“Odio a los viajes y a los exploradores”, nos dice Lévi-Strauss al comenzar “La partida”, el capítulo primero de “Tristes trópicos”. Escribió por encargo aquella suerte de ensayo autobiográfico en unos tres meses durante 1954. Su publicación, al año siguiente, fue todo un éxito. Era, sin embargo, un libro sobre viajes y exploradores. En los años treinta cruza juvenil e ilusionado el Atlántico para encontrarse con pueblos ágrafos de tradición Tupí en el Mato Grosso, donde aquel jovencito burgués y académico aprendió a convivir con mosquitos, arañas, suelo duro, calor húmedo, reptiles venenosos, lejanía de los médicos y con otras personas con un modo de entender la vida totalmente diferente al suyo. Más adelante, con la caída de Francia ante las tropas nazis, es el ya más maduro judío francés con raíces alsacianas el que volverá a cruzar el Atlántico, ahora apesadumbrado ante la realidad del régimen de Vichy. Su amiga, la literata y filósofa feminista Catherine Clément, nos lo cuenta en el libro que lleva por título el nombre de su maestro, “Claude Lévi-Strauss”: el odio a los viajes y a los exploradores está motivado en que colaboran al monocultivo mundial de nuestra cultura: occidente se cultiva en todas partes como si fuera remolacha (soja, podríamos decir hoy mirando la devastación de los bosques de las cuencas amazónicas y del Paraná). En “Tristes trópicos” Lévi-Strauss deja dicho: “Lo primero que nos muestran los viajes es nuestra basura lanzada a la cara de la humanidad”.
Me encuentro con Julio, del que ya había oído hablar más de una vez, en la modesta casa que los jesuitas tenemos en Guamote, al sur de Quito, cerca de Riobamba y su impresionante Chimborazo. Julio se acerca a los noventa años, pero física y mentalmente está claro y sonriente. Va tocado con el sombrero que usan los pueblos andinos de esta comarca. Con Edwin, el director de La Voz de Guamote, también jesuita, me llevan por las carreteras que circundan la población, visitando las comunidades. Julio inicia el relato: “El amo era dueño de todo este territorio y también de las personas que lo habitaban”, dice para describir con pocas palabras la organización social de los años setenta. Mientras paseamos y también en las paradas, conversamos de la historia y del presente. Un relato de luchas que consiguieron una reforma agraria importante por la que aquel pueblo, hoy reconocido en la constitución de un estado ecuatoriano que se define como plurinacional, adquirió la propiedad de la tierra y, con su esfuerzo, fue comprando las casas de la pequeña ciudad de Guamote, donde antes solo vivían las gentes mestizas que, mayoritariamente, trabajaban para el dueño de todo. Me hablan de la escuela, del centro de salud, del mercado, de leyes que reconocen derechos a los pueblos ancestrales que habitaron aquellas tierras antes del yugo del Inca, el que mantuvieron los conquistadores españoles o aquel que cargaron con igual peso sobre sus hombros las élites criollas independientes. El camino hecho durante años ha supuesto una “liberación” de las opresiones vividas por aquellas comunidades. Sin embargo, no es el final del viaje. Ahora que muchas familias de las comunidades han pasado de vivir en las chozas de adobe y paja a las casas de sus antiguos jefes, sus jóvenes continúan hacia la gran ciudad, hacia Quito, Guayaquil o los Estados Unidos. En el supermercado de Guamote se puede comprar, por supuesto, la quinoa, pero también todos los productos de Coca cola, Nestlé o Antiu Xixona.
Pamela trabaja en la Fundación IRFA, una entidad educativa nacida con el modelo de Radio ECCA en Santa Cruz de la Sierra, Bolivia, en los años setenta. Ella viaja con frecuencia por las comunidades ayoreas del municipio de Nuestra Señora de los Ángeles de Urubichá. Los ayoreos son un grupo étnico vinculado al tronco lingüístico zamuco, que se mueven en el Gran Chaco, entre los ríos Paraguay, Pilcomayo y Parapetí. “Todos los viajes son una travesía”, señala Pamela, hablando de su propia experiencia camino de Cururú, una de las comunidades del municipio. “Allí trabajamos en un proceso formativo “Emprendimientos Productivos en Confección Textil”. La Constitución boliviana reconoce la identidad nacional de los ayoreos y la oficialidad de su lengua, así como la del resto de los pueblos originarios o indígenas, tanto de las zonas andinas como las de la Amazonía o el Gran Chaco. Sin embargo, esa aceptación jurídica no supone siempre el bienestar de los pueblos. Entre las comunidades de tradición tupí guaraní suele reconocerse el mito de “la tierra sin mal”, el de la búsqueda permanente nómada de un espacio de felicidad. Muchos pueblos, al entrar en contacto con nuestra civilización, tuvieron que dejar el nomadismo y su búsqueda de la tierra sin mal tropezó con los barrios marginales de las ciudades, con la trata de personas, el narcotráfico, la tala de los bosques, la miseria suburbana. Esto es lo que pasa cuando, en palabras de Lévi-Strauss, “la humanidad se instala en el monocultivo; se dispone a producir civilización en masa, como la remolacha” (Tristes trópicos). Al sustituir una choza de palma por una casa de ladrillo, se inicia un camino que no va en la dirección de la tierra sin mal, sino de la marginalidad y la disolución como pueblo.
Entre los muchos análisis sobre la guerra de Ucrania que leo estos días, está el de la movilidad: los millones de refugiados que han llegado a Europa y que provocan una inmensa reacción de solidaridad. También aparece el de la “movilidad” de los jóvenes rusos, de dieciocho a veinte años, que hacen el servicio militar, que fueron movilizados para unas maniobras desde diferentes lugares de la Santa Rusia y ahora mueren en las ciudades y las carreteras de Ucrania mientras, a su vez, matan a sus hasta ayer hermanos y hoy recientemente declarados enemigos. Con enorme pesar leo la traducción que hace Google del comunicado que el grupo editor de Novaya Gazeta cuelga de su web: “Recibimos otra advertencia del Servicio Federal de Supervisión de las Comunicaciones. Por tanto, suspendemos la publicación del periódico en el sitio web, en las redes y en papel, hasta el final de la ‘operación especial’ en el territorio de Ucrania. Atentamente, los editores de Novaya Gazeta”. Desde el inicio de la guerra, Novaya Gazeta, dirigida por el premio Nobel de la Paz Dimitri Murátov, venía haciendo el ejercicio imposible de hablar sin hablar, decir sin decir y presentar sin presentar desde una visión crítica la realidad de la Rusia en guerra del presidente Putin. Desde su creación en 1993, Novaya Gazeta ha sido un esfuerzo de periodismo crítico y de investigación. Tras la llegada al poder de Putin, Novaya Gazeta ha visto cómo seis de sus periodistas han sido asesinados, incluyendo a la valiente Anna Politkovskaia, tiroteada en el ascensor de su casa, y al polivalente Yuri Schekochijin, que fuera diputado en la Duma.
Aunque la tristeza es el sentimiento más apropiado con todo lo que está aconteciendo, también registro mi admiración por la gente de Novaya Gazeta en estos tiempos de cuaresma y ramadán que atraviesa la humanidad; también por el trabajo que hace Fundación IRFA en las comunidades ayoreas y quienes hacen radio para kichuaparlantes en la Voz de Guamote a más de tres mil metros de altura en los Andes ecuatorianos. Estamos de viaje.
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