Alguna vez ya conté cómo la abuela María nos llevaba a los nietos al Santuario de Las Nieves. Su oración era casi todo el rato silenciosa y con un gesto cuyo recuerdo todavía hoy me impresiona: se arrodillaba y avanzaba por el pasillo central del templo hacia el altar donde nuestros antepasados entronizaron la pequeña imagen de la Señora de Las Nieves. Cuando llegábamos ya junto a María, la abuela nos invitaba a pedir a Dios por los primos en Venezuela, las personas enfermas o quienes pasaban pobreza. Su oración era de pocas palabras, de poco discurso, y siempre nos sacaba de nuestros intereses personales más autorreferenciales.
Tiene razón Teresa de Jesús cuando escribe que “orar es hablar de amor con quien sabes que te ama”. Si solo el amor es digno de crédito, entonces la oración no será ensoñación ni ensimismamiento. Más bien, provoca un éxodo de nuestras vidas en alabanza, respeto y servicio a la creación en la que vivimos. Es decir, será menos cosa de discurso y más de disponibilidad. Por tanto, como todo lo que tiene que ver con la praxis y con el amor, la oración también requiere entrenamiento.
Y, hablando de entrenamiento, Ignacio de Loyola insistía en que para hacer los Ejercicios Espirituales (para ejercitarse) viene muy bien entrar en ellos desenganchado del “propio amor, querer e interés”. Por eso, en su experiencia, cuando alguien le hablaba de que una persona era valiosa porque hacía mucha oración, Ignacio contestaba que más valiosa sería si fuera persona de “grande mortificación (control del propio ego)”. El amor —y esto también es cita suya— se ha de poner más en las obras que en las palabras. Muy coherente con lo que aprendimos de nuestra gente: “Obras son amores y no buenas razones”.
Durante un año, los jóvenes estudiantes de primero de BUP del “Alonso Pérez Díaz” de Santa Cruz de La Palma tuvimos como profesor a un navarro que solía llevarnos de copas con él (no nos obligaba a tomar copas, por supuesto). Cuando se ponía un poco más alegre, solía soltarse la lengua y afirmaba con solemnidad: “La misa, el ajo y el pimiento tienen poco alimento”. Era su modo de explicarnos por qué, aunque se sentía cristiano de convicción, era poco dado a la participación en las celebraciones.
Aunque no soy nutricionista, entiendo que ajo y pimiento… no son como para quedar satisfecho. Sin embargo —y retornando al librito de prácticas de Loyola— el santo fundador de los jesuitas insistía mucho en que “no el mucho saber harta y satisface el ánima, sino el sentir y gustar de las cosas internamente”. Es decir, la oración, sea cual sea su forma, no solo tiene sentido en cuanto es un éxodo de nuestro propio ego, sino que además nos invita a saborear con paciencia la realidad a la que somos invitados. Parece que no basta la prolífica acumulación de datos, ni siquiera la experta habilidad para combinarlos en discursos plausibles, cosas que la IA hace quizás mejor que cualquiera de nuestras manos. Orar es camino para paladear la realidad.
De lo anterior, podemos dejar asentado que, si solo el amor es digno de crédito, debemos evitar toda forma de oración autorreferencial o autojustificadora. La oración es asombro ante la realidad y su misterio; es respeto profundo que me aleja de toda manipulación interesada; es motor para ponernos al servicio sin paternalismos. Todo esto tiene que ver con el saber para qué y cómo vivir. Por supuesto, la oración no garantiza acertar. Pero la escuela de San Ignacio nos lleva siempre a sospechar de las propias posturas. Mis convicciones pueden tener mucho de egoísmo y, por tanto, mostrar solo una mirada “fake”, engañosa. Así que oramos para fomentar ojos críticos y mente abierta. De ese modo, la oración ayuda a elegir mejor.
Resumiendo: Santa Teresa nos invitaba a mirar la oración como un acto de amor y, como mostraba mi abuela, la oración nos saca de nuestro ensimismamiento. Por el camino, hemos aprendido que orar es, como todo acto de amor, algo que debemos entrenar. No es fácil, porque hay demasiadas prisas y pantallas en nuestro entorno, y demasiadas urgencias o distracciones en nuestro interior. Pero merece la pena el esfuerzo. Recuerdo a Florencio Segura, compañero jesuita fallecido en los años ochenta, fuente de inspiración para quienes estábamos en formación por entonces. Entre sus consejos, nos animaba a gozar de la oración. Nos decía que había que ir a Ejercicios Espirituales para que, además del saber, alcanzáramos el sabor de la vida. Era importante, nos decía, porque “vivir con saber es vivir con sentido, saber por qué se vive; vivir con sabor es vivir con gusto, encontrar cómo hay que vivir”.
Más información
Últimas noticias