cerrar
cerrar
Registrarse
Publicidad
Opinión
Publicidad

Recuperando el pulso de nuestras vidas

En el libro “El monje que vendió su Ferrari” escrito por Robin Sharma, un afamado y destacable abogado con una aparente vida de lujo y éxito, tras un revés de salud, tiene una visión esclarecedora que le lleva a una búsqueda del verdadero sentido de la propia  existencia. A partir de ahí su viaje resulta inspirador y gracias a los Grandes Sabios de Sivana logra percatarse del poder que conlleva cultivarse a uno mismo en pos de una vida saludable, sencilla y repleta de satisfacción interior. Pues bien, entre los aprendizajes que adquiere hay uno que dice así “para que un comportamiento nuevo cristalice en hábito, hay que realizar esa nueva actividad durante veintiún días seguidos”.

Estamos sin duda ya superando ese número de días de confinamiento, y seguro que muchos de vosotros habéis conseguido transformar este límite impuesto en un reto, muchas habéis logrado convertir este encarcelamiento casero en un nuevo comienzo, y otros tantos incluso ya habéis empezado a recolectar los frutos de un nuevo hábito adquirido gracias a esta gran oportunidad de disponibilidad de tiempo.

Sin lugar a dudas una de las mayores ganancias de quedarse en casa es percibir el tiempo como algo tangible, valioso, poderoso, que bien invertido puede llevarnos a conseguir cualquier propósito. Empezamos a sentir que el tiempo nos pertenece por primera vez en muchos años, que podemos decidir lo que nos gustaría o no hacer, que podemos disponer de él y hacer planes sin la sensación de llegar continuamente tarde. Es una sensación placentera, el sentirnos capaz de organizarnos sin que nos venga el horario impuesto y sin que las prisas consuman las pocas fuerzas que nos quedan.

Acostumbrados a elaborar horarios en los que nunca podemos incluir todo aquello que queremos, forzados a cuadrar organizaciones siempre sujetas a minutos y horas para atender necesidades supuestamente más prioritarias que otras que siempre quedan relegadas, hechos a un mundo que se ha querido regir por el tic-tac de las agujas en relojes de pulsera que tratan de ensordecer el sonido de nuestro propio pulso… Parece que en la tempestad, mientras muchos trabajan a deshoras y durante jornadas insufribles por curar, cuidar, desinfectar, alimentar, ayudar; los que se quedan en casa descubren asombrados que el tiempo, ese tirano que les exigía y les sometía en ocasiones a ritmos endiablados; el tiempo, ese ruido perturbador que los alentaba a desperezarse cuando aún no tenían ganas; el tiempo, ese instigador infatigable que en vez de tranquilizarlos siempre lograba encolerizarlos a cualquier precio; ese tiempo más bien déspota, puede ser nuestro aliado y nuestro amigo con el suficiente entrenamiento y manejo.

Por fortuna, el tiempo durante estos días se ha ralentizado, las obligaciones de muchos se han vuelto fútiles en el estado de alarma y hay quienes incluso no saben gestionar su vida en ausencia de citas, reuniones, visitas, quedadas e ingentes planes a largo y a corto plazo. Tal y como Dalí plasmó en muchos de sus cuadros, estos días los relojes se están derritiendo porque estamos redescubriendo otras maneras de medirlo y otras maneras de ignorarlo. Amanece cuando creemos que es demasiada la claridad que se cuela por entre las láminas de la persiana, comemos cuando el estómago nos hace alguna señal y entonces nos lanza previamente a picotear, intentamos gastar algo de energía antes de merendar jugando en familia o haciendo algo de gimnasia, es por la tarde cuando los aplausos se convierten en los únicos transeúntes que pueden andar por las calles de la ciudad animándonos a permanecer un poco más en casa y agradeciendo el esfuerzo de todos aquellos que luchan contra el coronavirus en el campo de batalla lejos de casa. Y anochece mucho más tarde, cuando los niños ya exhaustos de alargar y estirar el día, caen rendidos en la cama. Parece que los relojes han dejado de ser tan protagonistas, parece que en este tiempo nos estamos volviendo a adueñar de nuestras propias vidas.

Y tras veintiún días seguidos hemos aprendido cosas nuevas, y tras veintiún días seguidos hemos sentido que aparte del trabajo, son muchísimas otras cosas las que le dan sentido a estar vivos. Tenemos tanto tiempo que por fin llamamos a aquella persona a la que llevábamos tanto tiempo extrañando, volvemos a llamarnos con nuestros padres más a menudo después de un tiempo en el que llamábamos días alternos, nos acostamos en la cama y entonces realmente necesitamos que nuestra pareja nos abrace por la espalda, observamos a nuestros hijos recién acostados  y nos sobrecoge comprobar qué rápido y cuánto están creciendo en estos días en los que no nos separamos de ellos ni un instante, descubrimos que los niños nunca pierden el entusiasmo y que entre jugar y jugar son lo que mejor sobrellevan esto de improvisar.

Todo ha cambiado y todo nos cambiará. Y cuando volvamos a deambular de nuevo por los pueblos y ciudades puede que hayamos aprendido a sortear la prisa con buen humor, puede que cuando cojamos el teléfono para llamar a mamá o a papá no recordemos si fue ayer o hace unas horas cuando hablamos por última vez, puede que hayamos aprendido a no sobrecargar las agendas porque necesitamos un ratito, aunque sea solo un poco, para pensar; puede que subamos a tender la ropa en recuerdo de todos estos atardeceres en los que las puestas de sol con la ropa tendida mecida por el viento a nuestro alrededor eran el  mejor baño de vitamina de D que podíamos tener, puede que a la vuelta a casa nos encontremos con un amigo al que llevábamos cuarenta y dos días sin verlo y nos invite a un café, y en vez de consultar el reloj y dudarlo un instante, digamos sin pensarlo —por supuesto, vamos a echar un café y a compartir un rato porque tenemos tanto que contarnos—.

Y puede que entonces, prosigamos terminando aquella canción que empezamos estando confinados, terminemos esa historia o ese lienzo que nos mantuvo esperanzados durante aquellas horas y le preguntemos cómo está a aquel anciano que es nuestro vecino y que por fin ha cogido su bastón de nuevo y sus chanclas y sale como cada tarde solía hacer, a caminar.

 

Mª del Pilar Rodríguez Domínguez, Maestra de la Consejería de Educación.

Archivado en:

Más información

Publicidad
Comentarios (0)
Publicidad

Últimas noticias

Publicidad

Lo último en blogs

Publicidad