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Recuerdos amarillos

Será porque mis padres tenían un Ford Escort amarillo (del color de la yema de huevo) que después de que esta exuberante primavera y que el campo florecido exhibiera tan diversas tonalidades del mismo, todo un mundo de recuerdos como enredadera trepadora fue encaramándose en la memoria destapando sublimes imágenes, cálidas texturas, sonoros paisajes y fragancias exóticas. En uno de aquellos largos viajes por la campiña cordobesa, en una ocasión detuvimos el coche junto a un inmenso campo de girasoles para contemplar uno de ellos. La imagen de aquel grandioso girasol en la palma de mi mano aún pervive en mis sentidos, porque la geometría, las proporciones, la perfección de su composición y naturaleza es tan excelsa que resulta intimidatoria para cualquier mirada curiosa que intente asomarse a semejante obra de arte. Girasoles de pétalos amarillos rondaban mi infancia en concordancia con la luminosidad de mi hermosa ciudad… Córdoba.

Siguiendo con el amarillo, de las lecturas manoseadas previamente sin lugar a dudas el destello optimista del libro de Albert Espinoza “El mundo amarillo” resulta imprescindible para animarnos a vivir sin tapujos relaciones de improviso, encuentros ocasionales y esporádicos que aun siendo efímeros, breves, casuales pueden llegar a servirnos como reveladores, como conspiradores para rescatar potenciales dormidos e incluso para impulsar esa osadía capaz de abordar lo inadmisible en pos de la auténtica verdad. Esos “amarillos” que describe tan certeramente el autor pudieran ayudarnos a “achicar agua” en nuestros momentos más desesperados, esos “amarillos” que el autor relata con una sencillez pasmosa pueden hacernos caer en la cuenta de aspectos de nosotros mismos que simplemente se hallaban adormecidos. Tales “amarillos” orbitan por la vida de aquellos que saben apreciar las sencillas coincidencias, y sentir tal nivel de compenetración fortuita con el autor es otra forma de comprobar que esos seres “amarillos” en realidad puede que en realidad existan.

La calidez de este color me traslada inconfundiblemente a mi hermosa ciudad de nacimiento y a su historia… que reluce por doquier en cualquier pisada dada o extraviada (y que es posible seguir siguiendo las huellas propuestas en la gran obra “Paseos por Córdoba”), que se alza majestuosa en cada muralla, arco, torre o puerta alzada hace más de mil años; y cuyos restos de civilizaciones se van abriendo paso a cualquier altura así como la vegetación se cuela y despunta entre adoquines y sillares de piedra. Y no sólo las texturas son testigos de otros tiempos de mezcolanza y convivencia de distintas culturas, los olores también pueblan las avenidas y callejones: los geranios, los jazmínes, el azahar de los naranjos vierten fragancias sublimes entre las paredes enjalbegadas del casco histórico, y el aroma a incienso se escapa de las regias iglesias donde descansan siempre engalanados los pasos de la Semana Santa. En Córdoba la historia tiene ese brillo aúreo que ahora al contemplarlo hace meses en las laderas del municipio de El Paso me hizo retornar a mi ciudad natal. El color amarillo puede palparse con la mirada en los sillares ocres del Puente Romano cordobés, el brillante dorado refulge en el mosaico bizantino del Mihrab de la Mezquita de Córdoba donde es fácil quedar extasiado ante su belleza a destajo, el tono vainilla del albero de la Plaza de toros también tiñe las murallas del Alcázar de los Reyes Cristianos y la campiña pajiza al otro lado del Guadalquivir le hace guiños a Sierra Morena desde su ondulado lecho soporífero y eterno.

Fueron las flores amarillas de La Palma las que me hicieron volar usando como alas sus pétalos abiertos: las del cerrajón descolgándose por las paredes de los barrancos me invitaron a recorrer una tarde de verano las calles aledañas del barrio de Santa Marina, el bejeque de monte florecido en paredes de roca trajo a mi memoria las flores colgantes en los Patios de Córdoba , los relinchones relucientes de las medianías de Tijarafe me condujeron entre callejuelas a las sutiles geometrías de las platerías de la judería, y la intensa malfurada sumergida en el desbordante verdor de Garafía concentraba el amarillo en los estambres de la jara pringosa de la sierra cordobesa.

Y volví a casa en la primavera amarillenta que se desplegó como un rubor en las laderas y rememoré una infancia urbana surcando los senderos de líneas blancas y amarillas que entretejen los distintos municipios de esta maravillosa isla, senderos a los que uno acude buscando en silencio y en los que al final uno acaba encontrando en el bullicio que despilfarra el paisaje más bello y más fiero.

Entre las flores me sentí de nuevo en casa… aquí o allá… vaya donde vaya.

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