertenecientes al Cuarto Regimiento del Gran Ducado de Varsovia, a las órdenes del comandante Franciszek Mlokosiewicz, cuyas fuerzas eran casi cuadruplicadas por las huestes atacantes. La presencia en España del ejército polaco a lo largo de la invasión napoleónica se debió a que el propio Bonaparte les había prometido a estos soldados el reconocimiento de la soberanía de su nación a cambio de su apoyo militar. Compromiso que, como todos los demás, el emperador jamás cumpliría.
Doscientos años después de dicha efeméride, recreadores procedentes de diferentes puntos de Europa se dieron cita hace dos fines de semana en la apacible y hospitalaria localidad malagueña para revivir la feroz batalla en el mismo lugar en el que ésta se produjo y rendir así un respetuoso y sentido homenaje a todos aquellos que dieron su vida por la causa que entonces creyeron mejor. Las jornadas, organizadas por la Asociación Histórico-Cultural Teodoro Reding de Málaga, contaron con la presencia de los miembros del Grupo de Recreación Histórica Cuarto Regimiento de la Infantería Polaca y del ministro de Ex Combatientes y Represaliados de Polonia, Jan Stanisław Ciechanowski, quien, además de reconocer que sus compatriotas habían luchado dos siglos antes en el bando equivocado, se mostró agradecido por poder mostrar al mundo una de las páginas más brillantes escritas por las fuerzas armadas de su país.
En total, se reunieron en Fuengirola cerca de doscientos recreadores que, provenientes de Andalucía, Aragón, Asturias, Canarias, Extremadura, Madrid, Francia, Gibraltar, Gran Bretaña, Italia y Polonia, se costearon de su bolsillo los gastos de traslado y alojamiento para compartir una experiencia muy enriquecedora desde el punto de vista humano, como pudimos constatar los ocho colegas que viajamos desde Tenerife. A excepción de quien escribe estas líneas, los integrantes de la delegación canaria habían participado ya en diversas contiendas similares; sobre todo, en la recreación de la Gesta del 25 de Julio de 1797, fecha en la que tuvo lugar el fracasado intento de desembarco del almirante Horacio Nelson en la capital tinerfeña.
A mitad de camino entre el teatro y la reconstrucción histórica, estas representaciones (de gran arraigo en el Reino Unido y en otros países europeos), que en España han empezado a adquirir una cierta relevancia en la última década, coincidiendo precisamente con la celebración de actos conmemorativos de la Guerra de Independencia, se caracterizan por el cuidado, el celo y el rigor, hasta en los más pequeños detalles, que los recreadores ponen en la búsqueda (siempre difícil) de la autenticidad. Con el fin de alcanzar ese fin, los participantes han de intervenir debidamente uniformados, de acuerdo a los usos de la época; todos los objetos utilizados (incluidas las armas de fuego, que se cargan con pólvora real pero sin munición) deben corresponder al momento en que transcurre la acción; se prohíbe terminantemente el uso de tecnología moderna y, para evitar accidentes, las medidas de seguridad se extreman: el público sigue las escaramuzas desde una prudente distancia, en zonas debidamente acotadas y señalizadas; bayonetas, cuchillos y otros instrumentos punzantes jamás se emplean durante la refriega; y fusiles y cañones no apuntan al objetivo, lo hacen varios metros hacia arriba.
En mi caso, la recreación de la Batalla de Fuengirola ha supuesto mi primera incursión en un ejército, aunque sea ficticio. De carácter, por lo general, tranquilo y poco o nada belicoso, me repugna cualquier género de violencia (y viceversa), me producen cierta alergia los uniformes y fui objetor de conciencia, razón por la cual no hice el servicio militar, entonces obligatorio, sino la Prestación Social Sustitutoria. Así que, cuando el otro día los compañeros trataban con escaso éxito de adiestrarme en la media docena de movimientos básicos que debe ejecutar un soldado antes, durante y después del combate, me pertrechaba en mi total ignorancia de la instrucción marcial para justificar mi habitual y jocosa torpeza. Cansado de mis equivocaciones chaplinescas, el sargento Ricardo Sánchez (un recio abogado tinerfeño, de origen ceutí, de aspecto temible, voz cavernosa y buen corazón) me sacó del pelotón y le encargó a otro colega que me explicase las órdenes principales, que él nos daba en un (casi) perfecto y temperamental inglés: Attention! Shoulder… Arms! To The Right… Face! Present Arms! Support… Arms! Order… Arms! Left Foot… March!
En cuestión de horas, servidor, que en la vida había cargado con arma alguna ni había disparado con otra escopeta que no fuera de juguete, me vi desfilando "a la inglesa" (el pie izquierdo es siempre el primero y el que marca el paso), soportando sobre el antebrazo izquierdo el peso inerte de un fusil del siglo XIX y participando en ruidosas escaramuzas, bajo disparos inofensivos y en medio de un intenso olor a pólvora quemada.
Al carecer de la preceptiva licencia, me estuvo vetado disparar y me limité todo el rato a disimular que hacía fuego sobre las tropas polacas. Recibí la orden de morir en dos ocasiones y traté de echarle todo el verismo del que fui capaz y, como aquel personaje de Guerra y paz, caí al césped y rodé ladera abajo, quedando boca arriba, disfrutando de un precioso cielo en pleno atardecer y saboreando cada segundo de mi falsa muerte como si de verdad emprendiese el viaje definitivo. Hace dos siglos, la escasa precisión de las armas obligaba a tirar a una distancia no mayor de cuarenta metros y, aún así, las bajas que se producían en cada combate no eran ni mucho menos tan numerosas como sucedería, con espantosos y abominables resultados, cien años después.
A pesar de que, por mucho empeño que se ponga en la reconstrucción de los hechos, indudablemente, la realidad recreada tan sólo reproduce una muy tenue capa de verosimilitud respecto a la realidad que se pretende evocar, la participación en este tipo de actividades proporciona una fórmula amena, lúdica y entretenida de revivir el pasado; un escenario ideal para el intercambio de experiencias personales y un caudal inagotable de anécdotas que contribuyen a aliviar y airear, aunque sea por un par de días, nuestras vidas, siempre propensas a la rutina que, como el óxido o el olvido, todo lo corrompe.
En este sentido, regresé de Fuengirola con mis convicciones pacifistas intactas (sigue siendo infinitamente más divertido e interesante hacer el amor que la guerra) y con el deseo de repetir, ya que la convivencia con personas de variado origen y condición genera unos gratos y entrañables vínculos de camaradería. Me ocurrió con mis compañeros de armas de Tenerife (un heterogéneo grupo de caballeros educados, amables, sensatos y con un contagioso sentido del humor, como nuestro elegante e infatigable capitán, Sir Jonathan Cabrera Asensio), también me pasó con el resto de la tropa participante (en especial, con los llanitos, procedentes de Gibraltar, cuya peculiar flema británico-andaluza es patente incluso a la hora de pedir un cigarrillo: "Oye, pisha, give me tobacco") y, por supuesto, con nuestros gentiles y extrovertidos enemigos: nunca se vio a un ejército vencedor emplear menos acometividad a la hora de ganar una batalla.
Y, para el recuerdo, guardo dos joyas en la gaveta de la memoria: el desembarco en la playa, a bordo de una lancha cedida por los pescadores de la localidad, mientras el ingeniero italiano, Mario Tomassone, interpretaba una marcha con su genuina gaita escocesa, y el retrato conjunto de los contendientes, como broche final a las jornadas, donde soldados de uno y otro bando coreamos el Only Need Is Love, de Los Beatles, y la canción de La abeja Maya, mientras las cámaras de un sinfín de espectadores inmortalizaban la festiva imagen de la reconciliación de unos pueblos que ojalá nunca tengan que volver a resolver sus diferencias a sangre y fuego.