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Opinión
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En qué creen los que no creen

Insiste mi compañero Francisco José Ruiz Pérez SJ, decano de la Facultad de Teología de Deusto, que la cuestión de Dios, vital para muchas personas y sociedades, es irrelevante, sin embargo, para parte de nuestra cultura occidental. Debo reconocer que conozco pocas personas que nieguen contundentemente la existencia de alguna manera de divinidad. Más bien, parece que aceptamos por lo general la persistencia del Misterio aunque no sepamos darle nombre. Por supuesto, también están quienes tienen la convicción de que lo religioso es una especie de “discapacidad” psicológica o emocional, o una falencia cognitiva que se irá superando con el saber científico tecnológico. Además está el hecho de que tanto entre creyentes como no creyentes, en estos tiempos “light”, “soft” o, quizás, todavía postmodernos, se vive esa “fe o no fe” sin demasiada publicidad, sin mucho tiempo que dedicarle y que afecta poco a nuestra vida pública.

Algo de eso parece atravesar la conversación epistolar que, entre marzo de 1995 y el mismo mes de 1996, sostuvieron Umberto Eco y Carlo María Martini. En tono francamente respetuoso, abordaron múltiples temas intentando encontrar el lugar donde convergen quien da sentido a su vida desde la fe con quienes lo viven desde una mirada de tejas para abajo.

Conocí al cardenal Carlo María Martini en Loyola, nueve años antes de que él coincidiera en Oviedo en la entrega de los premios Príncipe de Asturias con el novelista Umberto Eco. Los jesuitas celebrábamos en 1991, con motivo del quinto centenario del nacimiento de nuestro fundador, un congreso sobre los Ejercicios Espirituales de San Ignacio. Me tocó colaborar con la organización y pude acompañar a los ponentes. Me impresionó mucho el contraste entre el cardenal de Milán, que nos habló de cómo usaba la Palabra de Dios, los Evangelios principalmente, proponiendo ejercicios espirituales en el Duomo de Milán para cientos de jóvenes universitarios, y el teólogo Jon Sobrino, que nos habló de la necesidad de que los Ejercicios nos abocaran a la realidad, a lo que pasaba, a lo que sucedía en nuestro mundo para transformarlo. Cada palabra de Jon Sobrino, con el que coincidí gozosamente más adelante en los estudios de ECCA, destilaban por entonces el duelo todavía no cerrado por la muerte de sus amigos Ellacuría, Martín Baró y el resto de las personas asesinadas en la residencia de los jesuitas de la Universidad Centroamericana en San Salvador. En cambio, no conocí personalmente a Umberto Eco. Pero leí con sumo gusto “El nombre de la rosa”, primero, en castellano el año de su publicación y, luego, en italiano años después, cuando estudiaba Ética Teológica, en Roma, en el Instituto Alfonsianum. “El nombre de la rosa” muestra a un Eco conocedor del pensamiento medieval y de su contexto teológico. La trama policíaca nos sumerge en un mundo donde lo religioso y lo filosófico metafísico son el condimento de todas las salsas. No en vano, el joven Humberto Eco fue militante de Acción Católica y su tesis fue sobre Tomás de Aquino.

El caso es que sus cartas, tras publicarse en las páginas de la revista Liberal, se convirtieron en un libro que llevó por título: “¿En qué creen los que no creen?” No se trataba de repetir el diálogo radiado en la BBC en 1948 entre Copleston y Russell, que quería dilucidar si existe o no Dios desde una perspectiva objetiva. Martini y Eco trataron de afrontar una perspectiva más subjetiva: los fundamentos de sentido de cada persona, los motivos profundos de nuestro actuar y de nuestro modo de valorar la vida y nuestros hechos.

La actitud dialogante de ambos autores (Martini y Eco) no evita que aborden algunos asuntos fronterizos en la relación entre las sensibilidades religiosas y no religiosas. Principalmente, afrontan tres grandes temas: los fundamentos de la ética, las fronteras y el estatuto ético de la vida humana, y el tema de la igualdad entre hombres y mujeres. Son temas relevantes en los que, sin embargo, las propuestas de Eco no son un rechazo de las tesis de Martini, ni aquellas que formula el cardenal de Milán pretenden desactivar o mostrar el error de las que propone el ilustre semiólogo y escritor. Resulta agradable poder enunciar los propios argumentos de sentido sin tener que andar a la defensiva frente a otras personas. Es evidente que Eco no echaría a Martini de la academia de las Ciencias Sociales y que Martini no querría expulsar a Eco de los diálogos sobre el sentido de la existencia. Sin embargo, no están de acuerdo en asuntos cruciales y la conversación da la muestra que, en algunos asuntos, el acuerdo es inalcanzable por más que se prolongue su diálogo…

La mayoría de nuestro entorno sociocultural acepta, de un modo más o menos tematizado, la convicción de que la vida tiene un sentido que trasciende nuestra historia y que la realidad se despliega más allá de lo que nuestro conocimiento será capaz de alcanzar a medida que desarrollemos nuestras competencias científicas. Sin embargo, no se habla mucho del tema ni parece de buen gusto preguntar sobre las convicciones religiosas de otra persona en una conversación normal de carácter público. En realidad, somos capaces de charlar de unas cosas y otras, pero, fuera de los momentos y comunidades explícitamente confesionales, se difumina el lenguaje sobre Dios y nos contentamos con palabras con las que, si no profundizamos demasiado, podremos convivir sin demasiados reproches.

Mientras tanto, me viene a los ojos la figura de Jon Sobrino, paseando meditativo por los pasillos del caserón de Loyola donde celebrábamos aquel congreso sobre Ejercicios Espirituales. Tengo presente sus palabras en los micrófonos de Radio ECCA y no deja de asaltarme un pensamiento: cuando la muerte es el precio a pagar por defender la justicia y la fraternidad en nombre de Dios, otros discursos parecen vacíos, sin vida, sin peso.

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