En el verano de 1985 tuve la fortuna de vivir en Saint Ignatius Presbytery, la comunidad de los jesuitas de South Tottenham, junto a Seven Sisters Station, muy cerca del londinense Tottenham Hotspur Stadium. Vivían en aquella comunidad algunos jóvenes compañeros jesuitas estudiantes de filosofía o teología. Recuerdo especialmente, las conversaciones, en mi apurado inglés, con Peter Knox SJ, de Sudáfrica, y con Louis Caruana SJ, de Malta. A través de ellos, supe de la presencia en nuestras comunidades londinenses de un hombre mítico para mí: Frederick Copleston SJ, autor de la, por entonces, más interesante Historia de la Filosofía, editada en español, en Barcelona, por Ediciones Ariel. Estudiaba en la Universidad de Comillas y, entre otras, la obra de Copleston era muy recomendada para el repaso de los grandes hitos del pensamiento occidental, desde los presocráticos a Kant, Sartre o Bertrand Russell. Precisamente, con este último, Copleston tuvo un interesante diálogo en torno a la existencia de Dios. Fue en la radio pública británica, la BBC, el año 1948. Aquellos días se puso en marcha el plan Marshal y George Orwell acababa de escribir su novela 1984.
En la revista Tendencias 21, Javier Monserrat SJ nos dice que resulta de interés releer el diálogo entre los dos gigantes de la filosofía como exponentes de dos posiciones del pasado: el neopositivismo lógico de Russell, debilitado tras los planteamientos posteriores, y la visión escolástica de Copleston que igualmente sabe a otros tiempos. Nos dice el profesor Montserrat que aunque hoy por hoy se plantean de modo diferente las relaciones entre ciencia y religiosidad, sigue resultando de interés escuchar el diálogo de aquellas sesiones radiofónicas. Al comienzo de la conversación, Bertrand Russell no se definió a sí mismo como un ateo, sino que se describió como un agnóstico, porque creía que tampoco era posible demostrar la inexistencia de Dios. Toma la iniciativa el filósofo jesuita y, con el consentimiento de Russell, trata de presentar una demostración metafísica de la existencia de Dios y que podemos resumir así: dado que ninguna criatura de este mundo parece ser dueño de su capacidad de existir, esa capacidad tiene que tener una fuente diferente, la de un ser que sí sea dueño de la capacidad de existir y pueda darla a otros entes. A ese ser llamamos Dios.
Es muy importante subrayar que el argumento de Copleston, que es el de la filosofía clásica, es de carácter metafísico, que usa la razón humana para tratar de desentrañar el significado profundo de la realidad en la que vivimos. Copleston no pretende demostrar a Dios con un experimento accesible a nuestra mirada o medible mediante instrumental científico. Eso sería, por otro lado, ajeno al sentido común: si Dios se demostrara de forma irrefutable ante los sentidos, no tendría ningún objeto una discusión sobre su existencia, como no cabe discutir sobre si los árboles existen o si los gorriones vuelan, puesto que para eso basta mirar. Lo cierto es que Bertrand Russell se muestra, durante el diálogo, con una actitud muy defensiva: no propone argumentos propios, sino que intenta mostrar cómo los argumentos metafísicos de Copleston no son determinantes o definitivos. Para eso utiliza los presupuestos de la filosofía neopositivista: no se puede demostrar ningún concepto que no tenga por significado un referente objetivo al que podamos señalar.
El neopositivismo de Russell y el Círculo de Viena, cuya metodología nos sirve para determinadas hipótesis científicas, fue sucesivamente contestado por la fenomenología, la hermenéutica, el racionalismo crítico de Karl Popper y Hans Albert, la teoría de las revoluciones científicas de Thomas S. Kuhn, o, de un modo muy radical, por el contrainduccionismo de Paul Feyerabend. Muy sintéticamente, todas estas posiciones invitan a pensar que el método científico sirve para lo que sirve, pero no sirve para dar cuenta de todo el pensamiento ni de toda la realidad. La neoescolástica en la que se movía Frederick Coppleston sufrió también la erosión de otras disciplinas y escuelas filosóficas: la fenomenología de Husserl, los existencialismos o los diferentes acercamientos estructuralistas. En síntesis, estas posiciones le dicen a la neoescolástica que la realidad no se atiene siempre a su lógica y que los conceptos que somos capaces de articular con nuestra experiencia y razón son interpretables en función de nuestros propios horizontes de sentido.
Hoy, más allá de la neoescolástica y el neopositivismo, la ciencia y la religiosidad hablan de otro modo, aceptando que los datos científicos permiten diferentes acercamientos metafísicos: un Dios dador de sentido o la pura inmanencia de nuestro mundo que quizás pudiera también dar razón de sí mismo. En realidad, cuando la teología afirma la existencia de Dios lo hace en la fe. Es decir, parte de nuestra experiencia de la realidad, el mundo en el que vivimos con su misterio y sus enigmas; y también, por supuesto, usa nuestra razón que busca siempre el sentido y la explicación de todo aquello con lo que nos encontramos y lo hace con una lógica propia. Pero ni la presencia de un Dios sostenedor del ser, ni la potencia del universo para darse el ser a sí mismo son algo que pueda afirmarse sin un horizonte de sentido que no se puede determinar con los puros datos de la experiencia o la pura lógica de nuestra razón. El universo en el que vivimos no es solo un problema a resolver con determinados instrumentos de la ciencia o la filosofía, sino también un misterio que acoger, que supera nuestra propia capacidad de entender. No olvidemos que los seres humanos somos parte constitutiva de ese misterio. En esa acogida, podemos entender que ese misterio queda siempre encerrado en el mismo cosmos o podemos creer que lo trasciende como una realidad siempre mayor que sostiene nuestro ser, nuestro vivir, nuestro amor, nuestra fe.
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